Fabián Casas

Tal vez lo que más me guste de Fabián Casas, del Casas poeta y del Casas ensayista, sea su obsesión, a veces patológica, por la melancolía. Él sabe que ese sitio no conduce a nada bueno, lo ha dicho muchas veces, pero no logra irse de allí. Un anclaje insoportable que tira hacia adentro con la fuerza desmesurada y hermosa de la juventud. Nadie diría que se puede salir intacto de ese manoseo afectivo con el pasado, un territorio que, por otro lado, no para de crecer; sin embargo, justo en el filo del abismo Casas pone pie en pared, rompe el tiempo con un martillo y se deja arrastrar por el viaje cabal de la “impermanencia”. Así, le hace trampas al cerebro. Es una estrategia mental que le ha servido para sobrevivirse luego de algunas crisis depresivas –como el ritual de hacer la cama en las mañanas o practicar karate con sistematicidad–, y también para generar una escritura poderosa, de golpes secos y desencaje.

El tema de Casas con el pasado es algo tremendo. La falla emocional que lo vuelve un nostálgico incorregible viene a ser la misma que funda su identidad poética. Porque Casas necesita, a toda costa, escapar de un tiempo épico que ya no es más (“Todos los Olímpicos: algo que no se volvió a ver”, escribiría Yeats y repetirá el argentino como un mantra), y para ello construye el presente desde el lenguaje. Ladrillo sobre ladrillo, el mundo transcrito tal cual se le manifiesta, sin otra seña que la de su liturgia secular. De esa metodología nace una extrañeza que es el todo de su escritura, esa voz leve, coloquial, precisa, apuntando hacia afuera en una dirección que no es el futuro, desde luego, y que tampoco es el pasado en un sentido estricto, aunque lo contenga. Es, diríamos, el espacio en el que las cosas esenciales se están sucediendo, la memoria de la especie consumándose en el anonimato del día a día.

Hay un verso suyo que ilustra, de manera clara, el origen del vínculo enfermo de lucidez que establece Casas con el tiempo, y que es la pulsión de su obra entera, especialmente de la poesía. El verso es este: “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. Recuerdo el momento exacto en que lo leí, recuerdo el calambrazo antes del desasosiego, la duda, la tristeza; la fuerza del golpe, indiferente por completo al ordenamiento coherente de la lectura, como si los significados dejaran de importar a determinada altura, o como si no existiera un sentido atendible fuera de ese calambrazo bestial. El poema en cuestión –“Hace algún tiempo”– pertenece a uno de sus primeros libros, Tuca. Fabián tendría unos veinticuatro años cuando lo escribió. Parado en el centro mismo de su juventud comprende que la era de los dioses está por terminar y que no hay nada que hacer. Si acaso, encapsular el pasado para dosificarlo a cuentagotas a lo largo de ese ejercicio de domesticación que es la adultez del hombre y de la cultura (“El viejo corredor de los años, brillando, envasado al vacío”).

Con respecto a la melancolía estética de Casas, los autores de La tendencia materialista. Antología crítica de la poesía de los 90, apuntan con agudeza: “La obra de Casas es una elegía a los viejos buenos tiempos de juventud contracultural. Pero también es una asunción entrecortada del triunfo de la familia sobre los afanes de libertad y autodeterminación del joven. Para Casas la contracultura no puede tramitar el pasaje de la familia a la sociedad civil. No produce un individuo capaz de independizarse, sino un joven que se ve irremediablemente atado a la legislación atávica de la familia. No hay adultos en sus poemas: sólo jóvenes y viejos.”

