Yeniter Poleo

Yeniter Poleo es una escritora que vive a mitad de camino entre sus dos nacionalidades: la venezolana y la colombiana. En 2008 salió de Caracas, adonde siempre regresa, para vivir en Bogotá, donde ha podido desarrollar su proyecto literario. Además, ha trabajado para varios medios impresos como periodista de investigación y editora. Es defensora de los derechos de las mujeres, y en tiempos recientes ha diseñado estrategias de comunicación para ONGs venezolanas en el ámbito de los derechos humanos. Sus dos novelas hasta hora publicadas: La ciudad vencida (2014) y Las costuras invisibles (2019). La primera trabaja sobre los temas de la memoria tanto colectiva como individual, a partir de acontecimientos históricos venezolanos como el Caracazo (1989). La segunda pone el foco de atención en el tránsito generacional de las mujeres en una familia. Esta entrevista discurre sobre su trabajo literario, pero también sobre su posicionamiento frente a las políticas culturales de la Venezuela contemporánea.

Publicaste recientemente Las costuras invisibles, una novela cuyo eje temático es la vejez y la desmemoria. Tras un fin de semana con su abuela, la narradora, además de una intensa reflexión sobre la decrepitud, llega a la anagnórisis de un trauma: un crimen de violencia sexual intrafamiliar. Este trauma es, en mi opinión, el motor narrativo de tu texto. Por eso creo que tu novela suscita, de forma renovada, el debate sobre la relación entre literatura y trauma. ¿Cuál es tu opinión al respecto? ¿Te identificas con este cerco crítico que en la academia estadounidense llaman “Critical Trauma Studies”? ¿Por qué optaste por la novela como género literario para narrar ese trauma?

Yo creo que el olvido es el refugio de los traumas. Personales y colectivos, voluntaria e involuntariamente. El olvido es un proceso más natural que la memoria, porque la memoria requiere esfuerzo, por lo menos, exige la práctica de repetir(nos) el relato de lo sucedido. Y si se trata de un hecho social es preciso el compromiso de hacer memoria. Si no hiciéramos el mínimo esfuerzo por alimentamos, moriríamos de mengua, pero para comer hay que masticar, tragar, y antes buscar la comida, procesarla. Comer es la voluntad de vivir. Del mismo modo opera el binomio memoria-olvido. Si dejas de contar, de recrear, de revivir, de procesar, de entender, de aceptar lo vivido, eso se muere en nuestra caverna mental.

Ahora, yo me sentí tentada a asomarme a este proceso de la desmemoria a partir del componente biológico, y escarbar cómo podía ser ese proceso de dolor y memoria cuando las células de tu cerebro se rinden. ¿Qué pasa con los asuntos no resueltos? Si decimos que el odio, la rabia, la contención, el estrés, por ejemplo, afectan la salud del organismo, ¿qué sucede cuando tu cuerpo se libera de esos sentimientos porque, simplemente, el recuerdo ya no te hace sufrir? La imagen que originó la historia de Las costuras invisibles fue una especie de trabalenguas mental, era la narradora recordando abruptamente algo cruel en su vida, casi pescando un comentario suelto de alguien que lo estaba olvidando todo. Por ahí fueron surgiendo las tramas de manera orgánica, incluyendo el formato. No descubro el agua tibia si digo que en millones de familias se ocultan tragedias muy terribles, y basta solo tirar de un pequeño fragmento de hilo para que el velo se rasgue entero. Se sabe que se ocultan suicidios, homosexualidades, violaciones y abusos sexuales, robos, mujeres golpeadas, infancias explotadas, maternidades no deseadas, padres ausentes física y emocionalmente; son los llamados trapos sucios, que no se lavan ni siquiera al interior de la misma familia. Andamos por la vida no necesariamente conscientes de qué nos ha causado una herida psíquica o cuáles hemos causado nosotros a otras personas. Y es en la interacción cuando esos daños emergen, cuando las situaciones nos conminan y nos activan ciertos mecanismos de respuesta.

