Foto: Laura Capote Mercadal
Foto: Laura Capote Mercadal

Presentación

A pesar de estar situada en las antípodas de Loosing my Espanish (2005), esa espléndida novela de H. G. Carrillo, “El americano”, la novela inédita de Jeffrey Lawrence, trata de cómo las palabras que aprendemos o ignoramos nos transforman, nos cambian la vida para siempre.

Por demás, tengo la impresión de que, de alguna manera, un relato como “El americano” sigue el camino opuesto al de mayoría de los libros sobre México, sean escritos por angloparlantes o por hispanohablantes.

Primero, porque es una novela autobiográfica escrita completamente en español por un autor sin raíces en España o Latinoamérica, que pasó su niñez y adolescencia entre Utah y California, y que nunca emigró a ningún país hispanohablante; un autor que, además, no ha cedido a la tentación que consiste en metamorfosear sus orígenes para reclamar –tal como hizo, por ejemplo, H.G. Carrillo, que en su literatura y en su vida pretendió “pasar” por cubano– un lugar dentro de lo que en Estados Unidos se denomina comúnmente como literatura latinx.

Segundo, porque “El americano” es una novela que, tal como se aclara en las páginas iniciales, no tendrá traducción al inglés. De hecho, de creerle al narrador –cosa que no aconsejaría– no habrá traducción del libro a ningún otro idioma. “Así quedará fijado incluso en mi testamento”, me comentó el propio Jeffrey Lawrence mientras conversábamos el pasado dos de noviembre, Día de los muertos, en Under the Volcano, un oscuro bar de Manhattan atiborrado de referencias a Malcolm Lowry. “Ya se verá”, le dije, “ya se verá”. Entretanto, y en espera de su publicación íntegra, ofrecemos en Rialta un adelanto de “El americano”.

Michel Mendoza

El americano (fragmento)

Hace algunos años un amigo mexicano me dijo: con el portugués se llega a la verdad a través de la exageración. Y luego de calentar con dos portentosos ruidos nasales, me enseñó a ser brasileño, recitando una serie de poemas en un acento impecablemente carioca, o más bien lo que yo percibí como un acento carioca, porque en realidad mis capacidades para descifrar los dialectos lusófonos no son lo que deberían ser según mis credenciales académicas. Mi oído para el español, en cambio, es muy bueno. Puedo diferenciar entre el español boricua, el español cubano, y el español dominicano, y noto la leve distinción entre el acento chilango y los tonos más cantaditos de la gente del norte. En ocasiones, hasta he sabido identificar a un montevideano entre una manga de porteños, para mayor placer del uruguayo y mayor molestia de los argentinos, que me juran que los orientales hablan exactamente igual que ellos, solo un poco más despacio. Pero nunca he podido dominar del todo, como mi amigo, la producción de los sonidos ajenos, y después de varios años he tenido que conformarme con un español neutro, un español Univisión picado de entonaciones gringas que irrumpen cada vez que me pongo nervioso. Un español que se arma de verdad solamente cuando me encuentro, como ahora, en América Latina.

Lo cierto es que me encantaría parecer mexicano, argentino, uruguayo, o incluso boricua. Sin embargo, hay algo en mí, algún demonio de la perversión, que me impulsa hacia el castellano a la vez que rechaza cualquier tipo de afiliación regional. Tengo la sospecha de que si todas las noches me entrenara rezando mis órales o chéveres, lograría adaptarme a un ambiente latinoamericano. Pero cualquiera que sea el caso, las palabras de mi amigo mexicano, el del portugués exageradamente melifluo, me vienen a la mente ahora que trato de entender mi decisión de escribir este libro en español, y la verdad es que no encuentro la razón por la cual lo hago. Podría escribir perfectamente bien –remarco el “bien” y no el “perfecto,” la frase que procuro traducir es perfectly capable, en inglés–, y mi español no es, como suele decirse, “nativo”. Supongo que los motivos irán revelándose (¿develándose?) a lo largo de esta historia, pero no está mal aventurarme en una primera hipótesis.

