Martha Luisa Hernández Cadenas
Martha Luisa Hernández Cadenas (FOTO Lumbeh Montero)

La puta y el hurón, de Martha Luisa Hernández Cadenas (1991), alias Martica Minipunto, ganó el premio Franz Kafka en Praga en 2020. Con esta novela, la joven escritora amplió el registro de nuevas voces feministas en Cuba. La teatróloga y performer posee también premios de poesía y ensayo, coordina el Laboratorio Escénico de Experimentación Social (LEES) en La Habana y es columnista de Hypermedia Magazine. Su escritura coincide con la de Legna Rodríguez Iglesias en la profanación de símbolos patrios y en la teatralización del discurso nación. Ambas le dan vida a la tradición de Virgilio Piñera desmitificando todo tipo de Historia grandilocuente y sirviéndose para ello, además, de personajes femeninos.

El monólogo de la protagonista-narradora Mary en La puta y el hurón tiene una muy específica ubicación temporal: “el sábado después de su muerte”;[1] es decir, la de Fidel Castro. Referencia por un lado crucial –en términos de Historia– y, por otro, irrelevante. El nombre del fallecido opera en realidad solo como un indicador de los juegos de escenarios donde tiene lugar la trama. Trama que va sobre una diseñadora de teatro que vive en una especie de limbo porque, entre otras cosas, no tiene siquiera trabajo. Su madre cae enferma, una amiga sale del país, otro amigo va preso, un amante muere y ella misma es interrogada por la policía por sospechas de prostitución. La narración es un mosaico de monólogos interiores de Mary (y de su amiga trans, ahora residente en París) que pueden adoptar la forma carta, la forma reflexión inconexa, la forma narración o la forma agonía que reconstruye días de supervivencia personal. En algunas partes se dirige a narratarios imaginarios desde un tono catártico que fácilmente puede ser imaginado como un performance frente a un público. Escenificación que en el fondo es el testimonio crítico de cómo circula el poder y sus numerosas exclusiones, tanto en lo cotidiano como en lo antropopolítico.

Donde Legna Rodríguez Iglesias desarmaba el abc nacional de la campaña de alfabetización en pro de la poesía,[2] Martha Luisa Hernández Cadenas se vuelca sobre la campaña contra los mosquitos y el tiempo de luto. Ambas escritoras se inspiran en los ingredientes de los discursos nacionales con sus héroes y lenguaje bélico para así recrearlos y deformarlos en forma de pastiche, travistiéndolos además con el elemento del género.

La novela establece una relación ambigua con el tiempo: los hechos narrados abarcan el período entre dos ataques de epilepsia de la madre y van desde la censura a la obra Lo duro y lo blando hasta la reapertura del teatro. Lo que aparenta ser una semana de luto terminan siendo dos meses. En este tiempo, no opera la linealidad, sino que se trata de un presente fantasmagórico e incómodo, un tiempo afuera del tiempo donde no se encadenan pasado, presente y futuro. Sí existe, sin embargo, la referencia a una supuesta “hecatombe”, infortunio que puede leerse como síntoma de la relación entre sujeto y presente. La cronología se rompe a través de la repetición e inserción de diferentes momentos donde se crea la sensación de un día a día convulso. La idea de catástrofe y ausencia de futuro es constante en la novela.

“Probablemente haya pasado la hecatombe”,[3] dice la protagonista refiriéndose a ella en pasado, mientras en otros momentos ubica el desastre en el futuro: “No sé si llegarás a tiempo para la hecatombe”.[4] Curiosamente, la catástrofe no solo implica un evento negativo, sino que es además un espacio de potens creativo, ya que “leí una vez que envejecer es perder el deseo de anarquía. Si envejezco dejo de pensar en la hecatombe”,[5] y esa fuerza es la que hace que el evento funcione a su vez como catarsis y afirmación de la voz.

