Los pueblos democráticos, que han introducido la libertad en la esfera política, al mismo tiempo que aumentaban el despotismo en la esfera administrativa, han sido conducidos a singularidades bien extrañas.
Alexis de Tocqueville

Las noticias del telediario nos recuerdan algunas de las principales tendencias vaticinadas por pensadores, clásicos y actuales, de lo político. Hace apenas unos años, en su libro sobre las crisis periódicas de la democracia, el teórico político David Runciman señalaba cuatro desafíos sistémicos –guerras, debacle financiera, ascenso de poderes rivales y crisis medioambiental– que amenazarían raigalmente a la democracia en este siglo.[1] Considerando la actual pandemia como una expresión de la variable ambiental, parece que ahora apenas nos falta lo militar para completar el cuadro de una crisis globalizada que se abate sobre los regímenes y sociedades de todo el orbe. El contagio y el despotismo se refuerzan mutuamente sobre la base de la manipulación, el temor y la incertidumbre.[2]

Tal situación genera mayor desasosiego allí donde es posible constatar y debatir públicamente la deriva autocrática. En el capítulo sexto (cuarta parte, libro segundo)[3] de su magistral estudio sobre la república americana,[4] Alexis de Tocqueville anticipó cierta tendencia despótica abrigada en el seno de las naciones democráticas. Una fisiología autoritaria, latente bajo la epidermis de una anatomía democrática. Frente a aquella alarma se alzan varias conjeturas. Una la interpreta como muestra de rechazo aristocrático a la noción misma de soberanía popular; otra, más leal al pensamiento del autor, evita confundirla con la “tiranía de la mayoría”. Sin embargo, una tercera lectura –que anima estas páginas– ligaría el ansia de seguridad y goce individuales con la trayectoria de complejización y crecimiento del Estado moderno, identificadas por el intelectual francés:

Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma.

Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria.

Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.

Recupero aquí esta parte del legado tocquevilleano[5] para reflexionar sobre los desarrollos no democráticos de la política contemporánea. Unos que abarcan no sólo aquellas zonas del mundo gobernadas por regímenes claramente despóticos, sino también tendencias en curso dentro de las repúblicas pluralistas y sus sociedades abiertas. Donde algunas de las previsiones de Tocqueville se han vuelto realidad: la expansión de la democracia –en tanto forma de gobierno basada en el sufragio extendido y la participación pública activa– coincide con la tendencia al incremento de poderes hipercentralizados de todos los gobiernos, en una época donde el individualismo posesivo, la apatía cívica y la mediocridad intelectual hacen mella en el seno de democracias aparentemente consolidadas.

Tocqueville en Wuhan fotomontaje de Armando S. Armenta | Rialta
Tocqueville en Wuhan, fotomontaje de Armando S. Armenta (2020), sobre el retrato de Théodore Chassériau (1850).

Releer este pasaje estremece a quienes vivimos hoy la mezcla de encierro, endurecimiento e incertidumbre que caracterizan el actuar –y mutación– de buena parte de los órdenes políticos del orbe,[6] tras un siglo XX en el que las tres rutas de desarrollo político posdemocrático previstas por Tocqueville –la anarquía, el despotismo y el progresismo– adoptaron la forma de sangrientas guerras civiles, autoritarismos variopintos y reformismos diversos.

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Si bien la expansión actual del Leviatán adquiere rasgos distintos en democracias y autocracias, ambas trayectorias comparten la inédita capacidad del Estado para regular “biopolíticamente”, de forma tecnológicamente individualizada, distintas esferas de la existencia personal cotidiana: salud, movimiento, consumo. Regulación ajena al control tradicional –mediado, masificado– de los poderes autoritarios y a los mecanismos administrativos de las repúblicas liberales de masas. Una nueva gobernanza (pos)pandémica –y, en sentido diacrónico, posdemocrática– que parece recrear la premonición tocquevilleana acerca de un contrato social asimétrico, minuciosamente abarcador, sutilmente avasallante:

Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante.

Se trataría de un poder tutelar, que no remite a la tiranía clásica,[7] al despotismo ilustrado,[8] al caudillismo protector[9] o al totalitarismo moderno.[10] Un poder fuerte y concentrado que no precisa de la abolición del ropaje republicano, toda vez que emerge del propio entramado institucional democrático, de las entrañas de la sociedad abierta, de la mentalidad del individuo liberal y masificado. Un poder que motivó la reflexión resignada –y, a ratos, la preocupación sincera– de pensadores de lo político como Max Weber, Robert Michels, J. A. Schumpeter y H. Marcuse. Un poder encarnado en formas burocrático-administrativas relativamente benignas, que llevaron a Tocqueville a confesar: “Siempre he creído que esa especie de servidumbre arreglada, dulce y apacible, cuyo cuadro acabo de presentar, podría combinarse mejor de lo que se imagina con alguna de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo”.