Cubierta de Las costuras invisibles de Yeniter Poleo | Rialta
Cubierta de ‘Las costuras invisibles’, de Yeniter Poleo

Si hablamos de trauma y literatura, en general, trauma y arte, hablamos de simbiosis, porque el trauma es cualquier situación que te cause daño duradero de forma inconsciente. Es un proceso íntimo del cual ha bebido toda la literatura, todo el arte. Hay situaciones de las cuales es más claro saber que se produjeron traumas, y el arte lo ha mostrado: Vietnam, el Holocausto, la Revolución francesa, las guerras de independencia, la bancarrota, etc., pero también hay traumas individuales que detonan la creación, como la madre de Balzac o de Doris Lessing, el asma de Proust, el accidente de Frida Kahlo. No obstante, me interesa la mención que haces de los estudios críticos sobre el trauma, porque esta es la arcilla con que se moldea Las costuras invisibles. En toda la novela no se dice qué desencadena la crisis del personaje, pero ella va narrando lo que experimenta, lo que le angustia, lo que las circunstancias le obligan a evocar y va formando un corpus simbólico. El trauma no es un hecho concreto, es una sensación infinita que solo se puede representar. Y por ahí volvemos al tema de la memoria, porque recuperar el recuerdo, comprender lo sufrido y masticarlo, tragarlo, descomponerlo, son los mecanismos para que puedas ponerlo en un lugar donde cause menos daño. La ciudad vencida está en ese mismo camino, en lo referente al trauma colectivo.

Un tema recurrente de Las costuras invisibles es la movilidad laboral de las mujeres. La novela presenta un recorrido generacional en el que estas aparecen vinculadas a diferentes oficios. Hay, por tal, un tránsito de costureras a operarias, a empresarias independientes, a profesionales. En La ciudad vencida la profesionalización de Cariú, su protagonista, también es un tema central. ¿Cuál es tu posición frente a la división laboral del trabajo y los debates de género? ¿Y cómo ingresa esa posición en tus novelas?

Es verdad que las mujeres que aparecen en ambos libros otorgan gran importancia a su participación en el ambiente laboral. En Las costuras invisibles es más evidente porque hay tres generaciones imbricadas en una sola historia y se muestra no solo el cambio del tipo de máquina (y la representación social de sus correspondientes oficios), de coser, de escribir, la computadora, sino cómo la apropiación de la herramienta fue ampliando cada vez más su autoconcepto y emancipación. Yo tuve la fortuna de ser criada por mujeres trabajadoras que nunca estuvieron encerradas en una casa ni dedicaron su energía mental y física al orden doméstico. Las mujeres que me criaron salieron a la calle a ganarse el sustento desde muy jóvenes y yo seguí por esa senda. Mi mamá empezó a trabajar a los catorce años, yo empecé a los diecisiete años, y nunca paré. En mi cabeza nunca hubo un mundo femenino en casa y uno masculino en la calle: todo era una mixtura que fluía con absoluta naturalidad. Mi abuelo era un excelente cocinero, por ejemplo, cocinero de todos los días, no solo de comidas eventuales al aire libre. Esa dinámica fue mi modelo.

Ahora, cuando yo me fui encontrando otras madres y abuelas, otros padres y abuelos, y las dinámicas de otras familias, con devotas amas de casa sin mayor propósito que servir la comida caliente y arbitrarios hombres que llegaban a exigir comida y atención, entendí que esto era lo que se consideraba “normal”, y, de paso, que me había salvado de semejante modelo de vida. Por eso me gusta honrar a las mujeres que, por las razones que sean (inteligencia, visión, ambición o necesidad) fueron derrumbando los fuertes muros de la vida doméstica y domesticada a las que las sometía la sociedad. El trabajo, la autonomía económica, la posibilidad de decidir, ha sido una conquista que a mi generación le fue dada y, por tanto, ignoramos lo difícil, lo doloroso que fue esa conquista. Si queremos saber, saber para no olvidar, saber para entender por qué hoy las mujeres seguimos enarbolando banderas, toca hurgar en las historias de nuestras antepasadas y empatizar con su legado. Aunque muchas personas consideren que las mujeres estamos en un buen punto, que hay más igualdad, que no hace falta seguir haciendo ruido, lo cierto es que hoy, todavía, seguimos y debemos seguir desafiando resistencias. Todavía tenemos que lograr que nos paguen igual, que tengamos igual espacio en tribunas públicas, que respeten nuestra opinión, que decidamos sobre nuestro cuerpo, que se reconozca nuestro talento, que el lenguaje, incluso, nos nombre.

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Las costuras invisibles es un proyecto narrativo muy distinto al de La ciudad vencida. No solo en términos temáticos, sino narrativos. Aquella es una novela corta narrada en primera persona, esta, en cambio, es relativamente larga con un narrador omnisciente. ¿Podrías explicar qué media en estas diferencias? ¿Cuáles fueron las motivaciones estéticas de una y otra solución?