Un profesor mío me habló una vez de una narradora francesa que decía que cada vez que comenzaba a escribir una novela intentaba componer el libro que a ella le gustaría leer. Y les admito que a mí me molesta que no exista casi ninguna historia personal escrita en español por un angloparlante. Lo considero casi un deber. Después de las casi diez mil novelas gringas que toman lugar en una Latinoamérica en donde el protagonista ni siquiera sabe pedir un pinche mezcal en buen azteca (o peor aún, solo sabe pedir mezcal en azteca), después de las casi diez mil novelas escritas por hispanohablantes que pasan al inglés para “entrarle” al mercado, hace falta que algún yanqui vaya a contracorriente de las políticas dominantes de la lengua. Me explico. No quiero ser como esos turistas neoyorquinos que se ufanan al hilar dos frases seguidas para hablarle a un mesero andino y luego se refugian en su inglés universal para explicar que todo está mal o que nosotros somos malos o que ustedes son unos maltratados. Si de algo me han servido tantos años de aprendizaje en mi segundo idioma, es para comunicarme con ustedes directamente, quitando de por medio la engañosa muletilla de la traducción, pero sin los titubeos que aún me plagan en la oralidad.

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Les pido entonces que dejen de enfilarse a la librería o cafebrería más cercana para hojear novedades de Estados Unidos. No compren más libros de los beat o de la Generación Perdida traducidos al español, y mucho menos los libros en el original. No por razones sociales ni políticas ni económicas, sino porque simplemente ya está. ¿Hay que emborracharse con dos prostitutas viendo carreras de caballo en los hipódromos más gastados de California para ser norteamericano? ¿Hay que haberse hecho un trip de ayahuasca en la zona amazónica para considerarse un auténtico viajero gringo? ¿Se dan cuenta de que en Estados Unidos la gente se burla de Bukowski? ¿Que lo ven como uno de esos pacientes en los anuncios de Viagra al que no se le baja la pinga en cuatro horas, enfermito por haber tragado la sociedad norteamericana de un bocado, no por haber luchado en su contra? Permítanme hacer un poco de propaganda. Este libro, a diferencia de los otros, es intraducible. Y por favor no piensen que me estoy haciendo el whitmaniano. Lo que quiero decir es que no voy a dejar que este libro se publique en inglés. Que quede entre nosotros. No quiero arriesgar mi posición allá, lo mismo que no quiero que ustedes me asocien con esa tradición de arriesgados.

Ahora que me pregunto en qué momento me desvié del camino recto, no puedo sino pensar en mi contacto primordial con el español en mi estado natal de Utah. Las primeras palabras que escuché en la lengua de Cervantes fueron las de un maestro madrileño, el señor Jaramillo, al que le fascinaba confundir a sus pobres estudiantes monolingües de escuela pública. En la segunda prueba oral del séptimo grado, justo después de que un mormón rebelde me ofreció por primera vez la marihuana, el maestro Jaramillo me bajó la nota por haber dicho “cuestiones” en lugar de “preguntas”. Pero usted nos preguntó varias veces en clase si “había cuestiones”, le protesté en inglés. Él me contestó riéndose: era broma. ¿No sabías que en español “pregunta” significa question? ¿Era obvio que no lo sabía, y me dio no sé qué rabia pensar que nuestro informadísimo profesor nos había mentido? ¿Pero qué le iba a decir? Él era el experto, yo apenas un niño curioso. El resto del semestre fue un infierno constante de intentos y rechazos, de avances lingüísticos por mi parte y de bajas intelectuales y emocionales administradas por ese maestro socarrón que gozaba abiertamente de su papel de mal genio.

En el último año de la secundaria y ya después en la preparatoria, la clase de español se convirtió en algo así como un juego: o una manera de destacarse haciéndose el sabelotodo, o una manera de hacer reír a los demás conjugando verbos que tenían homófonos chistosos, como el pretérito del verbo “poner”, que suena mucho a la palabra pussy en inglés y provocaba explosiones de risa en los chicos más adelantados en las hormonas. A los quince años me mudé a Irvine, una ciudad mediana del sur de California que queda a ochenta millas de Los Ángeles –la segunda capital mexicana, según el decir–. Me gustaría afirmar que me politicé en esos años, que empecé a enterarme de la causa chicana y que me uní a la lucha. Pero las cosas no son tan novelescas. La nueva escuela se dividía entre blancos y asiáticos, y aunque seguía anotándome en clases de español, el mundo latino me pasó desapercibido. No me imaginaba el destino latinoamericano que me aguardaba, y tampoco me interesaba.

Todo cambiaría después. Pero no quiero adelantarme. Pongamos las cosas en su orden. Lo único que les solicito por el momento es que me hagan un pequeño huequito en su biblioteca nacional o latinoamericana. Prometo ser breve. Una vez que vuelva para allá todo se va a desvanecer como en un cuento de hadas: el relato, el idioma, el atrevimiento.

