Se celebró al fin en Camagüey el encuentro de intelectuales; de él volvemos. Luego de cuatro días de actividad, pudiera tal vez hacerse un balance de este evento, ejemplar en lo que el vocablo tiene de más amplio; ejemplar en lo bueno y en lo malo. Empecemos por esto último, pues el mal trago se pasa pronto.

La organización del Encuentro fue deficiente. Más aún: pudiera decirse que la desorganización resultó perfecta. A pesar de que el programa era ambicioso y se cumplió en su mayor parte, la ausencia de coordinación le restó eficacia. Ningún acto, o casi ninguno, efectuóse a la hora señalada, y esto acabó por desorientar al público, que de otra manera habría ido en mayor cantidad.

Las exposiciones de pintura y escultura fueron mal presentadas. Teniendo en cuenta la “novedad del intento”, debió cada una estar asistida de un catálogo (que no hubo) y un texto explicativo claro y directo. El público que acudió a ellas se quedó a la luna de Valencia… o de Camagüey.

Funcionó pobremente el comité de recepción. Se dio el caso deplorable del conjunto folklórico de la tumba francesa, cuyos miembros pasaron mil apuros para alojarse y cenar la noche de su llegada. (Uno de esos artistas populares habló con nosotros al día siguiente. Nos dijo: “Los orientales recibimos a los forasteros mejor que los camagüeyanos. No había violencia en el tono de su voz, sino una punta de amargura. Entendió sin que se lo explicáramos mucho, el origen de la aparente descortesía y real incomodidad: aquel vasto mare magnum estaba atendido por un puñado de jóvenes que no llegaban a diez).

Faltó rigor en la admisión de los concurrentes, es decir, sentido de selección en las invitaciones. Asistió por eso una pintoresca representación de la pepillería implume, que nada tenía que hacer allá y que puso una nota oblicua en la calma provinciana. Ello suscitó por cierto la más dramática intervención del Encuentro, la de una muchacha “sin historia ni compromiso”, –así dijo– lo que le permitía hablar en alta voz. ¿Acertó, o fue víctima de un impulso juvenil? En nuestra opinión, el problema no era –no es– para ser tratado en la forma imprudente que lo fue, –ni en ninguna otra, en aquel sitio– y menos cuando la asamblea se hallaba incapacitada para todo juicio o resolución última. En fin…

En fin, que esto es, grosso modo, lo malo. Vayamos ahora con lo bueno.

* * *

Empecemos por el final, pues la culminación del Encuentro fue magnífica. Empecemos por el mitin que se celebró en la Plaza de la Soledad y en el cual los congresistas fueron a dar cuenta al pueblo de lo que habían hecho; a establecer contacto con él; a someterle un pliego de trabajo, en la hora crítica que vive Cube. Por primera vez veíase algo así en Camagüey, y es posible que no se haya visto tampoco nunca en otros sitios de nuestra isla. El público asistente fue denso; entusiasmada la atención que prestó a los oradores, entre los cuales uno, el Presidente de la Federación Campesina, sobresalió por su elocuencia.

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A pesar de los inconvenientes señalados al comienzo de estas notas, hubo una auténtica inquietud popular, despertada por la presencia de los delegados y, sobre todo, por lo novedoso de los actos que el Encuentro puso al alcance del público sorprendido. Mucha gente vio por primera vez el Retablo de Maese Pedro, o el entremés de los habladores, o la revolucionaria pieza del renegado Odetts, o Abdala. ¿Es posible olvidar tampoco que en esta ocasión fue estrenada en Camagüey una deliciosa obra titulada La brújula, de un fino, de un irónico sentido social, y la cuál obra señala a su autora, Gloria Parrado, como una promesa de inmediata realización? ¿Quién va a desconocer el carácter político, militante, que tuvo el Encuentro, no sólo en sus pronunciamientos nacionales, sino en los de alcance universal?

Para lo último dejamos una experiencia que nos parece muy útil y que vimos en Camagüey, sugerida por uno de los fotógrafos del Instituto Nacional de Cine, en su afán de tomar vistas “animadas” de la ciudad. Esa experiencia es la de los recitales “relámpagos”. Consisten en que los poetas se lanzan a la calle y escogen un lugar apropiado para decir uno o dos poemas, aprovechando la afluencia de público. ¿Qué ocurre? Que la gente se aproxima, aplaude, grita, pide más… a condición de que los poemas sean cortos, pues nadie está dispuesto, bajo el sol y en plena vía pública, a aguantarse el Niágara. Hemos oído decir que esto se hace también en España, hasta que llega la policía franquista. ¿Por qué no hacerlo en Cuba, donde cuando lleguen los milicianos no harán otra cosa que aplaudir y confraternizar con la audiencia popular?

Resumen: el Encuentro ha sido útil, aunque pudo serlo más; el trabajo de sus organizadores, heroico. Queda sembrada una semilla que será árbol pronto.

Y aún las mismas fallas en el trabajo, los errores debidos a la inexperiencia tanto como a la escasez de medios que los habrían evitado, serán objeto de fructuoso estudio, no sólo por los amigos camagüeyanos, sino por los que tengamos algún día que enfrentamos a tareas semejantes.


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