Uno
El cuerpo de Ana Mendieta se hace uno con el paisaje. Barro y silueta se juntan en una misma cosa, algo que trasciende el objeto, algo que va más allá de la representación gráfica de la pieza, de la memoria visual que se instala desde las fotografías del performance.
Lo que la obra enuncia podrá ir por un lado; lo que el cuerpo del artista evoca, tal vez vaya por otro. Habría que habitar ese cuerpo y dejar que recuerde a través de las células, es la memoria del dolor, del trauma, la expresión más somatizada de las emociones, de ciertos retorcidos y primarios sentimientos, de la afectividad.
En algún punto, para Ana el cuerpo se independiza de la mente y vaga solo por sus recuerdos. El cuerpo se funde con la tierra, con la sangre, habla a través de la piel, rememora vivencias propias y ancestrales, juega a reproducir historias de vida, dolores heredados.
Como en zazen, el cuerpo se mantiene en una sola posición, la sola práctica de la inmovilidad puede llevar a la iluminación; es la ausencia de la búsqueda lo que importa, en la postura misma radica la esencia de la búsqueda. El cuerpo y la mente son dos y, sin embargo, se hacen uno a través del ser. El cuerpo se detiene y escucha, la mente fluye en pensamientos que van de la tormenta a la calma, o deberían. La mente, en algún punto, se detiene y escucha al cuerpo que se ha amalgamado con el entorno, que empuja con la cabeza las nubes y con las rodillas la tierra.

Dos
Hay en escena un hombre con el torso desnudo que se retuerce e intenta caminar. Si existiera una representación del dolor físico de un cuerpo sería esta: un ser que trata de avanzar en su andar y solo lo consigue a través de la torcedura de cada una de sus articulaciones, de cada uno de sus músculos.
El rostro reproduce una mueca de horror. El rostro estalla en desmesura, explora los límites de sus propios movimientos, se independiza y grita con silencio escandaloso, se queja y llora mientras el cuerpo quisiera dejar atrás un lugar que acaso ya no existe más allá de su dolor.
También hay en escena una mujer, sus pechos desnudos llevan en ellos el peso de toda la maternidad y el erotismo; en este caso en específico, ese cuerpo de mujer que se mueve en dolorosas posiciones viene a encarnar, además, la mujer, la hembra, la fiera defensora.
Luego de esta primera escena, el cuerpo femenino siempre estará en función de acompañar al masculino, con sus brazos reclamando el regreso, con sus alaridos de dolor, con sus manos acariciando, intentando apaciguar a ese hombre que se levanta, se mueve, esquiva algo en el aire, recibe golpes invisibles, se duele, cae y vuelve entonces a levantarse.
¿Has visto alguna vez una cucaracha a punto de morir? ¿La recuerdas así, panza arriba, mientras mueve sus patas y trata de virarse para escapar?
Así también el cuerpo del hombre, ese que recuerda trastazos, hambrunas, urgencias retenidas, dolores suyos y ancestrales.

Tres
De acuerdo con un estudio de la Cátedra de Biología de la Universidad de Tufts, en Boston, Massachussets, se ha podido entrenar cierta variedad de gusanos planos para observar la memoria de sus cuerpos luego de serles extirpada la cabeza.
Según los científicos, el cuerpo del platelminto, reducido a 1/279 del original, crece nuevamente en pocas semanas y es capaz de dirigirse, luego de un entrenamiento, de manera mucho más rápida hacia la luz y hacia el espacio donde puede encontrar su comida.
Si a ese mismo cuerpo, que a la sazón ha generado ya una nueva cabeza, le es retirada otra vez su parte superior se observa que cada vez que es decapitado se reducen los tiempos de aprendizaje, como si el cuerpo mutilado del gusano fuese capaz de almacenar entre sus células de acción locomotora el camino hacia el sitio donde puede alimentarse y persistir.

Cuatro
Juguemos a la memoria.
Un hombre ha pasado diez meses de su vida encerrado en un espacio reducido.
Allí su cabeza viaja a velocidades antes desconocidas, mientras su cuerpo repite acciones que luego de unos días se convierten en rutinarias.
Así su esqueleto aprende a dormir en posiciones inéditas, cada músculo se moviliza a la perfección para evitar el dolor físico, la carencia de energía que produce la falta de alimento, la falta de esperanza.
Después de unos días de intenso sufrimiento mental y emocional la cabeza se escapa y el cuerpo toma posesión de todo el hombre.
Abre la boca, mastica y traga. Camina por el espacio reducido de una celda. Busca la luz, respira. Recuerda, acaso, el calor de las manos de la madre, de los besos de la amante, de la cama olvidada de su niñez.
Cuando el hombre es, finalmente, puesto en libertad prefiere no hablar mucho sobre su experiencia dolorosa. Deja entonces que su cuerpo traduzca cada sensación, cada vivencia, cada horror.
El cuerpo de un hombre adolorido recuerda, deja la mente fuera para mantenerla lo más sana posible, e intenta su andar por entre la memoria, una y otra vez para que recordemos junto a él los dolores ancestrales de nuestros bisabuelos esclavos, de nuestros abuelos mambises, de nuestros padres milicianos, de nuestros hijos, los presos del 11J.

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