Primer viaje

Llegué a México en abril del 2003, cuatro semanas después del estallido de la guerra contra Irak. El viaje formó parte de lo que en Inglaterra se llama el gap year, un año libre que se toma entre la preparatoria y la universidad para trabajar o para ir de joda. En mi caso, sin embargo, las razones no habían sido puramente electivas: a causa de algunas malas notas y una carta vanguardista que mandé a las universidades a las que había solicitado, no me aceptaron en ningún sitio. Mientras muchos de mis amigos se encaminaban a UCLA, a San Diego, o a algunas de las Ivy Leagues, yo pasé por una especie de desgracia temporal, viviendo con mis padres, trabajando de camarero en un restaurante cerca de mi casa, y rehaciendo todo el papeleo que requieren las prestigiosas universidades norteamericanas. Cuando en febrero me avisaron que me habían aceptado en Amherst, un liberal arts college en el oeste de Massachusetts, les dije a mis padres que quería hacer un viaje.

Al principio, todos los caminos parecían llevar a España. ¿No que había estudiado español, primero con el maestro Jaramillo y luego con una anciana española-californiana que nos proyectaba en diapositivas las imponentes estructuras arquitectónicas de la Catedral de Toledo y El Escorial? Pero cuando mis padres se enteraron de las protestas contra la guerra que se realizaban casi todos los días en Madrid y en Barcelona, empezaron a preocuparse. Detractores ellos mismos de la política de Bush, no deseaban agregar el insulto a la injuria (como decimos en inglés), enviando a su hijo a donde no lo quisieran. En los periódicos indican que hay mucho sentimiento antiamericano en España, me dijo mi mamá, y puede ser peligroso. ¿Por qué no vas a algún lugar más cercano? ¿A México, por ejemplo? Ahora me da gracia que mis padres me hayan despachado a México por razones de seguridad, pero en ese entonces no lo pensé dos veces. Quería escaparme, hacer algo, cambiar como fuera mi trayectoria personal. Al cabo de unos días encontré por internet una escuela de inmersión lingüística en Guanajuato, una pequeña ciudad colonial en el centro del país. Como regalo por las buenas de que me hubieran aceptado en Amherst, mis papás me dijeron que cubrirían la mayoría de los costos del viaje.

En el Aeropuerto del Bajío, a dos horas de la ciudad capital de Guanajuato, me vino a buscar un señor con una placa que llevaba mi nombre. Me saludó con un apretón de manos y luego me llevó a un coche compacto estacionado justo fuera del terminal. Durante el trayecto, me hablaba sobre Guanajuato a un ritmo que seguramente le era natural pero que a mí me sonaba a una pura chorreada de vocales y consonantes cortadas. Creo que dijo algo sobre una ruta de plata, creo que dijo algo sobre Miguel Hidalgo, pronunció en algún momento las palabras “minas”, “indios” y “colonia”, no sé si con intención de hacer una crítica o una precisión histórica. Me surgió una tristeza que rápidamente se convirtió en desesperación. Yo había estudiado español durante años y no entendía la mitad de lo que me decían. Cuando terminó de hablar, le dije, por decir algo, me gusta mucho México, el clima es bueno.

Arribamos a Guanajuato de noche, y lo que más recuerdo de esa primera llegada son las luces, miles de luces que recorrían los cerros alzados por todos los costados de la ciudad. Al lado de la glorieta que marcaba la entrada al centro, había un letrero en donde se leía “Guanajuato, Ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad” (la lectura era más fácil que la comprensión auditiva para mi). Más tarde me contaron que el gobierno local había decretado hacía décadas que no se podía hacer ninguna reforma estructural a los edificios, preservando así la antigua fisonomía de la ciudad. Y en efecto, a medida que avanzábamos por las angostas calles empedradas, dejando atrás las achaparradas casas de ladrillo, no resultaba difícil imaginarme en un verdadero ambiente colonial. Esa sensación se multiplicó en cuanto nos acercábamos a la plaza central, bordeada por una iglesia barroca con una hermosa fachada churrigueresca (no fueron totalmente en vano las clases sobre arte español). Este es el Templo San Diego, me indicó el chofer, y del otro lado está el Jardín de la Unión. Como era sábado, había una gran multitud en las calles, caminando por las veredas, conversando en los patios de los restaurantes, juntándose en las plazas. En los últimos años, esos lugares se han ido llenando de militares y policías federales. Pero en aquel entonces no se veía nada de eso. Parecía un pequeño mundo aparte, congelado en el tiempo.

