Cartel Juan Padrón (1947-2020), diseño Pilar Fernández Melo
Cartel Juan Padrón (1947-2020), diseño Pilar Fernández Melo

“Vendo enanitos verdes”. Resulta asombrosa la cantidad de cubanos que no sólo la utilizan, sino recuerdan perfectamente de dónde sale esta frase. Y es que Juan Padrón es parte del puñado de personas que nos fueron cambiando el idioma, que nos fueron enriqueciendo la paradoja (el oxímoron) que es el español cubano, a través de dos de los medios más despreciados de la boca pa’ afuera y más queridos en secreto: la historieta y el animado.

Mi primer choque con la obra de Juan Padrón fue, por supuesto, con Elpidio Valdés, de quien digo sin miedo que es el primer superhéroe cubano –quizás tenga algún antecedente cronológico, pero no hay ningún otro personaje que abarque a la vez el cariño, la gracia y el respeto de este guajirito de Jutía Dulce, devenido pesadilla del ejército colonial español–. Padrón buscaba siempre la aventura y la diversión, pero esto no significó nunca que no le apuntase al verismo, a la realidad histórica de nuestros mambises, y recuerdo con la tristeza de los libros perdidos, su maravilloso El libro del mambí, donde aprendí quizás más sobre la guerra de independencia, y ciertamente de forma más amena, que en todos los años de repetidas clases de historia de Cuba.

También recuerdo mi primer y brevísimo choque con Vampiros en La Habana, discutiblemente una de nuestras mejores películas, y que le ha dejado más frases al vocabulario nacional que el resto del cine cubano. De niño, esa era la película que yo quería, y las imposibilidades logísticas de los noventa hicieron que sólo pudiera verla entera mucho más tarde. Es simultáneamente sublime, ridícula, y consciente de ambas cosas, por lo que marcha con el desparpajo de las obras maestras. Nadie pudiera adivinar que Padrón la improvisó en una noche, para poder vender un proyecto a unos productores europeos. Y supongo que ese era su genio, la capacidad de fluir hacia la creación, y sacar conejos no ya del sombrero, sino del mismo aire. Supongo también que esa es la meta final de todos los animadores.

Pocos artistas del cómic o el animado han sido tan relevantes dentro de sus países. A tientas, se me ocurren Hergé en Bélgica, y quizás Jack Kirby en los Estados Unidos, pero el paralelo más cercano lo veo en Osamu Tezuka en Japón, quien definió un antes y un después en ambas formas, y en la manera en que eran percibidas. Padrón fue también un hombre de industria, y sus animaciones cortas (Filminutos) como sus películas y series (Más se perdió en Cuba) apoyaron muchísimo al ICAIC durante la crisis de los años noventa. Después de retirarse de la animación, retomó sus personajes principales, Elpidio Valdés y Pepito el vampiro (Wolfgang Amadeus von Drácula), en novelas que ampliaban lo ya visto en películas, y donde se podía descubrir otra parte de ese lenguaje juguetón que tanto me atrajera de niño.

Entonces, adiós Juanpa, y entre todas las enseñanzas que me dejas, guardo la de cómo debe uno enfrentarse a la vida: “Al machete y con la luz apagada.”

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DANIEL CRUCES PÉREZ
Daniel Cruces Pérez (La Habana, 1983). Diletante, nadador de piscina bajita. Su aversión al trabajo, y en general a todo tipo de esfuerzos, lo encaminaron hacia las ciencias puras, la traducción, y eventualmente el cine. De alguna manera logra balancear sus cinco trabajos (web de educación matemática, actor de teatro, productor de animación, escritor de cómic, traductor) con una apatía en general por hacerlos. En 2016 fundó el Casa Cruces Estudio, dedicado a la animación con pretensiones artísticas. Su primera película, “La Caravana”, se terminará en algún momento, con suerte, cercano. Actual y marginalmente reside en La Habana, hasta que deje de hacerlo.

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