Cuando se trata de Cuba, parece no haber términos medios. La isla es un paraíso social o un infierno en la tierra. Conducta impropia, que cierra la edición de este año de New Directors –y que ha demostrado ser la más atractiva de la serie–, adopta esta última posición con fuerza. Realizada por dos exiliados cubanos (el mundialmente famoso director de fotografía Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal –codirector de El súper–), la película no tiene ni una palabra a favor de la Revolución ni ningún comentario sobre las condiciones que la inspiraron; incluso contando con Seeing Red, Conducta impropia podría ser el documental político más polémico del año.

Entre las muchas y brillantes observaciones realizadas por Hugh Thomas en su monumental historia Cuba: The Pursuit of Freedom, se encuentra la caracterización de la Revolución cubana como “quizás más amenazante para Norteamérica que para Sudamérica, ya que comenzaría con un reproche a las ansias de opulencia y los estándares norteamericanos”. Para algunos izquierdistas estadounidenses, el apoyo a Cuba es un artículo de fe; a sus ojos, Cuba tiene un significado similar al de Israel para muchos judíos estadounidenses. Es un país cuya mera existencia demuestra que los milagros pueden ocurrir. Como mínimo, Cuba demuestra que un régimen revolucionario puede sostenerse bajo el mismo pico del águila estadounidense, y, en consecuencia, casi cualquier cosa puede ser racionalizada en su nombre.

Conducta impropia demuestra, entre otras cosas, que los documentales no tienen por qué ser estéticamente crudos. La película está magníficamente rodada, exquisitamente iluminada y sensiblemente grabada. Las imágenes de los niños marielitos descansando en la playa de Miami son tan glamurosas como cualquiera de Pauline á la Plage; pero que no haya equivocación: Conducta impropia es cosa fuerte. Para mantener la analogía con Israel, podría subtitularse, siguiendo a Edward Said, “El castrismo desde el punto de vista de sus víctimas” (las víctimas, en este caso, son los hippies, los ultraizquierdistas, los antiguos fidelistas, los escritores disidentes y otros acusados de “conducta impropia”, sobre todo los homosexuales). El elenco de exiliados de la película se compone principalmente de escritores (Reinaldo Arenas, Herberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Franqui, Armando Valladares, Ana María Simo, René Ariza), e incluye, en pos del equilibrio, un exviceministro y un transformista. Todos son extremadamente elocuentes a la hora de describir sus experiencias en los tristemente célebres campos de trabajo forzado de las UMAP, de explicar los humillantes protocolos de impersonalidad o de condenar el sistema de vigilancia de las asociaciones vecinales conocidas como Comités de Defensa de la Revolución.

A pesar de que muchas de las imágenes son condenatorias, no hace falta ser un apologeta de Castro para darse cuenta de que el juego está arreglado. La Cuba de los cineastas existe en un vacío virtual; la única referencia histórica que permite el entrevistador Jiménez Leal es la Alemania nazi. Los entrevistados en Conducta impropia son, en su inmensa mayoría, blancos y de clase media –una de las razones, quizás, por las que la película puede ignorar tan fácilmente cualquier avance que haya hecho Cuba en materia de igualdad social desde el inicio de la Revolución. (La acusación de racismo continuo sería más convincente, por ejemplo, si viniera de un cubano negro.) Además, hay una diferencia entre Herberto Padilla, que fue preso por escribir un poema, y Armando Valladares, que fue preso por su implicación en el régimen de Batista y sus posteriores actividades contrarrevolucionarias. Y hay una diferencia entre las críticas de los antiguos fidelistas y las exageraciones de un antiguo guía turístico. (Puede que haya fábricas y granjas “modelo” creadas especialmente para los extranjeros que las visitan, pero sencillamente no es cierto que una vez que te alejas de la ruta turística prescrita –que en mi experiencia no existió– descubras que La Habana es “un horror”. La ciudad es pobre, pero no es el South Bronx).

Almendros y Jiménez Leal homogeneizan todos los puntos de vista, y muchas afirmaciones son lamentablemente abreviadas. Así, un sensacional relato sobre la “nueva prostitución” –restringida a los miembros del cuerpo diplomático y a las personalidades visitantes– es interrumpido antes de terminar, al igual que una descripción de esas misteriosas prostitutas libres a las que los turistas pueden tener por dos paquetes de cigarrillos. Del mismo modo, cuando Susan Sontag (entrevistada con un ejemplar de Gramsci que sobresale ostentosamente de su estantería) denuncia “la evolución de la cultura comunista hacia un ideal militar”, no se consigue averiguar si va a plantear el punto obvio de que Cuba, al igual que Israel, tiene razones legítimas para desconfiar de sus vecinos.

El testimonio más poderoso de Conducta impropia es la bárbara persecución a los homosexuales en Cuba. Pero incluso esto es más complicado de lo que deja ver la película. Según un artículo sobre la homofobia cubana que aparecerá en el próximo número de la revista feminista Signs, “la CIA convirtió en objetivo a la intelectualidad homosexual [en Cuba] y procuró persuadir a sus miembros a la deserción, bajo la promesa de generosas subvenciones académicas y contratos editoriales. También se utilizó la táctica más rentable del chantaje… Carlos Alberto Montaner, un escritor anticastrista radicado en Madrid, por ejemplo, publicó dos páginas enteras con una lista de nombres de homosexuales dentro de Cuba en un intento de desacreditarlos y animarlos a emigrar”. La homofobia cubana no fue creada por los fidelistas por mucho que, en su puritanismo revolucionario, estos la hayan explotado. El problema cubano con la homosexualidad no es algo en lo que la película se incline a profundizar (por mucho que pueda figurar en una teoría freudiana de la paranoia cubana). Sin embargo, es algo que se reproduce inconscientemente, ya que varios exiliados anuncian con satisfacción que “muchos dirigentes cubanos son homosexuales varoniles, especialmente la policía”.

Llamar maricones a los policías es una forma dudosa de desacreditar al régimen. Del mismo modo, cuando se muestra a Fidel jugando al baloncesto con un grupo de mujeres o se le describe recorriendo un campamento de las UMAP como “una marquesa inspeccionando a sus siervos”, es menos un ataque a su política que un asalto vudú a sus cojones. Thomas califica a Cuba como “un país donde la política, la magia y la religión son provincias vecinas, a veces sin fronteras”, y en la medida en que Almendros y Jiménez Leal optan por la ahistoricidad, Conducta impropia es una obra que difumina más aún las fronteras.

* Traducción de Rialta Staff.

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