Yo creo que cada historia se instala en tu mente, te acosa, te parlotea permanentemente porque quiere ser contada, y también te grita cómo quiere que la cuentes. Hay historias que solo se dejan expresar en diálogos, como El beso de la mujer araña, de Puig, o por vía epistolar, como Las amistades peligrosas, de De Laclos. Creo que lo único consciente del proceso de escritura es la voluntad de escribir: sentarte, disponerte, porque lo demás es entregarte con absoluta humildad a escuchar lo que quiere ser escrito. Lo que sucede entonces se asemeja más a un trance. Y no hablo de inspiración, eso es un mito: la inspiración es como la felicidad, un asunto efímero, que solo reconocemos cuando ya ha pasado.

Ahora que La ciudad vencida y Las costuras invisibles ya fueron escritas y publicadas es cuando puedo hablar de su estética y motivaciones. Aunque, como bien dices, sus mecanismos internos se articulan de modo distinto, ambas abordan la memoria desde su respectivo ángulo. En el caso de La ciudad… me interesaba la visión de una tercera persona, testigo del drama humano desencadenado por el Caracazo; es decir, alguien cuya vida no se alteró, aunque el evento fue catastrófico. Me parecía muy fácil contar la búsqueda de Cariú desaparecida en voz de algún familiar: su madre, su hermana. Era una perspectiva sensiblera y lejos de lo que me movía. Yo no quería narrar la historia de una desaparición forzada, sino la de un colectivo de gente, un país, que vio las desapariciones forzadas y no hizo nada; ni siquiera se conmovió, mucho menos se esforzó por acompañar a las víctimas a exigir justicia. En mi opinión, esa indiferencia, esa página pasada con tal ligereza es causante de la catástrofe de derechos humanos y desinstitucionalización que sufre Venezuela.

Por eso la narración omnisciente reforzaba la visión distante de los hechos; justo la mirada que tenía Bernard hasta que perdió a Cariú en el Caracazo. También es una historia más larga, porque fueron surgiendo muchos elementos, situaciones, personajes, cuyo ensamblaje me permitía darle dimensión y textura a lo que debía ser narrado. En cambio, en el caso de Las costuras…, el proceso de escritura fue como un rugido mental. La narración busca transmitir la compulsión del pensamiento causada por una serie de estímulos indeseados pero ineludibles: la imposición de la convivencia, lo que representa la relación con la abuela, la confrontación entre lo que recuerda y lo que va comprendiendo, la rabia, la tristeza, la ruptura, hasta la autorrevelación. Creo que en la historia se va del consciente −es decir, de la estructura mental ordenada a base de conceptos, juicios, prejuicios, suposiciones− al caos del inconsciente. Estéticamente, esta primera persona, esta voz desenfrenada, era la única forma en que esa historia podía ser contada, y su brevedad corresponde a ese proceso casi brutal que caracteriza esos instantes cuando por fin captamos algo que nos marca, y entonces entendemos, y entonces nos rompemos.

Cubierta de La ciudad vencida de Yeniter Poleo | Rialta
Cubierta de ‘La ciudad vencida’ , de Yeniter Poleo

La ciudad vencida postula una crítica a la recurrente idealización de la Caracas de antaño. La novela recorre incisivamente buena parte de esa nostalgia por medio de eslóganes, publicidad, canciones. Esa ciudad idealizada publicitaria y consumida se contrasta con una Caracas del común. Se puede observar una tensión entre una Caracas de etiqueta y una Caracas popular. Bernard y Cariú son arquetipos de una y otra, pero también personajes en devenir: sus cosmovisiones mutan gracias a que se conocen. Hasta cierto punto, La ciudad vencida es una mirada de conciliación entre clases sociales. Teniendo en cuenta esto, y pensando en el título que les das a la novela, ¿en qué medida crees que esta influye en el modo de recordar, imaginar y narrar Caracas?