Estacionamos detrás del Teatro Juárez (otro edificio majestuoso, pero de construcción más moderna) y bajamos del coche. El chofer me dijo que había que subir por varios callejones para llegar a la casa donde me hospedaba. Agarró la maleta más pesada y empezó a ascender por una estrecha vía peatonal. Al rato se volteó. Como ves, Guanajuato es una ciudad chiquita, pero tiene sus cosas: mucho estudiante, mucha chica linda, mucho gringo. Yo todavía intentaba comprobar que lo había oído bien cuando notó mi cara de sorprendido. Es que aquí los mexicanos les decimos gringos a los americanos, explicó, no es nada despectivo (despectivo, despectivo, buscaba la palabra en mi mente). Por ejemplo, tengo un primo en Estados Unidos, él vive en Arizona y tiene una esposa americana, y cuando mis sobrinos vienen a Guanajuato mis hijos los llaman gringos y güeros (güeros, güeros, buscaba la palabra en mi mente). Es simplemente un modo de decir. Entiendo, le dije, otra vez por decir algo.

Zigzagueamos por distintos callejones de piedra y finalmente llegamos a una casa azul. Golpeamos la puerta, y cuando vi que alguien se asomaba por la ventana, le dije al chofer que no hacía falta que esperara (no es necesario para ti esperar). Me tendió la mano, aceptó la propina que le di en dólares, y me deseó buena suerte. Un par de segundos después, la señora de la casa, una mujer rellenita que rondaba los cuarenta, me abrió la puerta. Hola, Jeff, me dijo, bienvenido. ¿Hablas algo de español? Formuló la pregunta lentamente, con ternura. Sí, le respondí, o no sé, estoy aprendiendo. Muy bien, dijo, pásale pues. Me llamo Gloria. Te enseño tu cuarto. Me condujo por un pasillo estrecho y franqueamos una puerta de madera. Dentro de la habitación se encontraba lo básico: una cama doble, un armario, un pequeño escritorio, una silla de mamposta. Me dijo que el baño estaba atrás y que tenía toda la planta baja a mi disposición porque la cocina, la sala, y las demás habitaciones estaban en el piso de arriba. Me preguntó si gustaba comer algo (¿gustar como verbo transitivo?). Le contesté, creyendo haber comprendido la pregunta, que ya había comido en el avión. Buenas noches, entonces, me dijo. Buenas noches, le respondí.

Los primeros días transcurrieron con una rapidez insólita. Por las mañanas, desayunaba huevos fritos y tortillas con Gloria y su marido Mario y luego salía a pie para la escuela de idioma, que estaba a quince minutos de la casa. Los maestros eran todos mexicanos, los estudiantes una mezcla de europeos y gringos (esa palabra me saldría cada vez más). Apenas llegados a la escuela, el director nos dio una prueba diagnóstica, y luego nos repartió en uno de tres grupos –principiante, intermedio, y avanzando–. A mí me tocó el grupo intermedio, pero cuando descubrieron el primer día que el nivel de mi español escrito superaba por mucho el de los otros estudiantes, me cambiaron a la clase avanzada. El nuevo maestro era un hombre simpático y tranquilo, que explicaba las cosas con detenimiento y exactitud pero que no dejaba de ostentar cierta picardía. Cada mañana, nos conducía por una serie de ejercicios lingüísticos que iban de conjugaciones verbales a canciones de Shakira (“Estoy aquí”) y Juanes (“A dios le pido”). Después de la clase, todos los estudiantes de nivel intermedio y avanzado íbamos a comer con él en uno de los restaurantes del centro, donde hablábamos un español lento y trabajoso. Yo pedía sin falta las enchiladas mineras, especialidad de la casa. Luego volvíamos a la escuela para los talleres de “conversación y cultura hispana”, una categoría expansiva que abarcaba desde el estilo de vestir de la reina Isabel hasta la visita reciente que había hecho el presidente Vicente Fox, hijo predilecto del estado de Guanajuato y también (y aquí el maestro habló en una voz más baja) un gran hijo de puta. Por las noches llegaba cansadísimo a casa, pero aun así dedicaba por lo menos una hora a las tareas optativas que nos habían asignado en la escuela. Fuera de la casa, pasé la mayoría de mi tiempo esforzándome en escuchar, tratando de afinar los oídos a un habla cotidiana que siempre estaba un poco más allá de mis capacidades cognitivas.