La sensación de catástrofe o límite, sin embargo, es crónica, y ese in between entre todos los tiempos es el que marca el carácter fantasmal del presente. En La puta y el hurón, el tiempo liminal recuerda a Los caídos, de Carlos Manuel Álvarez.[6] (Recordemos que ambos narradores nacieron después de la caída del muro de Berlín y que ambos, además, coinciden en tener una madre epiléptica en sus respectivas novelas, síntoma que Kimura Bin (1992) ha leído como una apoteosis del presente, una experiencia que sobrepasa a uno.)[7] El exceso de presente que en la madre se da como epilepsia, para la protagonista se representa desde la nada, desde la imposibilidad de construir: “El limbo. El viernes de la semana pasada como otro cualquiera, y yo llegando a mi casa. Mi madre en el suelo. El lunes. Hoy es martes. No sé cómo llegué al martes. Limbo”.[8]

El presente epiléptico se fusiona con una gran y eterna nada patriótica: “esa nada, surgida de ella misma, tan física como el nadasol que calentaba a nuestro pueblo de ese entonces, como las nadacasas, el nadarruido, la nadahistoria… nos llevaba ineluctablemente hacia la morfología de la vaca o del lagarto”,[9] diría Virgilio Piñera.

Aunque ‘La puta y el hurón’ testimonia la degradación moral de una adolescente en su cruce al ser-mujer, en verdad de lo que habla es de la degradación del espacio social, de la lucha por el propio territorio.

Aunque en este caso más que vacas o lagartos, serán hurones. Precisamente desde este limbo es que los sujetos en La puta y el hurón tendrán que renegociar los lazos con los otros y con lo público y lo privado. En esta reubicación se posiciona la pertenencia, la exclusión o la posible creación de una comunidad. Una que marque el contorno del adentro-afuera de la nación y donde las categorías macho/hembra, hurón/insecticida y puta/proxeneta/putero entren en conflicto.

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El tiempo patriótico y el tiempo nada

Mientras todo el país está de luto, la protagonista está ocupada en salvar a su madre de un ataque de epilepsia. A través de una yuxtaposición entre vida íntima y vida nacional, se hace visible tanto su contraste como su interrelación: “He dicho que Fidel Castro había muerto, y el hecho no fragmentaba la calma que se sucedía entre la pared, el domingo, mi brazo derecho, la gelatinosa inmanencia del luto y mi madre”.[10]

Con mirada de dramaturga, la vida patriótica es retratada como mero espectáculo. Fidel Castro es “un gran actor”, y la televisión “debería entender que una despedida es una obra de teatro que produce lágrimas, que menos es más, que nada es demasiado tremebundo, ni la biografía de un hombre ni las pupilas de la gente en la calle”.[11] Se parte así en dos el tiempo: uno histórico-simbólico, de representación, y otro singular y/o vivido, aunque ambos hay que pensarlos como diferencia. El tiempo patriótico es un inmóvil telón de fondo que tiene como escenario a todo un país, mientras que la vivencia individual será otra cosa, y atraviesa al primero.

A pesar de no respetar la linealidad y volver una y otra vez sobre las convulsiones de la madre en el suelo, el texto tiene muchos indicios temporales que miden y nombran los días de la semana y desde donde se puede medir el tempo ritual de la nación revolucionaria, como esos “días de defensa” organizados por los Comités de la Defensa de la Revolución (CDR) que sirven para simular y entrenar una eventual invasión enemiga: “En realidad no fue un domingo de la defensa ni cualquier otro día de voluntarismo patriótico, era el sábado después de su muerte”.[12]Desde la no-identificación con la cronología de la historia nacional puede verse ese tiempo patriótico como un tiempo de otros. Sin embargo, las revoluciones individuales en la novela serán las batallas por la integridad psíquica de la protagonista, o por la salud de la madre:

Era sábado, un sábado húmedo, con el ambiente cargado de cierta monstruosidad. Poco a poco llegan los hurones del pasillo a recoger firmas, a decirme que salga, que tienen algo que mostrar. Los hurones no se enteran del dolor de mi madre en mis brazos, del hematoma (a fuerza de enmorecimiento y sexo complaciente), los hurones juzgan la insignificancia que poseemos mi madre y yo. En un cuartico de Centro Habana, mi madre y yo como estampitas de lo terrible, de la eterna caída y de las enfermedades incurables. Mi madre y yo, con nuestro propio zapateo cederista e íntimo que no se entera del momento histórico que se vive.[13]

En La puta y el hurón hay una negación explícita a la obligación de luto que se instala en el país: “No estoy de luto”, señala. “Mi abuelo es el único hombre por el que he estado de luto”.[14] La vida que he tenido no merece un tiempo de luto, casi se le puede escuchar decir.

