Parque infantil en Amadora, al norte de Lisboa (FOTO Edgar Ariel)
Parque infantil en Amadora, al norte de Lisboa (FOTO Edgar Ariel)

En menos de una semana, dos Louis salen de la vida del modisto Marc Jacobs. Tras romper su relación de dieciséis años con Louis Vuitton, Marc rompe con su novio de Belo Horizonte Harry Louis. Mientras que la ruptura con la casa francesa sucedió en el Cour Carré del Louvre, para hacerlo público, la estrella porno Harry Louis publica en Instagram una foto tomada en el backstage del último desfile de Jacobs con Vuitton.

La foto tiene un filtro.

El filtro es un cristal hecho pedazos.

Hecho añicos.

Un mar congelado.

Hecho añicos.

Sobre él cae un yunque.

Y lo astilla.

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Yo y Marc hemos decidido romper con nuestra relación como novios. Como novios cumplimos dos años, aunque hace unos meses rompimos brevemente. Marc es una persona maravillosa y creo que merece un novio que esté en, al menos, una de las ciudades en las que vive. La vida continúa para todos nosotros. Y para aquellos que rogaban para que llegara este día, aquí lo tienen. Marc Jacobs y Harry Louis ya no son pareja.

(Otro ex de Marc, Lorenzo Martone, también anunció la ruptura a través de las redes sociales).

Marc rediseña su vida. La boda paralizó Manhattan. Esa ciudad de cosas inadvertidas. La boda hizo temblar a Nueva York como una niña. (¡Ay, Wall Street!). En esa boca de río donde el Hudson se emborracha con aceite. (¡Esa esponja gris!). Es el día más feliz de su vida. Sí, quiero. El gran sí. Jacobs se ha casado con el modelo y empresario Char Defrancesco.

Su nombre completo es Charlie, pero Char es el cariñoso apodo que le dio Marc. Aunque es modelo, especialmente de ropa interior, su gran pasión es hacer velas. Se describe en su página web como un gran enamorado del aroma y el estilo, de los objetos de opulencia y la belleza, de lo único y lo exquisito, de la alquimia, la moda, la cultura callejera y los diseños de interiores. Anuncia, además, que está trabajando con maestros perfumistas. Sin compromisos, dice. Dice que se toma su tiempo. Su tiempo hasta que cada perfume es perfecto.

Velas de lujo.

Amores pirograbados.

Para pedirle matrimonio, Marc organizó un flashmob en un restaurante de comida rápida de la cadena Chipotle. La pareja, en la boda, lució trajes color verde esmeralda. Jacobs lució un broche de diamantes con forma de pingüino.

Marc tiene tatuado a Bob Esponja.

Char, por un lado, posee una marca de velas llamada A Bougie Candle. Entre sus aromas: Lit y Bae. Sus clientes incluyen a Naomi Campbell.

Harry, por otro, se llama Edgar y tiene un negocio de chocolates en Londres.

*  *  *

Como loca, busca a su hija que se ha perdido. Se le ha perdido. Se le ha desprendido de las manos. La busca en un parque infantil sabiendo que un parque infantil todas las niñas son iguales. La felicidad las homologa. Mira hacia arriba como si su hija le fuera a caer del cielo. Mira hacia el frente directo a los ojos de las otras madres como si las otras madres tuvieran la culpa, la respuesta, las ganas de también dejarlo todo y ponerse a buscar. Mira hacia abajo como si, debajo de sus pies, estuviera ella, su hija, escondida.

Tiene en la mano derecha un bolso de Continente con las últimas compras. Continente es una cadena de supermercados muy popular en Portugal. Antes de desaparecer, la niña le pidió una paleta revestida de chocolate y se fue. Ella buscó un sitio cómodo, a la sombra, alejada de las otras madres, y prendió un cigarrillo.

A su lado se sentó el padre de un niño regordete. De esos niños que no se están tranquilos y que se pasan tres horas seguidas comiendo algodones de azúcar. Ella lamentó, por un momento, que no hubiera más bancos. Miró hacia donde yo estaba y no se fio de mí, un tipo extraño que lo miraba todo, fijamente, y escribía en una libretica todo eso que veía. Prefirió aguantarle las malacrianzas a ese niño. Hizo bien.