Creo que fue el cuarto o el quinto día que conocí a Víctor, un guanajuatense flaco que nunca había salido de México pero que, según supe luego, tenía amigos, amantes y exnovias desparramados por el mundo. Trabajaba de noche como anfitrión en un bar de salsa llamado La Habana, y de día circulaba por el Jardín de la Unión repartiendo volantes y haciendo promoción. Tenía una gran facilidad para poner a la gente a gusto, utilizando una técnica refinada de bromas, halagos, y gestos cariñosos. Esa tarde, en el tiempo libre después de la comida, yo estaba paseando con una nueva amiga de la escuela, Alexis, cuando Víctor la vio desde el otro lado del jardín. Al alcanzarnos, la abrazó y besó con afectación deliberada. Víctor, te presento a mi amigo Jeff, dijo ella al salir del estrujón, y en lugar de decirme “mucho gusto” o “encantado”, Víctor me palmeó la espalda y me gritó: ¡Qué pasooó, güey! Alexis me contó en inglés que Víctor la había sacado a bailar hace un par de noches y que había sido un maestro excelente en cuanto los pasos de la salsa y una influencia bastante peligrosa en cuanto el tequila. Víctor se rio y dijo que ambos eran elementos imprescindibles para aprender a bailar. Al cabo de un rato, Alexis se despidió, y antes de que yo pudiera hacer lo mismo, Víctor me agarró del brazo y me dijo que estaba enamorado. Me miró a los ojos con una fijeza desconcertante. Cabrón, Jeff –te llamabas Jeff, ¿verdad?– me tienes que ayudar con esa güera.

Ese mismo día, al salir del taller de cultura, entré en una de las pocas librerías que había por el centro, y busqué un libro que me había recomendado el profesor: El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Empecé a leerlo en casa, apuntando en un viejo cuaderno de rayas las palabras que no conocía (pachuco, facciones, recogerse, otomíes, precortesianas, rasgos) para buscarlas luego en el pesado diccionario Español-Inglés de Larousse que había traído de California. Cada dos o tres días, enviaba un correo electrónico largo a mi madre, traduciendo fragmentos del texto de Paz con la mayor fidelidad posible. “En todos lados el hombre está solo”, le puse en uno de los primeros correos, “pero la soledad del mexicano, bajo la gran noche de piedra de la Altiplanicie, poblada todavía de dioses insaciables, es diversa a la del norteamericano, extraviado en un mundo abstracto de máquinas, conciudadanos y preceptos morales”. Bonita frase, me respondió mi madre, ¿te sientes muy sólo allá? Un poco, sí, le contesté, pero no sé si al estilo norteamericano o al estilo mexicano.

Apenas comenzado el libro de Paz, no pude dejar de buscar en las calles de Guanajuato la quintaesencia del ser nacional. Lo que conseguí, en cambio, fue la amistad de Víctor. Lo supe un día en que hablábamos en la calle frente al jardín. Llevábamos un buen rato allí con Juan, un tipo alto y taciturno que respondía al diluvio verbal de Víctor con risas y monosílabos. De repente Víctor me preguntó: ¿Quieres ir con nosotros al festival de Querétaro? Le inquirí en dónde quedaba Querétaro. Pos, allá pal sur, dijo, aparentando, aunque no lo podía saber yo en el momento, su mejor acento rulfiano. Nos vamos a juntar el sábado a las 14 en las escaleras del Teatro Juárez, continuó. Te doy el número de mi celular y me marcas el sábado, ¿sale? Bien, le contesté, te llamo el sábado, entonces. ¡No mames, güey!, exclamó con horror fingido. ¡Tienes que pronunciar bien la doble l! Sé que soy muy guapo, pero no quiero que me ames tanto. Juan soltó una carcajada. Víctor le apuntó con el dedo: ¿Ves lo que está pensando ese pendejo? Entiendo, entiendo, le aseguré. Te marco el sábado.

Confirmamos los planes el sábado por la mañana, y llegué al Teatro Juárez a las 13:50. Acto seguido le mandé un mensaje de texto a Víctor: Estoy en las escaleras del Teatro Juárez. Te espero aquí. Media hora después, me llegó su respuesta: Estoy saliendo de casa. Me voy a tardar un ratito. No pasa nada, pensé, mucha gente me ha dicho ya que los mexicanos llegan tarde. Pero Víctor tenía otro concepto de lo que significa tardarse. Pasaron casi dos horas antes de que volviera a escribir. Mientras tanto, le envié dos mensajes para averiguar dónde estaba, y otro en que intentaba expresar mi enojo: ¿Ya vienes, cabrón? Paso horas esperando. A las 15:45 llegó otro mensaje de él: Disculpa. Vengo ahorita. A eso de las 16:30 lo vi de lejos, caminando hacia el teatro entre Juan y una chica mexicana que ya había visto por el centro: flaca, bella, con pelo castaño teñido de highlights. Te presento a Julia, me dijo Víctor, sin volver a disculparse ni explicar por qué se había atrasado tanto. Le di a Julia un beso a la mejilla, y Juan me hizo un breve saludo con la mano. Vámonos, dijo Víctor, se nos está haciendo tarde. Querétaro queda a 125 kilómetros y nos demoramos más de dos horas en llegar.