Fíjate, yo creo que en La ciudad… hay una crítica recurrente, sí, pero a la idealización de la democracia, no a la ciudad per se. Se creía que aquella ciudad cosmopolita, moderna, potente, rica, hedonista, elegante, era, por decir lo menos, el culmen de la civilidad y la democracia modelo en que supuestamente habían logrado convivir en armonía los opuestos: una polis donde las diferencias estaban conciliadas. Yo diría que solo un fractal de aquella autoimagen tuvo base, porque desde los años cincuenta hubo mucha movilidad social, tanto en lo económico como en lo cultural. El acceso amplio a la universidad y la educación en los diferentes niveles refrendaba esa idea de progreso. Pero cuando sucedió la crisis económica de 1983, la estructura crujió, y se fue resquebrajando vertiginosamente. Por eso, en mi novela el personaje de Magaly Prieto tuvo la misión de irnos advirtiendo que aquella estatua adulada, en realidad, estaba sucia y carcomida. Magaly es siempre el punto de inflexión en cada momento de la historia. Ahora, sí es cierto que hay un encuentro, un vaso comunicante entre el pasado y el presente de la ciudad mediante la relación entre Bernard y Cariú, pero −y esto es importante−, no es un encuentro entre opuestos, sino entre la apariencia de opuestos, porque aquella movilidad social había difuminado las distinciones evidentes. Bernard y Cariú vienen de un mismo lugar, se labran la vida, se hacen espacio. La diferencia entre ellos está en que Bernard se ha dejado embeber por la fastuosidad y la cree propia. Cariú, en cambio, aunque conoce nuevos placeres, no se deja deslumbrar: quiere moverse en la escala, aprovechar las ventajas, pero sin mentirse. Habría habido un vértice entre clases, si la historia se concentrara en la relación entre Deto y Cariú (que es bastante accidentada, por cierto), pero ya esa sería una telenovela al mejor estilo venezolano. Sin embargo, los mundos de Deto y Cariú se tocan gracias a la universidad, porque eso era posible en aquella época. Bernard y Cariú ofrecen un encuentro generacional, y son a la vez una misma ciudad, enfrentada, como toda creación humana, a la contradicción: la que se sigue aferrando a las formas, ya decadentes, y la que busca derrumbar y construir una nueva. Creo que la novela sí busca propiciar una mirada más amable sobre la ciudad, más sincera, sin el hechizo de la nostalgia, pero recuperando el patrimonio cultural que significó. Y busca también, con ello, valorarla, volver a quererla. Caracas fue una gran metrópoli, es verdad. La nuestra fue una democracia promisoria, también es verdad. Pero nos dejamos arrobar por la apariencia de belleza, prosperidad, estabilidad y mucha arrogancia. Por eso no se repararon a tiempo y de modo justo las múltiples grietas. Como Roma fue saqueada, incendiada, vencida.

Entiendo que La ciudad vencida nace del propósito de ubicar a Venezuela dentro del listado oprobioso de países con desaparecidos políticos. Has dicho que la idea de la novela salió al ver una exposición sobre desapariciones forzadas en contextos dictatoriales (Argentina, Chile, Brasil) o conflictos armados (Colombia, Guatemala). Para ti, sin embargo, lo particular del caso venezolano es que las desapariciones del Caracazo los homicidios extrajudiciales postrevuelta fueron cometidos en democracia. En ese sentido, tu novela es una crítica a la idea de gobiernos como el de Carlos Andrés Pérez, que hacían pasar la democracia venezolana como un pacto armónico entre petrodólares y sociedad civil. De aquí llego a dos preguntas: ¿cómo entiendes la relación entre novela y memoria (memoria y trauma, de nuevo, pero esta vez referido a las masacres y las desapariciones forzosas durante el Caracazo)? Y ¿cómo se posiciona tu obra frente a esa idea cínica de democracia?

Ciertamente la novela nace de la exploración sobre cómo fue posible que no solo en democracia, sino bajo la “mejor” democracia de aquellos momentos en América Latina, ocurrieran semejantes violaciones de derechos humanos, que se creían posibles solo bajo regímenes extremos o circunstancias indignas. Aquí vuelvo al punto mencionado antes: una democracia que no trabaja en la prevención de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, que no las sanciona, sino que las subestima, encubre y hasta convalida mediante la impunidad ¿es realmente democracia, o es solo un sistema electoral cuya estabilidad se logra sofocando, a veces brutal, a veces sutilmente, los conflictos? Sin embargo, es importante destacar que en La ciudad… se ensamblan diferentes hitos históricos, y de ningún modo es una crítica focal al gobierno de Pérez, que, en mi opinión, fue rescoldo de lo que ya venía destruyéndose. Claro que hubo en Venezuela un proyecto democrático real, aunque, paradójicamente, iniciado mediante un golpe de Estado, con el derrocamiento de Pérez Jiménez en 1958. Este proyecto lastimosamente se fue desvirtuando −eso es lo que representa el personaje del diputado Mancilla−, mutó en apenas una fachada democrática. Primero, las formas violentas de represión a la disidencia se mantuvieron. En los sesenta hubo brutales torturas a dirigentes comunistas o integrantes de la guerrilla y, durante los ochenta y noventa, se practicaron masacres aisladas. De hecho, la novela tiene una escena donde se narra el rescate de William Niehous, un ejecutivo estadounidense de la Owen Illinois secuestrado en 1976. Uno de los presuntos responsables, padre de dos miembros de la actual jerarquía del régimen, fue torturado hasta morir. Por otro lado, la fachada fue ornamentada a partir de 1975 debido al boom petrolero. Apenas empezó a faltar la plata debido a la corrupción, fue imposible ocultar las deficiencias del sistema: en 1988, hubo un célebre caso de falsos positivos con la masacre de El Amparo, que es el preámbulo donde Cariú se inicia en el periodismo, y al año siguiente sucedió el Caracazo, que fue la fractura final. Cuando Chávez dio el golpe de Estado en 1992, lo que hizo fue capitalizar años de descontento y padecimiento sociales, por eso recibió tanta aprobación. Y esto debió preocupar mucho: la democracia modélica recuperó la esperanza de justicia social y económica mediante la interrupción del hilo constitucional, pero solo pocas mentes tuvieron eso muy presente en 1999, cuando finalmente Chávez llegó a la presidencia por vía electoral.