Judith Butler (2004) se pregunta qué es lo que hace que una vida merezca o no este tiempo y reflexiona sobre el duelo como un proceso transformador, un espacio de afectos y reparaciones. Sin embargo, aquí el duelo es oficial, impuesto. Negarlo podría ser visto como una subversión a lo prohibido, una ofensa a la figura de Fidel Castro, al Estado, a la narrativa ideológica del país. Walfrido Dorta (2018) ha analizado cómo algunas novelas contemporáneas han roto el tabú de representar la figura del comandante de modo satírico y burlesco,[15] y La puta y el hurón se integra perfectamente a esa línea. Aunque en su caso, más que representación satírica, es no representación.

Imagen de cubierta de ‘La puta y el hurón’, de Martha Luisa Hernández Cadenas, Fra, Praga, 2020
Imagen de cubierta de ‘La puta y el hurón’, de Martha Luisa Hernández Cadenas, Fra, Praga, 2020

Hay un inmenso NO en esta novela. Un no al pliegue simbólico y estatal. Un no a la ubicua representación del mandatario muerto. Un no a todo tipo de duelo. Una no-relación. Mary lo sugiere con gracia: “Fidel es una idea o un retrato (no me decido), mi madre es el ombligo y los dedos largos desenredándome el pelo”.[16] Así se distingue entre símbolo nacional y vivencia corporal, y se desmitifica tanto el símbolo como el tabú de representarlo de forma indebida. La idea de duelo no pasa por la adoración a una imagen. Para llegar a ella o establecerla habría que reconocer una pérdida de conexión entre la vulnerabilidad de un cuerpo y la vulnerabilidad de otro, tal como explica Judith Butler.[17] Si Fidel Castro es un retrato o una idea, pues queda claro que esa identificación siempre será imposible. Se hace evidente también la oposición entre la precariedad de unos y la invulnerabilidad de la historia-nación, que más que la(s) diferencia(s) subraya la continuidad. Se hará evidente también la oposición entre inmunes y vulnerables, entre aquellos que merecen luto y los que llevan vidas frágiles.

La puta y el hurón construye de esta manera disidencias al tiempo patriótico, agujereándolo con microhistorias de varios sujetos que se mueven en un territorio de insignificancia y no aceptan construir (plegarse, vivir) el luto. Es una mínima acción, pero es un acto de libertad, un “prefiero no hacerlo” –como repetía desde su oficina el personaje de Melville–; frase que podría ser el lema de todas las identidades y sexualidades disidentes: “cultivé mi desapego por cualquier decisión social colectiva, soy ajena al movimiento de hurones, a la multitud, al designio de un pueblo que marea, nadie puede imponerme un modo de ser” (85). Este heroico no, sin embargo, no lleva a ninguna liberación, ya que se trata de sujetos derrotados en sí aunque estén marcados por su propia diferencia.

La ley hurón

Más que criticar a una figura política en particular, La puta y el hurón avanza contra todo un engranaje social, contra un colectivo de “hurones” que puede convertir a cualquiera en uno de ellos. La protagonista elabora una teoría sobre esa especie de bichos que procuran estar junto a la ley: “seres domesticados sin placer que viven hipócritamente, y por conveniencia, soportan los mecanismos heteropatriarcales del poder”.[18]

Es decir, que pueden ser detectados bajo criterios como oportunismo o machismo: “Esta semana en la que los hurones aprovechan el duelo para tener algo de protagonismo”:[19] “Un sábado extraordinario que pasa lento, con tantos hurones –todos machos– haciendo ruidos innecesarios y repitiendo consignas innecesarias”.[20]

El prototipo de hurón coincide con lo macho, con el comportamiento de los que le cayeron a golpes a Alberto, amigo gay del pre que terminó quitándose la vida. Coincide con el abuso de poder, la ostentación, la repetición de consignas con “bocas de censores”; con los “que dicen patria”. En el mundo de la protagonista el género juega un papel importante: los hurones machos violan, ya que “la dureza exorciza al hurón macho”,[21] y “los hurones hembra”, “después de ser violadas la primera vez, terminarán compartiendo la comida con el hurón macho”.[22] Es decir, no solo se formula una división de papeles genéricos, sino que se criticará un sistema social en el que el poder y la autoridad irá asociada a lo macho, a lo que somete y contagia con una dinámica violadora y huronificada.