Una vez llegados a Querétaro, encontramos estacionamiento en un polvoroso descampado al lado de una gran explanada repleta de puestos de comida, juegos mecánicos, y hombres ensombrerados con botas de cuero. Víctor me explicó que el gran atractivo del festival era la corrida de toros, pero que los boletos para el estadio salían bastante caros, y él siempre se había contentado con asistir a los espectáculos menores que se encontraban en la explanada. Compramos dos cervezas de litro en el primer puesto que vimos, y luego anduvimos culebreando por las multitudes. Fuimos hasta la plaza de toros, en donde escuchamos los ruidos que emitían los espectadores de la corrida que estaba por empezar. Después volvimos a la explanada y gastamos media hora en los juegos mecánicos. A eso de las 21:00, nos sentamos en un restaurante al aire libre que tenía una pequeña pista de baile en el medio. Después de comer, Víctor llevó a Julia al centro de la pista y empezó a bailar con ella, primero un bolero y luego una salsa. Juan tenía los ojos fijos en ellos y no daba señales de querer hablar, así que los seguimos mirando por un buen rato.

Al principio lo que advertí fue que, por lo menos en la esfera de la danza, Víctor era sumamente profesional. A pesar de mis escasos conocimientos del baile, no se me hizo difícil apreciar la cronometría de sus pisadas ni su capacidad para guiar el cuerpo de Julia, lindo y esbelto, pero visiblemente falto de agilidad. No obstante, a medida que cambiaban las canciones y se rotaban los géneros musicales, creí percibir en el estilo de Víctor algo disimuladamente esquizofrénico, como si cada paso suyo implicara dos fases o dos facetas, una en la que intentara fugarse de su pareja y otra en la que se viera obligado a volver. Como buena muestra de lo antedicho, en cierto momento dio media vuelta, levantó las manos de Julia, y las soltó como si fuera a abandonar la pista, solo para echarse atrás con el fin de que las manos de ella reposaran en su trasero. Al conseguir su objetivo, la volteó a ver con una mirada juguetonamente escandalizada. Pero ella solo sonrió, le dio dos nalgadas ligeras, y subió sus manos otra vez a los hombros de él. Después de dos o tres canciones más, la música se volvió más lenta, ellos aminoraron los pasos, y empezaron a besarse. Lo miré a Juan. Estaba dormitando. Cuando por fin regresaron a la mesa, Víctor me declaró que ya me había dado la primera lección mexicana. Hazte cuenta que el secreto del amor está en los pies, los pasos, las caderas. Qué estereotipos, le interrumpí. ¡Bah, cabrón!, replicó con un gesto de menosprecio, ya verás que los estereotipos nunca fallan. Pero ahora vámonos, que Julia tiene que volver a casa de sus papás. Hasta ese momento, se me figuraba que Julia era más o menos contemporánea a Víctor, pero ahora que me fijé más detenidamente en ella, noté que su cara parecía conservar como los últimos dejos de la adolescencia. Pensé que tal vez su reticencia se debía más al nerviosismo juvenil que a la altivez que le había atribuido, y eso me hizo sentir una solidaridad repentina con ella. En ese momento se reclinó en Víctor y le dio una pequeña mordedura en la oreja. Juan se levantó. Apuré el último trago de cerveza y nos fuimos.