Yeniter Poleo Charla | Rialta
Yeniter Poleo durante una charla en la Northfield Public Library de Minnesota

En fin, la novela va intercalando evidencias sobre un sistema construido con materiales baratos, de pésima calidad, que acaban derrumbándose y mostrando sus miserias a raíz del Caracazo. La exposición en el Museo de Arte Moderno de Bogotá que mencionas fue para mí un detonante. Vi en ese espejo el resultado de años de discursos. Hasta que no vi el uso desproporcionado de la fuerza pública durante el Caracazo en el mismo paredón de las atrocidades cometidas bajo dictaduras y conflictos armados, no fui capaz de ver la falsedad que nos había sido inculcada. Empecé a recordar lo que yo había vivido en el 89, lo que hice, y lo que no hice. Recordé todo lo que había olvidado, y me sentí responsable del olvido. Me reconocí como esa testigo impasible, esa tercera persona que evidencia la novela y entendí que, si aquellos crímenes hubiesen sido juzgados y reparados, si se hubiese trabajado colectivamente, definitivamente, la vulneración de derechos humanos que sucede hoy en Venezuela, y que algunos consideran inverosímil, no habría tenido el camino abonado. Entonces sí, hay una relación estrecha entre novela y memoria. No es indispensable, porque la novela puede ser escrita desde otros lugares distintos al dolor y al trauma, pero, de algún modo, cuando escribes hay algo que inconscientemente quieres reparar, algo que pasó y ha configurado tu cosmovisión.

Buena parte de La ciudad vencida transcurre en las instalaciones de un periódico. Esto permite una reflexión muy lúcida sobre la función del periodista en la sociedad, lo que me hizo pensar en los puntos de contacto con Recuerdos del escribano Isaías Caminha (1909), de la obra de Lima Barreto. Tu novela además se ocupa de darle al lector una visión de la radio como un medio de acción política directa. De hecho, hay una especie de tensión intelectual y política entre los alcances de la prensa y la radio. ¿Podrías ampliar un poco sobre la relación de tu novela con los medios de comunicación masiva?

Sí, me interesaba mucho ver estos dos sucesos, el Caracazo y el golpe de Estado de 1992, desde la espiral con que se atienden los imprevistos en una redacción periodística. En particular, una de las exiguas autocríticas en la sociedad venezolana que se hicieron a raíz del Caracazo apuntó al periodismo y hacia cómo se estimularon los saqueos del año 89 desde una narrativa heroica con el falso silogismo de “el pueblo tiene hambre, luego el pueblo tiene derecho a saquear”. Salvando las distancias sobre la intencionalidad, se puede reflexionar sobre lo que sucedió durante el Bogotazo en 1948, cuando desde la radio se avivó la ira de la gente para que saliera a la calle a vengar el asesinato de Gaitán. Sin embargo, de ahí, Colombia aprendió una lección: en 1985, la ministra Noemí Sanín ordenó la transmisión de un partido de fútbol en televisión para no exacerbar los ánimos debido a la toma del Palacio de Justicia en Bogotá.

Entonces, me interesaba el contraste entre el periodismo ejercido desde el deslumbramiento por el suceso y el que se ejerce desde la responsabilidad. Esto es la arruga en el lienzo marcada por el personaje de Magaly Prieto.