Hay un inmenso NO en ‘La puta y el hurón’. Un no al pliegue simbólico y estatal. Un no a la ubicua representación del mandatario muerto. Un no a todo tipo de duelo. Una no-relación.

Al igual que en la teoría de Mary acerca del poder hurón, esta novela tiene en su centro una violación, una violación que se vuelve recurrente, que exhibe una compleja dinámica entre violador y violada, que se repite y se repite en cadena y se inserta incluso en el sistema familiar. “Hoy me toca ir a casa de R.”, “espero que solo quiera conversar”,[23] escribe la protagonista en medio de una dinámica turbia que incluye actos de sadomasoquismo.

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Sin dudas, desde la primera violación la sumisión se vuelve ritual, dinámica que R justifica con la idea de “un consentimiento prostituto” que, dice Mary, “no sé cuándo acepté ni cuándo decidí que quería parar, pero con el cual cumplo”.[24] Con el dinero que R –el hurón– deja sobre la mesa, el hombre proyecta un consentimiento sobre la mujer para no asumir su acto violento y compra su silencio. Así es como supuestamente la protagonista se convierte en “puta”:

Cuando eres un personaje ya no escoges dónde quieres estar, simplemente el tiempo decide por ti y los hombres, directores, presidentes, dramaturgos, dictadores, profesores, académicos, escritores, dicen: “Ella es tan solo una gran puta”. Eres el resto, la sobra de un pensamiento, el vacío de una falsa representación, eres la mercancía de turno.[25]

La humillación va encadenando una relación de dominio y sumisión: “Me suena el móvil. Él me escribe un mensaje: «Caperucita, deja q te coja. Te me escapaste el viernes»”,[26] y a partir de ahí nace un conflicto insoluble para el sujeto, ya que socialmente implica asumir el lugar indeseado, el de víctima o loca desatada. Conflicto que tiene que ver con el frágil equilibrio entre consentimiento y vulnerabilidad, con el lugar real donde se inserta el emblema puta. ¿Es posible el consentimiento desde una posición de vulnerabilidad?

La etiqueta puta, para aquellas que supuestamente degradan de manera sexual y civil la moral asumida por la comunidad, dice mucho sobre cómo esta comunidad no asume su propia devaluación y cómo la proyecta sobre el cuerpo de un Otro(a) excluido(a) del territorio normativo donde impera sobre todo la ilusión de inmunidad.

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Aunque La puta y el hurón testimonia la degradación moral de una adolescente en su cruce al ser-mujer, en verdad de lo que habla es de la degradación del espacio social, de la lucha por el propio territorio. La voz de Mary dice “no” dentro de una máquina generadora de hurones que a su vez producen “putas”. Ser puta, sin embargo, implica ser víctima a la vez que libre, antinomia trágica, ya que tanto la libertad como la subordinación son consecuencias de las normas que (la) excluyen; espacio con el que resulta imposible identificarse por su vocación de convertir en resto al otro. Al ser colocada –desde el título– en el lugar de lo abyecto, solo le queda a la protagonista elegir entre ser puta-hurón (que participa consciente o inconscientemente del poder) o ser puta-insecto (que opera desde la resistencia al poder).

Reafirmarse desde otro lado, tal como sucede con la alianza voz-puta y voz-insecto, es romper el estigma de la re-significación. Resignificación que en este caso implica una elección identitaria alternativa en línea con el no y lo “impolítico”, según Esposito;[27] con los espacios que van en contra de las instancias de representación. Los lazos entre estos sujetos trans, bi, gay y puta tejen una red abierta a la diferencia y crean una comunidad en la que la dimensión institucional con tendencia a ordenar la diferencia se hace inoperante. Ninguno de los personajes –Pamela, Mayuli, Alberto y Mary– caben en ese orden dicotómico macho-hembra, orden contra el cual formulan una resistencia queer, antihurón.

