Adriano González León solía afirmar, con una ironía no exenta de amargura, que el lector medio en Venezuela sólo leía la Gaceta Hípica, esa revistilla que parecía especialmente diseñada para ser enrollada y guardada en el bolsillo trasero del pantalón de los apostadores. La frase se la escuché al autor de País portátil en varias ocasiones, pocos años antes de su muerte, en enero de 2007.
El juicio, ya para entonces, sonaba un poco anacrónico. Justo en el siglo XXI, en medio de la conflictividad política que provocó la irrupción del chavismo, y por una suma de circunstancias ligadas a este fenómeno, la industria editorial venezolana conoció un esplendor inédito y la masa lectora se amplió de forma considerable. El objeto utilizado por González León como símbolo de la superficialidad e ignorancia del lector venezolano era de por sí bastante extraño. La Gaceta Hípica (al menos en mis recuerdos de niño y adolescente en los años ochenta y noventa cuando vivía en la parroquia La Pastora, en el centro de Caracas) era esa Biblia malograda de los borrachitos y haraganes siempre apostados a las afueras de una licorería o acodados en mesas de madera con manteles a cuadros en antros de mala muerte. En esa época yo no podía intuir que aquellos ludópatas eran, a su manera, lectores. Y tan o más comprometidos que los que leíamos literatura, pues ellos se jugaban la vida en la correcta interpretación de un “dato” sobre tal yegua, o en el oído que supieran prestar a la musicalidad del nombre de tal otra, por la que nadie apostaba y que quizás encerrara la promesa de un golpe de suerte.
Estas ideas me venían a la mente mientras leía La vida alegre, la primera novela de Daniel Centeno Maldonado, publicada por la editorial Alfaguara de México. En ella se narra la historia de una vieja gloria del bolero, Dalio Guerrero, mejor conocido como el Ruiseñor de las Américas, que se encuentra en franca decadencia y que se aferra, todavía, al oxidado relumbre de su antigua fama. La invención de este personaje le permite a Centeno hacer un recorrido por los años dorados del bolero, la guaracha y el son del Caribe, evocando figuras estelares como Daniel Santos, Felipe Pirela o La Lupe. Esa estirpe de titanes que sería condenada al olvido por la llegada de la salsa y de los nuevos dioses del Olimpo del sello Fania Records.
Este desplazamiento de lo autóctono del Caribe por lo autóctono caribeño intervenido y reelaborado en el Bronx, tuvo, en el caso de Venezuela, una variante propia. A medida que la industria petrolera se convertía en la principal fuente de riqueza nacional, se terminaba de configurar un imaginario y un ideal de país que apuntaba cada vez más a la modernidad tecnológica y urbana, al influjo de modos de vida y de consumo estadounidenses. En el campo de la cultura, y específicamente de la literatura, esta necesidad de recortar la distancia que nos separaba del presente tuvo en las vanguardias europeas los faros que para el resto de la sociedad representaron los Estados Unidos.
No este el momento de hacer un análisis socioliterario de la modernidad reciente en Venezuela y América Latina. Baste decir, para beneficio de esta nota, que esa dinámica de aceleramiento, concentración urbana y globalización se agudizó. Y la literatura fue tras ella, de manera casi inevitable. No obstante, ese mundo ralentizado de canciones viejas que narraban amores desgraciados, habitado por mujeres altivas y traicioneras, algunas, casquivanas y comprensivas, las otras; ese mundo donde el destino sólo podía tornarse favorable con grandes cantidades de dinero obtenidas de forma ilícita o azarosa; ese mundo, decía, siguió existiendo. Y existe todavía hoy, ajeno a Internet, el #MeToo y las Bitcoins, como un charquito de humedad cruel y sensiblera que nunca termina de secarse.
De estos pozos lacrimosos y menguantes de América Latina, Centeno Maldado ha extraído la esencia de su novela. Y un personaje como Dalio Guerrero no podía ser rescatado sino por un alma afín, como lo es el joven Policarpo Figueroa, el otro personaje importante de la historia. Poli, como le llaman sus padres, ha sido traicionado por los miembros de Cosmos, la banda de rock que fundó y para la que compuso una veintena de éxitos que nunca le fueron reconocidos. Poli, además, es virgen. Ambos personajes se sitúan a los extremos de la vida. Guerrero, mayor de setenta, a un paso de morir y todavía saboreando la nostalgia de la abundancia, la fama y las mujeres perdidas. Y Poli en sus veinte, envejecido prematuramente, sin haber podido disfrutar ni de la gloria, ni del lujo ni del sexo.
Poli verá en Dalio un escalón para tomar impulso. Si fue capaz de crear las canciones de Cosmos que terminaron llevando al grupo al éxito, ¿qué no podría lograr componiendo unos cuantos boleros? El problema, como le dice Dalio con mucha intuición, es que “sin las mujeres, el bolero no existiría, y no sé si tú sepas mucho sobre ellas”.
De este modo, la novela se desdobla en una trama simultánea de iniciación y de despedida. La trama avanza en una sucesión de episodios donde los personajes son elevados de la miseria y el ridículo por volantazos de la fortuna. Grietas por donde asoma la buena estrella que a los predestinados a la pobreza resulta esquiva. Así, el robo de un Volkswagen, el conjuro de una virgen fantasmal mediante la interpretación de “Virgen de medianoche”, las apuestas en el hipódromo de La Rinconada en Caracas, siguiendo la estela de un tigre onírico, una cita a ciegas con rubia perturbada, una pelea de gallos con un plumífero entrenado como un boxeador ante el espejo, o la puesta en escena de Jesucristo Superstar en versión ópera-bolero, son los nudos estrambóticos que conectan las acciones de esta historia.
Esta dimensión del relato es tan vertiginosa que en una primera lectura puede dar la errónea impresión de que estamos ante una novela de peripecias. Sin embargo, el acontecer tumultuoso viene siempre acompañado de una fanfarria de fondo que, al prestarle atención en una segunda lectura, revela una musicalidad llena de virtuosismo y alegría, como las orquestas populares en las películas de Emir Kusturica.
Es allí donde el autor despliega su erudición pop, que ya demostró en dos de sus obras anteriores: el libro de entrevistas Retratos hablados (Debate, 2010), donde desfilan personajes tan disímiles como Wim Wenders, Elena Poniatowska y Manu Chao, y el volumen de crónicas Ogros ejemplares (UANL, 2015), un retablo de artistas malditos, oscuros y extraviados. Toda una sabiduría de la cultura popular que en La vida alegre pone al servicio del rescate de sus propios orígenes en el oriente venezolano. Narrando los sones y cantares de su pueblo, pues, ¿qué otra cosa es el pasado sino una provincia salvaje e irrecuperable?, Daniel Centeno Maldonado ha puesto un pie en el universo del relato clásico.