Ahora bien, lamento no conocer la obra de Lima Barreto, pero confío en tu criterio cuando vinculas ambas novelas. Pienso que en este ámbito, periodismo y novela, tenemos a Sostiene Pereira, de Tabucchi, con una estructura vertiginosa usada para relatar cómo se va transformando el mundo de aquel periodista cultural a partir de los sucesos políticos. O con Betibú, de Piñeiro. O El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez, donde la dinámica periodística es, de hecho, materia literaria. Pero también está el clásico Conversaciones en la catedral, de Vargas Llosa, aunque ahí se aborda el ajetreo del periodismo empírico, lo que fue la primera era.

Hay un salto que da Cariú desde el periodismo impreso al periodismo radial. A finales de los ochenta eso era muy frecuente en Venezuela, casi complementario, por más que fueran dos lenguajes, dos aproximaciones muy distintas al público. La radio en Venezuela tuvo una conexión muy importante con la gente; fue su compañera, su aliada, su emoción. Esto también lo vi en Colombia −estudiándolo, claro−, cuando hubo recesión eléctrica en los noventa, y en ese nexo identitario que establecen los narradores durante las transmisiones de las competencias ciclísticas. Hablando de esa empatía y mimetización ante el micrófono cuando se transmite un triunfo o una derrota colectiva, recuerdo ahora cómo en Autogol, de Ricardo Silva Romero, el comentarista que protagoniza la novela pierde la voz en el instante en que Andrés Escobar anota un gol en propia puerta, durante un partido del Mundial, y acaba con la posibilidad de que Colombia ganara. Que el personaje de Cariú pasara a la radio solo respondió a su propia motivación de incursionar en un área cónsona con su proyecto profesional, pero, ciertamente, ayudó a mostrar otro ángulo sobre la práctica de esa especialidad en ese entonces, uno que se desdibujó hasta desaparecer bajo la lógica avasallante del puro y duro entretenimiento bobalicón. De modo infausto, ese contacto con el espíritu comunitario que aún pervivía en la época se tragó también a Cariú. Hay muchas pérdidas en la novela: personales, sociales, culturales, porque se trata de una ciudad en estado de oxidación.

El 27 de febrero de 1989 ha sido objeto de múltiples asedios (institucionales, políticos, artísticos). Convertido en mito de origen del chavismo, el Caracazo ha sido cooptado como evento histórico que anticipa y justifica el advenimiento de la Revolución bolivariana. Por eso mismo, hay un empeño institucional por delimitar los sentidos de la revuelta, por administrar su legado. Desde mi óptica, en La ciudad vencida, luchas por desanclar el Caracazo de un único sentido histórico, por desmaniqueizarlo. ¿Cómo inscribes entonces tu novela dentro de esa tradición representacional del Caracazo?

Creo que “asedio” es una buena palabra para describir lo que implica el Caracazo en la mentalidad contemporánea venezolana, pero difiero en que se convirtió en mito de origen del chavismo. De hecho, esa ha sido la única idea, el único discurso que no le fue comprado a Chávez por las masas, pese a que insistió de forma notoria en su reproducción. En mi opinión, hubo una fuerte y eficiente resistencia a ello de parte de las víctimas organizadas en el comité de familiares, al final, las dolientes solitarias de lo que pasó en esas semanas de 1989. Ellas se negaron a que el Caracazo fuese politizado e incorporado a la religión chavista, aunque fue durante esa presidencia cuando el Estado venezolano recibió la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y se pagaron las indemnizaciones. Igual, fue evidente que la intención era un manoseo porque nunca se les hizo justicia. Hasta hoy no hay ni un solo responsable señalado ni sentenciado por los crímenes del Estado en el Caracazo. La ciudad vencida no es la primera novela venezolana sobre esto, pero sí creo que es de las pocas que le pone nombre, relata las vicisitudes de una víctima y se lanza al pozo séptico del dolor causado por el poder, la deleznable indiferencia civil y la mediocridad del liderazgo, que dejaron en soledad a quienes sufren la desigualdad. El Caracazo está en el núcleo de la novela de la misma forma que está en el centro de la tragedia venezolana actual.

Dentro de la literatura latinoamericana contemporánea cada vez son más escasos los escritores de oficio, es decir, los que se dedican exclusivamente a escribir. Y quizás sea Kike Ferrari el que mejor ha explotado su desvinculación absoluta de los privilegios de la ciudad letrada tradicional. De hecho, su literatura se vende muy bien hoy bajo el mote de “escritor proletario”, en referencia al modo intermitente de su escritura, escindida entre limpiar las estaciones del metro de Buenos Aires y publicar novelas. En su gran mayoría, los escritores contemporáneos trabajan en oficios distintos a la literatura. ¿Cómo vinculas tu vida laboral a tu escritura? ¿Cuáles son los alcances y limitaciones de esta “desprofesionalización” del escritor? ¿Te atrae el mecenazgo de las grandes editoriales?