Este nuevo despotismo posdemocrático remitirá, en lo formal y en lo sustantivo, a dos elementos constitutivos de la sociabilidad política moderna: la demanda simultánea de orden y libertad, tanto en los ámbitos privados como colectivos, exigida a las autoridades del Estado nación. Una trayectoria anticipada por el escritor francés al señalar:

En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones contrarias; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo destruir ninguno de estos dos instintos contrarios, se esfuerzan en satisfacerlos ambos a la vez: imaginan un poder único tutelar, poderoso, pero elegido por los ciudadanos, y combinan la centralización con la soberanía del pueblo, dándoles esto algún descanso. Se conforman con tener tutor, pensando que ellos mismos lo han elegido […]. Hoy día hay muchas personas que se acomodan fácilmente con esta especie de compromiso entre el despotismo administrativo y la soberanía del pueblo, que piensan haber garantizado bastante la libertad de los individuos, cuando la abandonan al poder nacional.

Cierta lectura tradicional aprecia, en esta premonición tocquevilleana, un recelo elitista contra el régimen republicano de participación popular ampliada. De ser así, la experiencia histórica del estado de bienestar socialdemócrata –simultáneamente expansivo de las ciudadanías social, civil y política– desmentiría las palabras del escritor. Pero si aplicamos su noción del despotismo democrático a las diversas modalidades de populismo y cesarismo no tiránicos erigidas mundialmente a partir del siglo XIX –desde Luis Bonaparte, pasando por Juan Domingo Perón y hasta llegar a Mahathir bin Mohamad– así como a las formas de burocratización y control biopolítico de las democracias contemporáneas, encontraremos mejor asidero para interrogar la actualidad.

La erosión populista y la amenaza autocrática

Recuperar –selectivamente– este aporte de Tocqueville sobre la seducción despótica puede ser útil en la coyuntura de expansión global de las formas autoritarias. Cuando surgen voces que hacen apología de la resolución china y lamentan la supuesta incapacidad democrática para combatir al contagio viral. Pero la cosa no es simple: revisemos los esquemas de gobernanza que mejor responden a la pandemia.

Nadie aprueba con sobresaliente.

Ni la opacidad represiva de la autocracia china ni el individualismo posesivo han estado a la altura del reto. El Partido Comunista chino ocultó el brote del virus:[11] censuró a sus expertos e impidió la temprana alerta internacional.[12] Los Tocquevilles de Wuhan y Beijing –Li Wenliang, Fang Bin, Chen Qiushi, Ren Zhiqiang y Xu Zhangrun, por sólo mencionar algunos nombres conocidos– que invocaron la conciencia cívica frente a la irresponsabilidad despótica, terminaron silenciados o desaparecidos, cuando no muertos.[13] Por su parte, los neoliberales y tecnócratas de nuestras élites deberán dar cuenta de cómo sus políticas debilitaron sistemas de salud absolutamente necesarios no sólo para afrontar la actual pandemia, sino para sostener un estatus mínimo de ciudadanía social, condición esta básica para poder ejercer, en la plenitud contemporánea, la ciudadanía civil y política.

Buena parte de las naciones democráticas están hoy dirigidas por líderes populistas que tensionan las instituciones, desdeñando el saber científico y el disenso cívico. Un populismo que agita al (imaginario) pueblo homogéneo contra la (real) ciudadanía plural, para rebasar –sin quebrar, aún– los contrapesos republicanos.

Algo que amplía la errática percepción de la ineficacia democrática reside en la condición misma de nuestras comunidades políticas. Las sociedades acostumbradas a elegir y confrontar abiertamente a sus gobernantes abordan públicamente los errores de aquellos. Tal actitud es posible, precisamente, por la naturaleza del pacto republicano, por la coexistencia de una esfera pública vibrante y unas garantías al ejercicio de los derechos de información y expresión. Pero a veces la insatisfacción nos lleva al nihilismo, la crítica a la desafección. Consideramos inservibles nuestras instituciones e insuperables sus fracasos. Creemos que cualquier gobernanza alternativa a la liberal de masas preservará derechos y ampliará beneficios. Terrible miopía.