Ser puta y ser insecto es, desde su propia semántica, una operación de disidencia contra las dinámicas de poder y una reafirmación-hembra para no caer en la “huronificación” del macho. Aun si se fuera cucaracha, si hubiera que “envenenarnos como a otra plaga más que infecta al país”,[28] la ética-insecto implica en este contexto defender actitudes vitales: “Amábamos a zánganos […], nos imagino a ti y a mí como pequeños abejorros solitarios que fueron espantados por la sociedad cubana”.[29]

Pequeñas muestras de vitalidad y emoción que se contraponen a la muerte y a la sensación de la nada, formulando desde su oposición una micropolítica del deseo-parásito en contra del contrato social impuesto por el poder-hurón: “Ustedes necesitan un mosquito que les inyecte esperma y les haga llorar. Ustedes necesitan salvaguardar a su país para no sentir tanta picazón en el ombligo. Ustedes necesitan comerse un cono de helado”.[30]

Exhibir la violencia social y política puede definirse como un acto que explota la vulnerabilidad del otro para asegurar la inmunidad propia, camino que solo conduce a dinámicas destructivas. Lo imprescindible, como argumenta Judith Butler, sería entender la vulnerabilidad no como una excepción, sino como la norma misma, y poder refundar una vida en común desde allí, desde esa “fragilidad”.[31]

Si miráramos la novela de Martica Minipunto con una lupa veremos que esto es precisamente lo que hace: construye desde los restos, desde lo roto, desde las sobras, desde lo abyecto. La puta y el hurón es la performance enrabietada de un cuerpo que le agua la fiesta a un sistema de poder patriarcal. Pero incluso, en esa performance que grita “soy puta”, donde de tanto gritar se queda casi sin voz, más que el yo lo que queda expuesto es la maquinaria socioeconómica y política, la producción de precariedades que devienen espacios de identificación imposibles para el sujeto.


* Este fragmento pertenece al ensayo “Tiempo, cuerpo y contagio: Fumigación en La puta y el hurón de Martha Luisa Hernández Cadenas”, incluido en el libro de la autora El presente incómodo: subjetividad en crisis y novelas cubanas después del muro, Corregidor, Buenos Aires, 2021. El libro se puede adquirir en formato digital tanto en Amazon como en Google Play.

Notas:

[1] Martha Luisa Hernández Cadenas: La puta y el hurón, FRA, Praga, 2020, p. 18.

[2] Cfr. Legna Rodríguez Iglesias: Las analfabetas, Bokeh, Leiden, 2015.

[3] Martha Luisa Hernández Cadenas: ob. cit., p. 134.

[4] Ibídem, p. 140.

[5] Ibídem, p. 138.

[6] Cfr. Carlos Manuel Álvarez: Los caídos, Sexto Piso, Ciudad de México, 2018.

[7] Cfr. Kimura Bin: Ecrits de psychopathologie phénoménologique, Presses Universitaires de France, Paris, 1992.

[8] Martha Luisa Hernández Cadenas: ob. cit., p. 42.

[9] Virgilio Piñera: “La vida tal cual (fragmento de sus Memorias)”, Unión, n.o 10, 1990, pp. 22-35.

[10] Martha Luisa Hernández Cadenas: ob. cit., p. 18.

[11] Ibídem, p. 43.

[12] Ibídem, p. 18.

[13] Ibídem, p. 19.

[14] Ibídem, p. 112.

[15] Walfrido Dorta: “Fidel Castro como tabú: disrupciones de una prohibición”, Hypermedia Magazine, 26 de noviembre, 2018.

[16] Martha Luisa Hernández Cadenas: ob. cit., p. 20.

[17] Cfr. Judith Butler: Precarious Life. The power of mourning and violence, Norton & Co., New York, 2004.

[18] Martha Luisa Hernández Cadenas: ob. cit., p. 62.

[19] Ibídem, p. 97.

[20] Ibídem, p. 21.

[21] Ibídem, p. 66.

[22] Ibídem, p. 65.

[23] Ibídem, p. 25.

[24] Ibídem, p. 63.

[25] Ibídem, p. 78.

[26] Ibídem, p. 46.

[27] Cfr. Roberto Esposito: Categorías de lo impolítico, Katz, Madrid, 2006.

[28] Martha Luisa Hernández Cadenas: ob. cit., p. 38

[29] Ibídem, p. 10.

[30] Ibídem, p. 38.

[31] Cfr. Judith Butler: ob. cit.

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1 comentario

  1. Bien por Nanne Timmer, muy al tanto de los nuevos narradores cubanos, donde resalta por su talento Martha Luisa Hernández Cadenas y su novela «La puta y el hurón». Martha Luisa me recuerda «Pájaro, pincel y tinta china», cuando surgió otra gran narradora: Ena Lucía Portela… Alegría, aunque me voy sin saber qué significa «narratarios» (sic). ¿O es un minipunto?

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