Yo creería que el último movimiento que pudo aspirar a ese modelo de escritor profesional fue el boom latinoamericano, propiciado por Carmen Balcells, que invirtió todos sus esfuerzos para que Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar y Fuentes se consagraran a escribir. De resto, la mayoría ha tenido que ejercer la docencia, el periodismo y cualquier otra cantidad de oficios para alimentar cuerpo y espíritu. Que yo sepa, por ejemplo, Amélie Nothomb sí se dedica hoy día enteramente a escribir, pero Ursula K. Leguin fue profesora, igual que Margaret Atwood. Kundera sobrevivió un tiempo como pianista y Primo Levi nunca dejó de trabajar en la fábrica de pinturas de su familia. Vista desde afuera, mi vida laboral está disociada de mi vida como escritora. Por lo general, quienes me conocen en un terreno ignoran todo sobre el otro, pero desde dentro, siempre estoy observando, porque las personas son universos literarios fascinantes. Me detengo mucho en las entrelíneas que existen entre las declaraciones de principios y las acciones. Como inmigrante, por ejemplo, he acopiado múltiples manifestaciones de discriminación que en el discurso eran negadas y renegadas. Lo mismo como mujer. Incluso, en mis momentos más duros fuera de mi país, pude sobrevivir como correctora de estilo, profesora, asesora comunicacional o ghostwriter. En esas experiencias han surgido imágenes que han quedado escritas. ¿Si esto es una desventaja para mí? No lo puedo saber, porque no he conocido otra manera. Si uno se sienta a esperar que la vida sea justa y te entregue primorosamente todo lo que deseas, pues te mueres sentada. Me encantaría, claro, tener la posibilidad de Nothomb que va cada día a una oficina suya en la editorial, escribe en horario de oficina y bebe champán, pero ahora mismo. ¿Cómo sería la vida con un mecenazgo de respaldo?, no lo sé. Si sucede, amanecerá y veremos.

Yeniter Poleo durante una charla en la Northfield Public Library de Minnesota | Rialta
Yeniter Poleo durante una charla en la Northfield Public Library de Minnesota

Escribes desde Venezuela. ¿Cómo ves las relaciones entre los intelectuales y el bolivarianismo? ¿Cuál crees que es la función de los intelectuales/escritores frente al chavismo (o frente a su coletazo grosero, el madurismo)? ¿Cómo te posicionas frente a las políticas culturales de la Revolución? En últimas, ¿cómo vives, intelectualmente, el bolivarianismo?

Un hecho relevante sobre mi proceso creativo radica en el escenario de escritura. Ninguna de mis dos novelas publicadas, ni otros textos en los que he trabajado, han sido escritos en Venezuela. Lo que existe de mi escritura ha sido desarrollado en Bogotá, y, de hecho, uno de los motivos por los cuales emigré a Colombia fue precisamente para consolidar mi proyecto literario. Una vez leí que la escritora Edna O’Brien dijo que no había más remedio que partir cuando las raíces te afectan demasiado, palabras más, palabras menos. Y yo siento que hay algo avasallante en la realidad venezolana que me ha impedido escribir. Un asalto a mi sensibilidad personal debido a la urgencia por entender, asimilar, por sobrevivir, que no me ha permitido conciliar el esfuerzo creativo y la materialización. Venezuela, ciertamente, es un estímulo, estar allí me ubica, logro vivenciar, observar y padecer en directo, pero hasta ahora no he logrado el tránsito. Por otro lado, lo que llamas “bolivarianismo”, desde mi punto de vista, no existe en el sentido político que refieres. En todo caso, Colombia ha sido más bolivariana que Venezuela, en cuanto a rendir culto masivo a la figura de este prócer. Si bien la historiografía venezolana se caracterizó en los sesenta, setenta y ochenta por la concentración temática en torno a la figura de Bolívar −desde su pensamiento y discurso hasta sus nodrizas o su posible gusto por el mango− y durante en mis años de educación primaria y secundaria se tenía como icono, en la cotidianidad, esto no significaba un paradigma. Quizás lo que llamas “bolivarianismo” en tu pregunta se refiere a la obsesión personal del fallecido Hugo Chávez, quien se aferró a este referente para darle una dimensión histórica a su proyecto político. Sin embargo, es cierto que esto sucedió sin una asimilación honesta del personaje. Bolívar no fue un niño pobre, mucho menos comunista, ni tuvo un momento de “eureka” y se lanzó a liberar territorios. De hecho, Bolívar se vinculó a la idea de la independencia desde su condición de terrateniente, de español americano, que junto con sus compañeros de élite aspiraba al único poder que les faltaba por administrar, el poder político. Es verdad que, en ese proceso −y menos mal−, sus ideas evolucionaron y actuó en correspondencia. Pero el “bolivarianismo” aludido por Chávez es maniqueo, y, claro, es consecuencia de una deformación histórica propiciada desde la academia y la intelectualidad de finales del XX, que elevó la independencia como el único logro histórico meritorio, como si no hubiésemos tenido logros civiles. De hecho, es lo que la escritora venezolana Ana Teresa Torres profundiza en su libro La herencia de la tribu: la independencia “apuntala la noción de que para conquistar fines políticos son necesarios la guerra y los guerreros”. Eso está instalado en nuestra idiosincrasia y hoy pervive.