El problema se complica cuando buena parte de las naciones democráticas están hoy dirigidas por líderes populistas[14] que tensionan las instituciones, desdeñando el saber científico y el disenso cívico. Un populismo que agita al (imaginario) pueblo homogéneo contra la (real) ciudadanía plural, para rebasar –sin quebrar, aún– los contrapesos republicanos. Si a eso sumamos desempeños gubernamentales deficientes al enfrentar la crisis actual –en EE.UU. o Gran Bretaña, México o Brasil–, la tentación conduce a algunos a cuestionar simultáneamente al mandatario, al gobierno y al régimen. A tirar, con el agua sucia, el niño y la tina.

El politólogo Guillermo O’Donnell entendió y definió tempranamente dos cruciales diferencias, política y discursiva, en torno al fenómeno democrático. Una es la que distingue democracias degradadas –delegativas– de dictaduras francas; otra la que diferencia una crítica democrática de la democracia –profunda, pero leal– de las críticas no democráticas –hipócritas y adversariales– a la misma.[15] Ambos ejemplos los encontramos cada día en nuestra prensa y redes sociales. Se confunden, de forma ingenua o intencionada, las nociones y las opciones que aquellas implican. Una crítica democrática, por ejemplo, emplazaría a Trump –y sus pares mundiales– a corregir los errores de política pública y rescatar nuestras sociedades sin aniquilar el estado de derecho. Una crítica autoritaria quiere sustituirlo por los inapelables derechos del estado, eternamente timoneados por el déspota o el partido. ¿Son acaso lo mismo? Absolutamente no.

Además del discurso, el contexto también importa. La diferencia entre los tipos de amenaza y las opciones de resistencia que nos plantean el populismo –pariente incómodo de la democracia– y la autocracia –opuesto de aquella– es cualitativa. Podemos adversar legalmente, como ciudadanos, a los Trump. A los Xi Jinping, sólo –y mal– se les enfrenta desde la perseguida disidencia.[16] El trumpismo –mercantilista, aislacionista y anticientífico– es confrontado en EE.UU. desde la prensa y la academia.[17] La misma prensa que Beijing expulsó, en plena crisis, de un país donde sus inapelables gobernantes –y no su pueblo– ahogaron con opacidad la posibilidad de atender tempranamente la pandemia.[18]

El populismo es una enfermedad de la república, un pariente incómodo de la democracia. Pero se impone una distinción: la tensión entre la praxis populista y el entramado democrático no es, sin embargo, oclusiva de la agencia cívica. Remite, por la permanencia del control público del mandatario a partir de cuerpos electos, a algo planteado por Tocqueville, cuando reconoce que semejante orden (constitución) “sea infinitamente preferible a la que, después de haber concentrado todos los poderes, los depositara en manos de un hombre o de un cuerpo irresponsable”. Donde hoy gobierna un caudillo no siempre enseñorea, eternamente, un tirano.

¿Qué hacer?

La disputa por recursos, valores y representaciones ligados al ejercicio del poder hace que los actores sociales estén permanentemente moviéndose, modificando alianzas, calculando costos e impactos, dentro del campo político. En lo doméstico, ello conlleva a establecer prioridades en las tácticas. En lo global, a veces fuerza matrimonios incómodos frente al imperativo estratégico, sistémico, de sobrevivir. Aun cuando la fortaleza relativa –económica, militar, cultural– de las repúblicas liberales de masas haga hoy (todavía) posible la defensa colectiva entre demócratas, sin aceptar compañeros incómodos como los populistas, la historia puede ser dura e ingrata.[19]

Cuando miramos al espacio exterior de las democracias –el orden internacional– las opciones no siempre son las deseables. La ola autocrática puede llegar a un punto en el que las democracias avanzadas, sin abdicar de su solidaridad para con las poblaciones gobernadas por líderes populistas –pero no tiránicos– podrían tener que incluir selectivamente a algunos de estos en unas alianzas contra el tsunami despótico. ¿Los líderes de democracias avanzadas, geopolíticamente en riesgo, confrontarán el escenario de tener que elegir el mal menor (populista), asumiéndolo como aliado, en su confrontación existencial, schmittiana, contra las autocracias globales? Es una posibilidad.

Defender –mejorando– la democracia, rechazar –neutralizando– al populismo y enfrentar –derrocando– la tiranía: este debería ser el mantra y la ruta general de los demócratas de todo el orbe.