Poco antes de la publicación de Tuca, Fabián se larga de Argentina, de un matrimonio inminente y del rol de intelectual recién graduado que le estaban destinados. Emprende un viaje por varios países sudamericanos (Perú, Bolivia, Colombia, Ecuador), vive seis meses en el Amazonas y profundiza en la noción de experiencia, que terminará definiendo –con una belleza increíble– como la conciencia de que “lo que vivimos va a morir con nosotros”. Casas se resiste a colonizar el fósil hueco de la juventud, y de ahí brota la angustia que lo atraviesa todo (“Y así / en este momento / a los pies de la cama de mi viejo / yo también prefiero morir antes que envejecer”). Porque Casas sigue vivo, naturalmente, emplazado en un estado de presente que le ha llevado a renunciar a la esperanza, algo que considera reaccionario e inútil, y a inventar el idioma privado de las cosas que han de irse demasiado temprano. Los padres, los amigos de la infancia, las revistas literarias de tirada corta, el rock, la perfección indolente, insoportable, de la juventud.

En ocasiones, se deja doblegar por la nostalgia y escribe desde la fibra intacta de todas las generaciones de muchachos espléndidos que han creído en la urgencia de una causa: “Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones. No esta vulgar indiferencia, esta pasión por la banalidad, esta ficcionalización con todos los tics de la peor TV de la tarde, los talk shows de Moria, y toda esa mierda”. Pero estos son raptos que sólo se permite en los predios del ensayo y luego de negar tres veces al Cortázar adolescente y esnob. En su poesía, sin embargo, Casas drena la emoción, va descorriendo, pacientemente, niveles y niveles de hojarasca retórica hasta llegar al hueso duro de la realidad, un punto en el que los experimentos con el lenguaje ceden, tienen que ceder, al poder de las cosas mismas. “Paso a nivel en Chacarita”, uno de sus poemas más icónicos, dice: “Los chicos ponen monedas en las vías / miran pasar el tren que lleva gente / hacia algún lado / Entonces corren y sacan las monedas / alisadas por las ruedas y el acero / se ríen, ponen más / sobre las mismas vías / y esperan el paso del próximo tren / Bueno, eso es todo”.

La tendencia objetivista de Fabián Casas no surge de la nada, se trata, en buena medida, de un entusiasmo generacional por el rescate de una serie de poetas norteamericanos y argentinos que les sugieren, a los poetas en formación de los noventa, la posibilidad de un lenguaje nuevo para hablar el presente. Y el presente es otra historia con estos chicos, como sucede siempre. Una época en la que están definiendo el eje cultural de la juventud la música rock, el cine gringo de ciencia ficción, la droga, el consumo desbordado de programas televisivos. Y estos jóvenes escritores, contrario a lo que cabría esperar, o conforme a lo que cabría esperar, no quieren saber nada de los autores del boom, ni de revolucionar el mundo, no quieren saber, siquiera, de los beatniks, esos grandes contraculturales de los tiempos recientes. Ellos buscan en otros sitios, por su cuenta, ansiosos por romper el ciclo centrífugo de la épica lucida, noble o decididamente herética, instruida, utópica, absoluta. Entonces se dan de bruces con William Carlos Williams y su poética de “no ideas, sino en las cosas”, y con el Oppen de “Claridad / En el sentido de transparencia / No creo que se pueda explicar más”, y también con un Joaquín Giannuzzi olvidado, que declara en voz baja: “Me queda esto / Una porción de vida que me cansó de antemano / Un poema paralizado en mitad de camino / hacia una conclusión desconocida / un resto de café en la taza / que por alguna razón / nunca me atreví a apurar hasta el fondo”, y con el Girri de “cuando la idea del yo se aleja”; en otras palabras, con toda esa gente apostada sobre el ruido sordo de la vida corriente, que aspira a ser un canal vaciado, limpio, para que lo metafísico, de haberlo, brote en sus propios términos.