En cuanto a la responsabilidad de quienes fungen como intelectuales, hay mucha tela por donde cortar. Creo que es un tema que se ha padecido, se ha resistido, pero no se ha debatido. En el caso venezolano, el régimen chavista originó una división en toda la sociedad venezolana y alcanzó hasta el último resquicio de la esfera íntima y la esfera pública, en lo ideológico, lo político y lo emocional. Hubo familias rotas a la mitad y, por supuesto, hubo ruptura entre quienes formaban la élite intelectual, literaria y artística en general. Ha sucedido lo mismo con la agenda de los derechos de las mujeres, que quedó supeditada a la agenda política, y hoy solo se reivindica a las mujeres como madres de la Revolución. No obstante, mi reflexión no se circunscribe a la experiencia venezolana, porque no somos el primer país que ha sufrido un totalitarismo. Leer a Kundera, a Havel, evidencia que, cuando el arte se dirige al público desde el poder, no resulta más que propaganda tosca y grosera. Una estética de lo uniforme, como la de los totalitarismos, desconfigura la esencia del arte que es en sí disidente. A la literatura incluso más, porque pareciera moverse en el océano de las ideas, y digo “pareciera”, porque, aunque creo que la literatura es un acto político en su consecuencia, en realidad, es un acto muy personal en su causa. Fue justo Kundera quien se refirió al rechazo casi absoluto que fue recibiendo la idea del Gulag, no así la poesía totalitaria que conduce al Gulag. Ojalá los ojos internacionales pudiesen interesarse en el nocivo impacto que ha tenido el viraje propagandístico de las políticas culturales desde 2000 para acá en Venezuela. A lo interno, el Estado fue, desde mediados de los años setenta, difusor de la diversa producción literaria nacional, mediante Monte Ávila Editores, por ejemplo. Muchas personas quizás recuerden la impronta que dejó Venezuela en la cultura latinoamericana mediante el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, cuyo declive ha sido notorio. Sin olvidar diferentes iniciativas de largo aliento, como la interrupción de la Biblioteca Ayacucho, uno de los acervos más relevantes de América Latina. Similar sucede con la censura en los pocos medios de televisión y radio independientes, porque el Estado ocupa casi todo el espectro. El Estado muestra la realización de la Feria Internacional del Libro o del Festival Internacional de Teatro, pero la oferta que pone Venezuela en esos escenarios solo es la que está previamente aprobada por las autoridades, por supuesto, cónsono con su discurso político. Esta restricción es comprobable con solo visitar las escasas librerías sobrevivientes. Algunas han mutado debido a la prolongada emergencia humanitaria y son hoy expendios de cualquier tipo de productos, como alimentos o artículos de higiene. Por eso, el pulso que puede seguirse de nuevas producciones literarias del orbe se reduce a los primeros capítulos que algunas editoriales cuelgan en Internet. Hay un empobrecimiento intelectual generalizado, porque la energía se dedica a la mera supervivencia, aunque, por supuesto, la resistencia está, y eso es corajudo; y lo ves en la apuesta de pequeñas editoriales independientes o de espacios culturales reducidos, como la Fundación La Poeteca, que se empeña en conservar abierto un lugar para el encuentro con la poesía, y gestiona diferentes actividades para mantener viva la expresión y la conexión con la palabra.

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