Hay que salir del binarismo simple, reconociendo tensiones y riesgos simultáneos pero diferenciados. Aunque frente a ambos desafíos –el populista y el autocrático– enarbolemos la bandera de la democracia, cada uno de los cuales demandará ideas y resistencias políticas cualitativamente diferentes. El populismo como mal síntoma de la democracia y el despotismo como pilar de la tiranía[20] amenazan hoy, de forma diferenciada –por las formas y alcances de su daño, así como por las posibilidades de resistencia– el orden republicano y la sociedad abierta. Sería bueno recuperar, para orientarnos en la disputa epocal que nos abarca, aquella frase memorable de Scott Fitzgerald: “la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar”.

La política es, esencialmente, un fenómeno relacional y dinámico: más allá de ciertos principios básicos –cómo los que diferencian la lógica decisionista de la autocracia del pluralismo consensual de la democracia–, no hay trincheras permanentes, no hay aliados eternos, no hay batallas finales. Lo normativo se concreta en lo fáctico. Lo filosófico en lo empírico.

Defender –mejorando– la democracia, rechazar –neutralizando– al populismo y enfrentar –derrocando– la tiranía: este debería ser el mantra y la ruta general de los demócratas de todo el orbe. El orden de preeminencia de las variables, dentro de la ecuación, se adaptará a las circunstancias concretas, derivará de la complejidad de unos desafíos muchas veces simultáneos. Aclarémoslo con ejemplos. Para un disidente chino o ruso, la confrontación con sus autócratas nativos es la prioridad, incluso por razones de mera sobrevivencia. Los opositores de Kaczyński y Bolsonaro, por su parte, usarán las instituciones y derechos remanentes dentro de las democracias polaca y brasileña para rechazar las pretensiones de sus caudillos populistas. Al mismo tiempo, los ciudadanos de Suecia, Japón o Chile tendrán que expandir constantemente su compromiso activo –votando, marchando, opinando– con las diversas dimensiones y valores democráticos, para que las repúblicas liberales de masas no se deterioren.

La democracia porta una doble promesa, auténticamente radical. Como recuerda Keane en Vida y muerte de la democracia, destruye la idea de que el estado presente de las cosas es “natural”; erige en su lugar la propuesta de que los seres humanos podemos inventar instituciones para decidir colectivamente cómo queremos vivir. Esta democracia, la nuestra, ha adquirido en el último medio siglo un nuevo significado histórico, allende las alternativas de la participación directa del modelo clásico o la representación delegada del paradigma moderno. En su actual versión monitorizada combina el autogobierno de los ciudadanos y sus representantes designados por medio de elecciones periódicas, con el escrutinio público permanente del poder en sus diversos locus de ejercicio: en el Estado, en las empresas, en las organizaciones internacionales y comunitarias.

Han sido países con unas democracias monitorizadas, con instituciones eficaces y poblaciones libres, educadas, cohesionadas y activas, las que mejor han enfrentado esto hasta el momento. Corea del Sur y Taiwán, cuyas vibrantes sociedades insertan el éxito personal dentro de una tradición comunitaria de matriz confuciana. Aquellos casos exitosos de Occidente –Alemania, Noruega, Costa Rica y Argentina, entre otros–, donde la respuesta ha sido más equilibrada en su respeto a la libertad y la seguridad, combinan niveles diversos de capacidad estatal con tradiciones de participación y capital social. Pero la mayoría de las autocracias –de Venezuela a Zimbabue, de Tailandia a Siria– carecen hoy de instituciones legítimas y eficaces para atender a su población. Parece entonces dudoso que el sacrificio de la libertad sea el precio a pagar por una seguridad incierta, en estos tiempos de crisis planetaria.

Quienes tenemos el privilegio de vivir bajo formas y contenidos republicanos, necesitamos –junto al perfeccionamiento de capacidades institucionales para proveer seguridad y bienestar a la población– más y mejor democracia. Debemos diferenciar adversarios coyunturales y enemigos estratégicos. Defender, dentro del mismo entramado institucional, la justa y eficaz administración del bien común de cualquier forma no regulada y reversible de control biopolítico. Para todo ello nos urge una democracia sistemáticamente revisada, que pueda procesar la polarización y el populismo, monitorizar de modo permanente los desempeños del poder estatal y encauzar la participación de la ciudadanía ante los asedios tiránicos.[21] Una democracia eficaz, donde la seducción engañosa del despotismo se estrelle frente a la aventura, difícil pero cierta, de una libertad construida entre iguales.

2020, primavera de la pandemia


Notas:

[1] David Runciman: The Confidence Trap: A History of Democracy in Crisis from World War I to the Present, Princeton University Press, 2015.

[2] Cfr. Anna Lührmann, Amanda B. Edgell & Seraphine F Maerz: “Pandemic Backsliding: Does Covid-19 Put Democracy at Risk?”, Policy Brief, n. 23, V-Dem Institute, Gothemburg, 2020.

