En 1878 un José Martí de 25 años, residente en Guatemala y recién casado con Carmen Zayas Bazán, se propuso escribir un libro sobre el estallido de la Guerra de los Diez Años. En cartas de aquellos años decía que el libro trataría sobre “los primeros años de nuestra Revolución”. A partir de una que pensó enviar a Máximo Gómez –o a algún otro general del 68, ya que no había nombre en el destinatario–, es posible imaginar qué tipo de libro tenía en mente.
Más que en una historia, pensaba Martí en una biografía del 68. En sus conversaciones con José María Izaguirre, también general de aquella guerra y uno de sus benefactores en Guatemala, y en su correspondencia con Manuel Mercado, en aquellos mismos años, habló del libro imaginario. Algo que le interesaba centralmente eran las figuras de Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte, como pilares del panteón heroico cubano.
En la carta al hipotético general el joven Martí inquiría sobre Céspedes, “qué razones pueden darse en su defensa”, ya que “las glorias no se deben enterrar sino sacar a la luz”. Observaba Martí que la destitución de Céspedes, como presidente de la República en Armas, y su muerte solitaria en San Lorenzo, habían generado un silencio incómodo, cuando no una percepción hostil, en torno al “padre de la patria”. Era preciso asentar el culto a Céspedes como premisa de la construcción republicana en Cuba.
En el capítulo “Los libros imposibles” de José Martí: la invención de Cuba (2001), decíamos que Martí no escribió ese ni decenas de los libros que proyectó. Sin embargo, algunos retazos pueden leerse en el apunte “Carlos Manuel de Céspedes”, en el artículo “Céspedes y Agramonte”, aparecido en El avisador cubano en 1888, y en “El 10 de abril”, un texto de 1892, con motivo del aniversario de la instalación de la Asamblea Constituyente de Guáimaro, publicado en Patria.

En todos aquellos escritos, Martí parecía intentar unas vidas paralelas de Céspedes y Agramonte, a la manera de Plutarco. Su idea de la literatura biográfica, como en otros de sus contemporáneos en Cuba y América Latina (Manuel de la Cruz, Domingo Faustino Sarmiento o Justo Sierra) estaba fuertemente marcada por la obra de Thomas Carlyle y Ralph Waldo Emerson. Pero Martí también se acercaba al retrato literario propiamente dicho, como el que hiciera famoso a Sainte-Beuve en Francia y que a principios del siglo XX fue renovado por Lytton Strachey en Gran Bretaña.
Aquellos retratos seguían, fundamentalmente, la estructura del busto moral. Cabezas de estudio, en las que cada héroe era la personificación de una virtud. Céspedes era el “ímpetu”, el “arrebato”, el “volcán”; Agramonte, la “virtud”, la “purificación”, “el espacio azul que corona”. No era condescendiente Martí en sus perfiles: aunque anunció que defendería a Céspedes, sus escritos no ocultaban el autoritarismo. Céspedes, según Martí, mandó como un “rey”, se proclamó “Capitán General”, “se miró como sagrado” y “no dudaba que debía imperar su juicio”.
No se colocaba Martí en la vieja perspectiva parlamentarista de los que vieron a Céspedes como dictador. La “historia” y el “mañana” se encargarían de poner las cosas en su lugar, pero fuera un César o no, Céspedes merecía ser un “hombre de mármol”. Las estatuas no se levantaban en honor de hombres perfectos sino de héroes útiles. Esa es la diferencia entre el panteón heroico de la tradición republicana y la estatuaria y monumentalística de los totalitarismos. La diferencia entre el culto cívico al héroe y el culto a la personalidad de los dictadores.
Habla en aquellos escritos Martí de la necesaria mezcla de conocimiento y pasión bajo un orden republicano. Un panteón heroico republicano no podía edificarse sobre el desconocimiento de los errores de los próceres. Como el escultor o el dibujante –y Martí también lo fue, como consta en sus varios autorretratos–, el constructor de la República debe avanzar, desde las sombras, hasta las zonas más iluminadas del saber y dar con las facciones del héroe.
Ese avance se transcribe literalmente en un conocido poema de Versos sencillos (1891): “Sueño con claustros de mármol / donde en silencio divino, / los héroes, de pie, reposan”. El paseo de Martí entre los héroes de mármol se produce en la noche, “a la luz del alma”, y conforme se acerca a una figura o la otra, advierte los rasgos de cada rostro de piedra: los ojos, los labios, las barbas.
La misma sensación experimenta el espectador de la muestra Lo que es, es lo que ha sido de Reynier Leyva Novo en El Apartamento. Los bustos de Agramonte, Gómez, Maceo y García, aparecen como esos espectros marmóreos con que hablaba Martí. Más de un siglo después de fundada la República, los bustos se tambalean, como si hablaran en un trance mediúmnico. Son bustos que interrogan el saldo del republicanismo en Cuba.

Al final de la sala hay un Martí informe, larvario, frente al que se proyecta una serie de fotos, que captan 382 capas de pintura aplicadas a la cabeza del monumento de Juan José Sicre, en la Plaza de la Revolución. El rostro amorfo de Martí recupera sus facciones al mirar a la pantalla y las pierde nuevamente, a medida que se superpone la pintura blanca. Es un Martí que viaja del ser a la nada, y de la nada al ser, como la propia república que lo honra.
En medio del ascenso de la iconoclastia del siglo XXI, que ajusta cuentas con panteones heroicos levantados sobre los estragos de la esclavitud y el racismo, esta intervención de Reynier Leyva Novo invita a pensar críticamente la tradición republicana. La pregunta del artista es, en buena medida, cuántas capas de pintura deben soportar los mitos antes de que el rostro de los héroes desaparezca para siempre.
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