 *  *  *

A veces mi amistad con Víctor parecía otra cosa. El problema no era principalmente la diferencia de edad –él tenía 27 años, yo 19– o de idioma: el nivel de su inglés era más o menos igual al nivel de mi español, lo cuál nos permitía cambiar de lengua cuando alguno no se hacía entender. Sospecho que tenía que ver más bien con el hecho de que, a medida que pasaban las semanas, nuestra relación se centraba cada vez más en el intercambio de bienes culturales que en el afecto compartido del uno por el otro. Aquí también fue Víctor el que dio el empujón. Un sábado por la noche, mientras yo conversaba en el jardín con Alexis y varios otros estudiantes de la escuela, él me apartó del grupo. Oye, Jeff, me dijo en tono confidencial, te voy a proponer algo. Eres alto y gringo, y tienes los ojos claros. Los mexicanos, o más bien las mexicanas, te quieren conocer, y eso se puede aprovechar. Haremos entonces lo siguiente. Vienes conmigo a repartir volantes unas horas al día, aquí en el jardín y por otros lugares del centro, y te recompensamos con algunas bebidas gratuitas en La Habana. Lo único que tienes que hacer es acercarte a la gente, darle uno de los volantes, y decir: “Te invitamos a La Habana. No hay cover”. ¿Qué dices, güey? Allí pasa una chica linda. ¿Comienzas ahora?

Comencé. Dos o tres horas cada noche, circulábamos por el jardín, recorríamos las calles Sopena y Juan González Obregón, entrábamos a los antros cuyos dueños eran amigos de los dueños de La Habana, distribuíamos volantes a la gente. En realidad, el trato también me resultaba beneficioso a mí, porque si bien no recibía una remuneración monetaria de verdad (más allá de esas libaciones alcohólicas), me permitió ensayar distintos modos de construirme en español. Además, fue en unos de esos antros que conocí a Verónica. Recuerdo que el ambiente del antro al que habíamos entrado era espeso: música fuerte, espacios apretados, un humo pegajoso que emanaba de dos máquinas colgadas por encima de la pista de baile. En esas condiciones apenas se podía hablar, y mi “trabajo” se volvía más mecánico: sonreír, ofrecer el volante, y luego pasar a la próxima persona. Hasta que llegué a ella. Ya la había visto varias veces en el centro, caminando al lado de un chico rubio. Era una de esas bellezas que hacen que la gente gire la cabeza para volverla a ver. Ahora le sonreí, y estreché la mano para darle el volante, pero en lugar de tomarlo me tocó el brazo, se aproximó a mi oído, y me preguntó, en un susurro que fue también casi un grito: ¿Cómo te llamas? Honestamente, el resto de la conversación, mantenida por encima de la voz empalagosa de David Bisbal, se me escapa ahora. Sólo recuerdo que hicimos planes para vernos el próximo día en el jardín.

Al día siguiente, llegué al jardín un poco antes de la hora que había acordado con Verónica porque quería contarle a Víctor la historia del encuentro. Al solo escuchar el nombre de Verónica, Víctor soltó un largo silbido:

Ay, chamaco, cuidadito con esa.

No entiendo, le dije. ¿Qué quieres decir?

Nada en particular, sólo que sepas que tiene fama de gringofílica.

Justo en ese momento llegó Verónica, y tras besarnos a los dos, dijo: no sabía que se conocían. Claro que nos conocemos, dijo Víctor, y guiñándome un ojo, se dirigió a Verónica: cuidadito con este chamaco, que tiene fama de conquistador. Luego hizo un chasquido con los volantes y se fue para hablar con un grupo de extranjeros.

Verónica lo siguió con los ojos sin decir nada. Luego volvió su mirada hacia mí. ¿Cómo estás?

Muy bien, le contesté, y tras una pausa, ¿y tú? En lugar de responder, me tocó el brazo, haciéndome entender que captaba –que aceptaba– los límites de mi poder conversacional. Vestía vaqueros azules con una blusa negra, y tenía el pelo recogido en cola de caballo.

¿Qué se te antoja hacer?, me preguntó. ¿Quieres ir a ver un teatro, un museo?

No sé, respondí, lo que tú quieras.

Pues vamos al museo de Diego Rivera, dijo. Sabes que él es de aquí, ¿verdad? El museo está ubicado en la casa donde nació. Vámonos.

Mientras me pilotaba por los peatones que deambulaban por las veredas, entablamos un diálogo ameno, casi didáctico. Su forma de conversar tenía algo de lo que la pedagogía denomina teacher talk, el habla que se usa para cubrir la brecha entre maestro y aprendiz, o en el caso de los idiomas, entre nativo y extranjero. Pronunciaba bien todas las sílabas, glosaba modismos y palabras difíciles, y se restringía más o menos a un vocabulario básico. Resultaba que el papá de Verónica era médico, como el mío, y que su madre era ama de casa. Me contó que había empezado a estudiar en la Facultad de Odontología en León –y aquí me enseñó una dentadura perfecta– pero había reprobado dos materias en el segundo año y ahora pensaba mudarse a Michoacán para empezar la carrera de nuevo en la Universidad de Morelia. Según ella, su papá no estaba contento con la situación, pero le había dicho que pagaría la matrícula y su estancia en el primer año en Morelia con tal de que aprobara todos sus cursos. Así que tengo dos meses libres antes de irme, me dijo, otra vez tocándome el brazo.