[3] Comparado con el libro primero (1835), este volumen (1840) es menos sociológico, más general y, en cierto modo, impregnado por un realismo con tintes pesimistas. Fue escrito en un período en que el Tocqueville experimentaba dentro de la política francesa, en medio de la expansión de la sociedad capitalista, con su correspondiente crecimiento del individualismo posesivo, la explotación del proletariado, el auge productivo y las primeras crisis industriales.

[4] Alexis de Tocqueville: La democracia en América, Fondo de Cultura Económica, México, 1957.

[5] Para una mejor comprensión del personaje y sus circunstancias, véase Brigitte Krulic: Tocqueville, Gallimard, Paris, 2016; Harvey C. Mansfield: Tocqueville. A Very Short Introduction, Oxford University Press, New York, 2010; Joseph Epstein: Alexis de Tocqueville, Harper & Collins, New York, 2006; y André Jardin: Tocqueville: A Biography, Farrar, Straus & Giroux, New York, 1988.

[6] Cfr. John Keane: “La democracia y la gran pestilencia”, Letras Libres, mayo, 2020.

[7] Cfr. Aristóteles: Política, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1951; y N. Bobbio: La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1987.

[8] Cfr. H. M. Scott (ed.): Enlightened Absolutism: Reform and Reformers in Later Eighteenth-Century Europe, Macmillan Education Ltd., London, 1990.

[9] Cfr. Laureano Vallenilla Lanz: Cesarismo democrático y otros textos, Monte Ávila Editores, Caracas, 2004.

[10] Cfr. Enzo Traverso: El totalitarismo. Historia de un debate, Eudeba / Libros del Rojas, Buenos Aires, 2001.

[11] Cfr. Sharri Markson: “Coronavirus NSW: Dossier lays out case against China bat virus program”, The Daily Telegraph, May 4, 2020.

[12] Cfr. Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE): “Informe especial: Desinformación sobre la COVID-19”, EUvsDisinfo, 29 de abril, 2020.

[13] Cfr. Xu Zhangrun: “Viral Alarm: When Fury Overcomes Fear”, Journal of Democracy, vol. 31, n. 2, April 2020, pp. 5-23.

[14] Cfr. Pippa Norris & Ronald Inglehart: Cultural Backlash: Trump, Brexit, and Authoritarian Populism, Cambridge University Press, 2018.

[15] Cfr. Guillermo O’Donnell: Disonancias. críticas democráticas a la democracia, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2007.

[16] Cfr. Richard Mcgregor: The Party: The Secret World of China’s Communist Rulers, Harper, New York, 2010; y Sebastian Heilmann (ed.): China’s Political System, Rowman & Littlefield Publishers, Lanham, 2016.

[17] Cfr. Anne Applebaum: “The Rest of the World Is Laughing at Trump. The president created a leadership vacuum. China intends to fill it”, The Atlantic, May 3, 2020; y Yascha Mounk: El pueblo contra la democracia: por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla, Paidós, Barcelona, 2018.

[18] Una libertad de prensa inexistente bajo la tiranía, cuyo rol es insustituible para la defensa del orden republicano, máxime si este abriga tendencias despóticas. En otro momento de su obra (capítulo 7), Tocqueville confía en el rol clave de la prensa para el empoderamiento ciudadano: “Para garantizar la independencia personal de éstos, no confío en las grandes asambleas políticas, en las prerrogativas parlamentarias, ni en que se proclame la soberanía del pueblo. Todas estas cosas se concilian hasta cierto punto con la servidumbre individual; más esta esclavitud no puede ser completa, si la prensa es libre. La prensa es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad”.

[19] La historia atesora, incluso, ejemplos extremos. En la Segunda Guerra Mundial, los aliados democráticos se aliaron forzosamente a una tiranía totalitaria –la de Stalin– para poder detener la maquinaria asesina de otro régimen tiránico, el nazifacista, desbocada sobre Europa. Que dicha elección haya sido un resultado contingente de los rumbos de aquella contienda –el pacto Ribbentrop-Mólotov pudo haber forjado un destino más siniestro para las naciones libres– no quita relevancia y dramatismo al hecho. Ojalá no debamos repetirla.

[20] Cfr. Jan-Werner Mueller: “El virus y la autocracia”, Nueva Sociedad, abril, Buenos Aires, 2020.

[21] Cfr. John Keane: Vida y muerte de la democracia, Fondo de Cultura Económica / Instituto Nacional Electoral, Ciudad de México, 2018.

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