Se entretuvo. Ese parque en el centro de Amadora, al norte de Lisboa, es muy entretenido. Frente a mí casi siempre estuvo de perfil. Primero, para evitar rozar miradas con el papá sentado a su lado, y segundo, para mirar a los cisnes gigantes en el lago artificial. Una que otra vez sí me miró, pero solo de corrida para mirar a su lado, de soslayo. Ojitos que alegran a cualquiera. Punzones que no pinchan, pero que pudieran hacerlo si nos movemos un tin, como de casualidad.

En el centro del parque hay un lago artificial. No se puede decir que es grande. En una esquina hay una fuente con una docena de chorros a propulsión que, en partículas muy finas, llegan hasta nosotros por el viento. El aire y el agua hacen que el lugar sea más frío de lo que realmente es. En el centro seis cisnes blancos de plástico se mueven con una parsimonia muy característica de los cisnes. Los cisnes parecen todos de plástico. Los vivos y estos, muertos en su plasticidad.

En la base del cuello los cisnes tienen pintados números. Dos, diez, tres, cinco. Sobre el cisne número cinco una pareja de novios se besa. Es una imagen tan tierna. Es un cisne plástico en un lago artificial.

Más allá sigue el parque en una pendiente rematada por la Escuela Superior de Teatro y Cine. Allí arriba hay una pérgola con techo azul y muchos hombres jubilados. Todos con camisas a cuadros y pantalones de mezclilla. La moda de sus veinte años. En mesas de a seis juegan a los naipes. Uno le dice a otro: “No me vas a ganar porque ya perdiste. Se nace vencedor, o no. Tú eres un flequillo en la melena de mi victoria”.

Un grupo de africanos, sentados a unos metros, los miran con envidia. Para ellos el juego radica en pescar algo de comida. Para la pesca tienen pocos señuelos y una única caña; la caña de la sobrevivencia.

¿Qué somos frente a los otros?

Ella es bien blanca y rubia. Su hija es igual de rubia y debe estar en los columpios, o en el cachumbambé, o en las canales. Ella no se ha dado cuenta de que en este parque no hay canales. Pero en todos los parques infantiles hay canales y ella cree que su hija, ahora con el pelo rubio negro de chocolate, está rodando hacia la felicidad.

Limpia los espejuelos empañados por el agua que llega hasta aquí proveniente de la fuente y aprovecha para preguntarle al papá que tiene a su lado si le puede prestar un pañuelo. Él le dice que no, desaprovechando la única oportunidad que tendrá en toda la tarde. Ya los hombres no usan pañuelos. Ya el amor no comienza sobre una tela de algodón.

—¡Clara! ¡Clara! ¡Clara!

Sobresaltada se levanta del banco y comienza a gritar. En una mano el bolso de Continente y en la otra un sombrerito rosado.

—¡Clara! ¡Clara! ¡Clara!

El papá le pregunta qué sucede y al darse cuenta la abandona y busca a su hijo, al lado de la máquina algodonera.

—¡Clara! ¡Clara! ¡Clara!

Encima, como un animal de otro mundo, unos tubos transparentes se entrecruzan y los niños, a gatas, van de un lugar a otro. Nuestra madre está segura de que Clara tiene que estar ahí, en alguna parte, en algún escondite de ese estómago transparente, de calamar.

En medio de todo este alborozo, frente a toda esa desesperación, frente a esa madre encolerizada, no sé por qué, recuerdo eso que le escribió Harry, que se llama igual que yo, a Marc: “la vida continúa para todos nosotros”.

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EDGAR ARIEL
Edgar Ariel Leyva González (Holguín, Cuba, 1994). Periodista, investigador y crítico de arte. Máster en Estudios Teóricos de la Danza (2020) en la Universidad de las Artes de Cuba (ISA) y Licenciado en Periodismo (2018) en la Universidad de Holguín. Es egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Actualmente investiga sobre la configuración de la estética poscrítica en Cuba. Forma parte del Staff de Rialta.

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