Ingresamos al museo y pagamos la entrada. La planta principal del museo albergaba la antigua casa de la familia de Rivera –camas, armarios, etc.– pero como no había rótulos en las paredes y no vimos ningún otro tipo de información, pasamos rápidamente al segundo piso, en donde se encontraba la mayor parte de los cuadros de Diego. Hazte cuenta que Rivera era un hombre excéntrico, me comentó Verónica cuando entramos al salón de los retratos, y también un mujeriego, o sea, se acostaba con muchas chicas. Las seducía mientras le ayudaban a mixturar las pinturas. Seguramente habrás escuchado de su esposa Frida Kahlo –ella indicó un desnudo de Frida saliendo de la tina– fue discapacitada por un accidente de tranvía. Aún así, ella era de lo más guapa, y él de lo más feo. Ella le dio el apodo de la Rana, por la gran papada que tenía. ¿Papada?, pregunté. En lugar de explicarme la palabra, Verónica se aproximó a un autorretrato de Rivera y trazó con el dedo la barbilla inflada del pintor. Demasiadas enchiladas mineras, bromeé. Tal cual, me contestó, con aparente seriedad. Hay que cuidarse.

Finalmente subimos al tercer piso, constituido por dos salas, una sala pequeña que contenía la obra tardía de Rivera y otra más grande dedicada a una exposición temporal. Yo gravité hacia Posguerra, un cuadro de Rivera de clara influencia surrealista que mostraba un árbol antropomorfo, o quizás un ser humano arbolizado, con un delgado tallo verde que salía directamente del pecho (o del tronco). Al dar una lectura rápida del rótulo, pensé que quizás ese brotecito verde apuntaba a la regeneración de la cultura occidental después de la Segunda Guerra Mundial, pero luego vi que el cuadro databa de 1942, cuando el resultado de la guerra todavía estaba en duda, y por lo tanto habría que entenderlo más como una representación del sueño de ese mundo de posguerra y no como su auténtica realización. Permanecí ahí un rato, absorto en mis pensamientos. Mi abuelo materno, un judío de apellido Rosenblum, se había alistado en el ejército norteamericano justamente en ese año. Se dedicaba a componer musicales patriotas que se interpretaban en el campo de entrenamiento de Nueva Orleans donde lo habían apostado. Nunca vio el combate, pero le habían llegado rumores de prisioneros judío-americanos torturados por los alemanes. Me pregunté si de algún modo esos rumores se habían infiltrado en sus canciones, la mayoría de ellas, al menos en lo que yo recuerde, alegres y esperanzadoras. Verónica, en cambio, se había fijado en un retrato que hizo Rivera de su primera esposa, Angelica Beloff, una rusa –también judía– que Rivera conoció durante su estancia en París. Beloff poseía una cara severa y ojos empecinados, al menos en el cuadro de Rivera. Verónica dijo que Beloff tuvo un hijo de Rivera que murió en la infancia, y que después él la dejó de la manera más despiadada posible. Hay una novelita muy buena de la escritora Elena Poniatowska sobre esa relación, dijo. Es fácil de comprender, deberías buscarla.

Caminando de vuelta al Jardín de la Unión, barajaba mis opciones para invitarla a salir otra vez. En mi mente había decidido pedirle que cenara conmigo el día siguiente, pero impulsivamente, en el momento de despedirnos, le pregunté si tenía planes para esa noche.

Por ahora no, me dijo, ¿quieres que nos veamos en La Habana?

Ándale, le contesté, órale, sale y vale.

Se rió. Te veo a la noche entonces.

Llegué a La Habana a las 9 p.m. y la encontré sentada en una de las mesas. Como ninguno de los dos bailábamos salsa, pasamos la noche bebiendo cubalibres y mirando bailar a los demás. Aún así, había como un deseo flotante en el lugar que se generaba en la pista de baile y nos alcanzaba a nosotros. Un poco después de la una, terminamos besándonos en uno de los rincones, y luego en el taxi, y luego en mi casa. Por más inverosímil que parezca, no recuerdo si tuvimos relaciones esa noche. Me parece que no. Lo que sí tengo grabada en la mente es una imagen de ella bajo las cobijas, mostrándome sus dientes impecables y hablándome otra vez en voz pedagógica: ven aquí. Acudí.

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