Detalle de la exposición ʽestado de silencioʼ, de Lester Álvarez, foto de Alain Cabrera

Uno. Georges Didi-Huberman coloca sobre un papel en blanco tres pedazos de cortezas que arrancó de un árbol en Auschwitz. Mira y busca una lectura, quizás una imagen que en aquellos árboles quede aún como testigo oculto y callado de lo que sucedió. Los coloca de izquierda a derecha simulando una narración, un texto, e interroga esos fragmentos como a testigos, hurgando en sus memorias.

Recuerdo esto cuando mis manos sostienen unos viejos trozos de madera que son la simulación de un libro, de toda una biblioteca, con autor y título, todo reunido en una colección, La Maleza, que se acomoda a una forma editorial, con un escritor y una obra real bajo un estado de silencio.

Dos. En la exposición del artista Lester Álvarez se construye un espacio teatral. Allí uno encuentra trozos de maderas ruinosas que formaron parte de algún destruido mueble, y que hoy son cortezas pulidas, elaboradas, cambiadas, convertidas en libros que no son y que se pierden en esta nueva forma adoptada para llegar a esto que hace olvidar su lejana vida, esa en la que formaron parte de una historia familiar. Cada una de estas cortezas son ahora libros donde Lester dibuja y esculpe una colección literaria sin rangos.

Tres. Pero allá, antes de ver estos libros, del otro lado, tuvo lugar la destrucción de una vitrina que nunca fue, un mueble sin pasado, otro simulacro, otra historia inventada. Y hay también un largo lienzo-telón en este teatro para que junto a esos libros forme una puesta en escena, la parodia total. Ficción de toda historia (como de todo libro y de toda vitrina), que sólo existe bajo propósito de demolición, para tirarla abajo, para que toda imagen se mire de reojo como a una posible verdad, como a las cortezas o a hacia cualquier gesto que surja.

Cuatro. Los tres trozos de cortezas arrancados por Didi-Huberman en Auschwitz son de un abedul, árbol que forma parte de muchas historias de amor eslavas, dramáticas e idílicas, donde aparecen manos que acarician sus troncos mientras ojos enamorados se esconden y se miran detrás de ellos. La poesía del amor romántico se recuesta en sus troncos, abrazándolos. Pero Didi-Huberman busca en esos tres jirones a testigos de la muerte y del mayor horror. Y justo allí, en el lugar donde se cree que ningún humano podría poner su mirada o su mano para compartir una nueva ilusión, en ese sitio donde toda felicidad parece estar fuera de lugar, e interrogando sobre un papel en blanco a esas tres cortezas puede alguien, sólo ligeramente, suponer lo que ellas vieron.

Cinco. Los abedules no sobrepasan los treinta años, pero estos abedules polacos (y sus cortezas) viven más que en ningún otro sitio, alrededor de cien años. Metáfora de la más alta resistencia de la vida al horror, y que alimentada del espanto también puede sobrevivir. Creer que son testigos que contienen una imagen, que viven más porque han visto demasiado y no pueden olvidar y luego morir de un último respiro, mientras Didi-Huberman intenta encontrar lo que pueden guardar como un secreto. Trozos-testigos, cortezas que han crecido más fuertes y duraderas, probablemente mejor alimentadas, sobre cenizas y carne, plomo y miedo dispersos en esas ásperas cáscaras. Crecen hacia el cielo ya despejado, ya sin humo, y dejan que Didi-Huberman les violente, a ellas, inservibles, que nada dirán, mientras sus raíces trabajan debajo absorbiendo todo lo que esa tierra ha tragado.

Seis. Bajo esa relación se despliega un escenario para este estado de silencio que se divide en actos.

Primero:

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Construir una vitrina y su historia, ambas a destruir para visualizar ese gesto como el de un “estado” que no pertenece a nadie y la vez es de muchos (cada objeto en esa vitrina viene de muchas personas), para que todos los recuerdos caigan y se destruyan y así tenga lugar el silencio que viene luego de todo lo que termina.

Segundo:

Aparece desde esas ruinas una colección de libros, una confusa mezcla de títulos y nombres (como maleza), arbitraria, que tampoco existe y que no tiene historia, todo separado por un lienzo-intermedio rojo (el telón teatral) que se estira contra una pared, y que divide los restos de la vitrina caída ya “muerta” del lugar de los libros expuestos “vivos”; lienzo rojo que separa público de espectáculo, que cierra una posibilidad y abre otra para ser eso que detiene ante la muerte, la imagen que sugiere que sólo continuará la nada, el verdadero estado de silencio.

Siete. Y así se encuentran estos libros que no son libros, desperdicios de maderas rotas que recuerdan a las cortezas de Didi-Huberman, que son madera trabajada porque se espera un testimonio y un orden mirándolas para que sean algo y poder reconstruir una imagen y una historia de lo que ya no existe más como memoria, como mueble o como país, cuando se quiere que algo muerto sea convertido en testigo, en narrador o en literatura, y que esa imagen sea puesta en el mismo sentido de una caligrafía para leerlas, para que digan algo.

Ocho. Todo esto constituye la maniobra de ese “leer la mano” para narrar un pasado y hacer el intento de prever un futuro. Lo que hoy es entre las manos un trozo de madera, sean cortezas o estos libros, se desconoce tanto como lo que esas manos intentan leer en los signos. Lo que quedó atrás ya no puede formar parte, ha quedado destruido e inalcanzable, y ese esfuerzo de encontrar una explicación es el que ayuda a mantener viva esta empresa a la que nunca se pidió pertenecer.

Nueve. Las manos avanzan tanteando a ciegas a través de la “maleza”, recordando que alguna vez sostuvieron el peso de un sillón o una silla, pusieron o quitaron un florero, un mantelito en alguna mesita, limpiaron el cristal de un cuadro que apretaba firme la finura de una vieja foto, o se ajustó el marco de un espejo que colgó de una pared. Entrar en contacto con algo que en un momento leve, mientras existe, invisible, sirve para sostener la mirada y creer que se puede agarrar o sostener la imagen de un cuerpo contra un papel. O colocar su simulación para que narre algo que nunca podrán narrar, como estos libros de madera rota, convertidos en el ojo de un anciano que mira sus manos huesudas, dándoles vueltas de un lado a otro como si fueran extrañas, con dedos que se han doblado en silencio. Todo para tratar de descubrir el momento en que todo, poco a poco, deja de ser y ya no puede narrar nada, abolido de memoria, incapaz de preguntar qué puede aún llevar su imagen, y con qué lenguaje podría esa corteza que se es decir una verdad.

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