Ser surrealista, he aquí una cosa que, para un cubano, no presenta verdaderas dificultades. Lo mismo que, si hay un país hoy en que resulte natural sentirse revolucionario, este país es Cuba. Por supuesto, siempre habrá no poca gente, aquí como en otros sitios, que no se sentirán nunca ni revolucionarios ni surrealistas. Pero no vale la pena ocuparse de ellos –a pesar de su número y del peso muerto que constituyen.

Lo que me interesa, en cambio –es más, lo que me apasiona– es que una de las últimas colecciones de poesía publicadas en Cuba se llama Surrealidad. Su autor, Pedro Pérez Sarduy, tiene veinticuatro años. Sí, lo que me interesa –más aun, lo que me encanta– es la actividad gráfica y pictórica de estos autodidactas de la provincia de Las Villas, campesinos y peque­ños artesanos como Isabel Castellanos o Miguel Hernández, cuya existencia nos han dado a conocer los estudios de Samuel Feijóo. A propósito de ellos, se puede hablar de surrealismo “en estado salvaje” –quiere decir, en estado puro–. Y además, ¿tengo que disculparme por recordar que las más elevadas expresiones del arte cubano de hoy conciernen directamente al surrealismo?

En primer lugar, Wifredo Lam quien ha sabido brindar una imagen tan cautivadora y justa de una tierra, de su flora, de su fauna y de sus habitantes. Yo me atrevo a afirmar que la Revolución cubana, lo que ella misma es en profundidad en el corazón de los hombres y de las mujeres que la hacen, eso se lee a libro abierto en los cuadros de Lam. El casamiento de las savias se lleva a cabo en el relincho del deseo, las mujeres-cocoteros son promesa del gozo y la fecundidad, el rapto de los pájaros se confunde con el viento que azota las palmas…

En el camino abierto por Lam a machetazos, dos jóvenes artistas que Cuba aún conoce poco, y que necesita a toda costa descubrir: Jorge Camacho, Agustín Cárdenas. Si el poeta Antonin Artaud soñaba hace treinta y cinco años con un “teatro de la crueldad”, el pintor Camacho nos revela hoy una verdadera “pintura de la crueldad”. El amor y el odio son en ella llevados al estado de tensión máxima: uñas de hierro y miradas ávidas tratan de encontrar, debajo de la corteza del mundo convulsionado de hoy, la pulpa apetitosa de la felicidad. Entre las manos del escultor Cárdenas, el bosque se transforma en asamblea de hadas que se dicen al oído sus secretos. Pocas veces había conocido la escultura una elegancia semejante.

Faltan, evidentemente, Jean Benoît, Adrien Dax, Gabriel der Kevorkian, Jean-Claude Silbermann, para citar sólo unos cuantos de los representantes del surrealismo actual. Otros amigos de los surrealistas como Alechinsky o Télémaque se encuentran situados en otras salas. Por lo demás, hay que subrayar de paso que un Richard Lindner, un Adami, un Comedle o un Alan Davie, tienen, en fin de cuentas, más relaciones profundas con el surrealismo que otros que se llaman ellos mismos “surrealistas”. Lam, Camacho, Cárdenas: aquí está el surrealismo viviente, que no es la escuela de lo extraño, sino la exploración del hombre interior.

Surrealistas auténticos son el chileno Matta con sus fabulosas explosiones celestes –el hombre hace el amor con el universo entero–; la checoslovaca Toyen, gracias a la cual los objetos de todos los días se envuelven en el misterio, se convierten en fantasmas seductores; el catalán Miró, que ha dado a su país lo que Lam al suyo; el sueco Svanberg, uno de cuyos collages de fotografías en colores ilustra esta celebración de la mujer a que está dedicada toda su obra.

Ateniéndonos a estos siete nombres, tenemos una imagen incompleta pero válida de la extrema diversidad de soluciones plásticas a la cual el surrealismo debe el sobrevivir alegremente a las modas efímeras. Pero –ya lo he dado a entender– los cubanos más que los parisinos, tienen en común con los surrealistas, la admiración de este árbol de hechicería, rasero del verdadero lirismo de la visión: el flamboyán.

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