Junto a un grupo sustancioso de esos poetas (José Villa, Daniel Durán, Mario Varela, Darío Rojo…), Casas funda 18 Whiskys. ¿Existe un acto más encendido, inadecuado y decididamente joven que el de fundar una revista de poesía –¿y, encima, nombrarla 18 Whiskys?– Pocas cosas, la verdad. La revista saca dos números dobles, uno de ellos (3 y 4) dedicado a W. C. Williams, que bien podría leerse como el manifiesto estético de estos neobjetivistas de barrio amantes del rock. En el volumen aparecen par de textos de Casas, ambos breves, ambos anticipos de su ensayística posterior. Allí está ya la piedra basal, recién formada, de lo que vendrá luego, a saber, esa vocación anecdótica –que el argentino achaca a su falta de imaginación–, el uso disruptivo y fresco del lenguaje, el empleo de frases aforísticas, letales, capaces de quedarse rodando en nuestra mente como enloquecidas bolas de billar, con un sentido escurridizo y cambiante, aunque igualmente inobjetable cada vez ¡Es un genio a la hora de ensayar! Incluso en sus debilidades encuentra Fabián la puerta de acceso, es decir, desarrolla a partir de los fallos una sorprendente política de la radicalidad. Insiste en lo que nadie espera que se pueda o deba profundizar, es sentimental por momentos y le sale bien, demasiado orientalista a veces y le sale bien, políticamente incorrecto (tiene la hipótesis de que la derecha escribe mejor que la izquierda, a pesar de reconocerse él mismo como un escritor de izquierdas), comprometido hasta el fondo con sus fetiches literarios y con sus amigos.

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Es lindo verlo apasionarse con algún autor. Sobre Beckett dice: “¿Se puede seguir escribiendo después de Beckett? La respuesta, amigos, está soplando en el tiempo: sí. Cuando un escritor es extraordinario –como lo es el papá de Molloy–, lo que hace es abrir la paleta de percepciones, no clausurar. A lo sumo, la pelea por el agotamiento de la obra es algo que padece él consigo mismo”. En otro ensayo, en el que narra de manera entrañable su relación con Ricardo Zelarayán, cierra diciendo: “En fin, un tipo escribe unos libros muy flacos, de pocas páginas. Y para algunos se convierte en el mejor escritor de mundo. De hecho, ciertos lugares donde suceden sus relatos se modifican para siempre en la percepción de sus lectores. Algunas de las palabras que él utiliza se vuelven más intensas y les sirven a otros para decir algo que no sabían cómo decir”.

Varias ideas recurrentes en Casas se desplazan de la poesía a la narrativa, del ensayo a la poesía con la misma velocidad con que son arrojadas al extrarradio de la literatura. En numerosas entrevistas ha declarado que lo que sirve para escribir tiene que servir también para vivir. Y claro, lleva razón. De otro modo, la escritura está tentada a convertirse en mero ceremonial retórico. Pirotecnia del ego. Una de esas cuestiones que da vueltas recurrentes por el cuerpo mestizo de su obra es la noción de originalidad y su absurda sobrestimación social. Casas entiende la originalidad como un invento de la cultura capitalista que, en realidad, no vale para nada. La retribución emocional que nos promete resulta demasiado costosa, una dosis pequeña de endorfinas que a determinada altura termina acumulándose y resultando venenosa para la salud del yo.

La otra cuestión, y más importante, es la posibilidad que, asegura, ofrece cierta literatura de trazar “surcos nuevos en la fonola que tenemos en la cabeza”. Esto es: posicionarnos en un terreno que no sabíamos existía, o que bien hemos horadado de cero sin estar al tanto de su potencial explosivo. Casas lo expresa de este modo parado en el umbral del cine, que es el umbral de la creación en cualquiera de sus vertientes: “Voy a cometer la estupidez de enunciar una ley estrictamente personal: el cine que me impacta es ese que, en un movimiento mental spinoziano, intenta salirse del cine porque ahí sólo se puede aspirar a ganar algún festival y ocupar un lugar como jurado en otra futura fecha de otro bendito evento cinematográfico. Eso no tiene que ver con filmar poemas”.

La mediación en la escritura de Casas de la vida doméstica, del hecho particular, objetivo, de lo experiencial e imperfecto, del hombre en su naturaleza ancestral, ha generado que algunos desconfíen de él y de esa suerte de wabi literario que desarrolla. Por otra parte, y volviendo a lo que parece una fijación persistente con el pasado –no con el pasado inmediato, digamos, ni siquiera con el pasado íntimo del Fabián que una vez fue joven, sino con la idea fundacional de las cosas, cuando todo está aún por definirse y la escritura se halla “en estado de pregunta”–, Fabián puede resultar entrañable de más, ya saben lo que eso significa. Y esa honestidad desatada a contrapelo de la prudencia, a mí me resulta hipnótica. El Fabián que defiende a Serrat sin importarle una mierda lo que digan, que sube a Spinetta al podio de los olímpicos con una vehemencia de otro planeta (el único lugar en el que puede estar, ciertamente), que reconoce que fusiló a Giannuzzi en sus inicios literarios, el Fabián que sobre la obra de Saer dice: “Y también está Glosa, esa novela que, cuando la recuerdo, me llena los ojos de lágrimas y me pone la piel de gallina. Porque no se puede escribir tan bien. La escritura como algo físico. Como decía Borges, algo que impactaba como la presencia del mar”, y cuyo autorretrato es un poema mínimo: “Una casa abandonada / rodeada de un jardín agreste / con la luz de la entrada encendida / para que no parezca / una casa abandonada”. En fin, esa manera de sacudir que opera en un área de riesgo, enterada de que un mal paso se llevará el tren por delante y, con él, al lector más comprometido. Pero si da en el blanco, bueno, si da en el blanco the winner takes it all.

Una de las historias que más repite Casas –en todas las emisoras de radio insisten en que la relate de nuevo– es la de su primer encuentro con Samuel Beckett. Fabián tiene unos veintitantos, se halla en un camping en Miramar y alguien, un amigo que no puede pagar su estancia allí, le pide que le desmonte el chiringuito y que le lleve luego su carpa. Cuando Fabián está desarmando aquello, y como si de un acontecimiento se tratara, Molloy, la novela del irlandés cae a sus pies. Abre el libro y lee las primeras líneas con estupor, pasa las páginas, lee otras líneas, observa detenidamente la foto de la solapa. El hombre de ojos claros y nariz aguileña que le sostiene la mirada es una premonición. Pudo haberlo dejado en su sitio –al libro y al escritor– pero devoró aquella novela que le voló la cabeza y ya nada pudo ser igual. Es una imagen memorable la de Fabián leyendo Molloy sentado en el núcleo hirviente de un camping hippie durante los años noventa. Las muchas veces que pienso en ella vuelve el latigazo del verso aquel de “Hace algún tiempo”, el poema por el que yo le entré a Casas. El poema que me empujó al intestino de esa máquina de fabricar pasado que es la escritura del argentino.

Aquí lo dejo entero, para el que haya estado en ese sitio:

Hace algún tiempo
fuimos todas las películas de amor mundiales
todos los árboles del infierno.
Viajábamos en trenes que unían nuestros cuerpos
a la velocidad del deseo.

Como siempre, la lluvia caía en todas partes.

Hoy nos encontramos en la calle.
Ella estaba con su marido y su hijo;
éramos el gran anacronismo del amor,
la parte pendiente de un montaje absurdo.
Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia.

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Daleysi Moya (La Habana, 1985). Crítica y curadora de artes visuales. Licenciada y Máster en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Se ha desempeñado como curadora en las galerías habaneras La Casona, La Acacia y Servando Cabrera. Actualmente trabaja en el proyecto de arte contemporáneo El Apartamento. Además de su labor curatorial, desarrolla la crítica de arte de modo sistemático. Ha colaborado con publicaciones impresas y digitales sobre cultura y artes plásticas. En el año 2015 obtuvo mención en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros, en La Habana, Cuba.

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