Fina García-Marruz y Cintio Vitier
Fina García-Marruz y Cintio Vitier

Cintio o la intensidad (palabras para un homenaje)

La intemperie es el sol del extranjero
Cintio Vitier, “Los peregrinos de Enmaús”

El primer texto que escribí sobre Cintio Vitier fue una reseña para el Anuario del Centro de Estudios Martianos sobre sus Temas martianos. Como he evocado en otro lugar, una mañana de 1983 fui al centro a cobrar mis derechos de autor. Yo era entonces muy joven, y muy tímido. Me quedé un momento solo en la oficina del director, que estaba –al menos yo la recuerdo así– como en penumbras, y de repente miré hacia la puerta y ahí estaban a cierta distancia Cintio Vitier y Fina García-Marruz. Creo que esa imagen, aunque yo no lo sabía entonces, era parte de mi destino. Después, cuando escribí mi libro sobre Fina, comenzó una amistad con ambos que es uno de los tesoros cognitivos que me regaló la vida. La última imagen es de 2016, cuando fui a La Habana, gracias a Roberto Fernández Retamar, a presentar Otros poemas, de Raúl Hernández Novás. Una tarde fui con Enrique Saínz a visitar a Fina. Enrique me dejó solo con ella en la sala y se perdió en la biblioteca. Entonces me fui dando cuenta (todavía no sé por qué Enrique no me advirtió), poco a poco, durante dos lentísimas horas que ya Fina estaba en el otro mundo. Un verso suyo, que yo le había escrito en una carta, nos reuniremos en la esmeralda, me lo atribuía a mí, como si no recordara que ella era la poeta de Las miradas perdidas y Visitaciones… No mencionó nunca a Cintio ni a Sergio. Sólo cantaba canciones de Édith Piaf, Bola de Nieve y Gardel (y le disgustaba Rita Montaner). Creo que ya estaba en la esmeralda, o ¿acaso, todavía, en aquel olvidado y fiero paraíso, de su poema “Tus pequeñas pisadas en la arena”? No sé por qué después pensé en Ofelia, la de Hamlet…

Pero se me ha pedido que hable de Cintio, y estoy haciéndolo de Fina, aunque ¿no son uno los dos? En cierto modo, sí, pero en cierto modo, no. Cuando al principio de nuestra amistad los visitaba en la casa de la Víbora junto a Raquel Mendieta, y después, hasta el final de mi vida en Cuba, junto a Enrique Saínz, casi siempre era Cintio quien hablaba. Y yo, confieso, hubiera querido oír más a Fina. Aunque con Cintio me sentía más cómodo. Con Fina, cuando te miraba, se sentía un poco de temor. Parecía que podía mirarte por dentro. Como pasa con su poesía. Un día Cintio me reprochó: ¿y cuándo vas a escribir sobre mí? Ciertamente lo hice después, muchas veces. Recuerdo el tiempo previo, cuando leí toda su poesía para escribir el ensayo “La extrañeza de lo real. Poesía de Cintio Vitier”, (que recupero para este dosier). También escribí entonces otro sobre su ensayística, “Cintio Vitier: el tiempo ético”, que fueron publicados en mi librito Orígenes: La pobreza irradiante, pero que inicialmente fueron escritos para la Historia de la literatura cubana, que tardó tanto en publicarse. Yo trabajaba entonces en el Instituto de Literatura y Lingüística. Todavía recuerdo una mañana en que le comenté a Enriquito la poderosa impresión que me había dejado la lectura de toda la poesía de Cintio. Una impresión diferente a la de la poesía de Fina, pero igual de intensa. Es una poesía de una gran intensidad cognitiva. A veces he escuchado la comparación entre la poesía de Cintio y la de Fina, y casi siempre para argüir que la poeta era Fina. Cada vez que sucedía, me preguntaba: ¿habrá leído ciertamente la de Cintio? No se trata de preferencias, que son válidas. Yo mismo prefiero la de Fina. Pero la poesía de Cintio Vitier siempre tuvo una intensidad peculiar. Una temperatura intelectual acaso como ninguna otra en toda la poesía cubana. No fue por casualidad que Octavio Paz la elogiara desde muy temprano. Bastaría leer de nuevo “Símbolos”, un poema que releo mucho, y que siempre parece a punto de decirme algo: algo muy importante para mi vida. Esa intensidad se mantuvo además inalterable hasta sus últimos poemas. Aunque muchas veces la poesía de Cintio y la de Fina desenvuelven temas comunes, son muy diferentes. Es cierto que la de Fina suele conmover más, y hasta es acaso muchas veces más profunda, como que nos sumerge en un légamo reminiscente. Pero la de Vitier activa directamente el pensamiento. Aunque no exactamente el pensamiento que detentan tantos ensayos suyos, sino otro, más oscuro, acaso por aquello de que “la naturaleza ama esconderse”, que escribió Heráclito. El Vitier poeta no hacía concesiones, casi nunca. El ensayista puede incluso equivocarse, o sostener ideas que con el tiempo pueden fenecer, o que pueden resultar polémicas, o ser refutadas incluso. El poeta, como no depende de las ideas, nos deja siempre su intensidad.

Pero yo quisiera ahora hablar de otra zona de la obra de Vitier dentro de su pensamiento ensayístico; no para describirlo, o calificarlo, como ya he intentado hacer antes, y como se ha hecho tanto, e incluso polémicamente, sino para retomar aquella intensidad peculiar que me trasmitía su poesía. Hay dos libros de Vitier que no me abandonan nunca: La luz del imposible, y Poética. Claro que hay algunos capítulos de Lo cubano en la poesía (como el de Zenea y el de Casal), o zonas de otros (en el de San Juan, en el de Vallejo, o en el de Borges, por ejemplo), que releo siempre, pero me refiero a otro tipo de lectura.

Recuerdo una tarde en el Centro de Estudios Martianos en que, por motivo de algún aniversario, estuve en un panel sobre la obra de Vitier. En esa ocasión hice un reproche severo a la academia insular, porque cuando yo estudié letras en la Universidad de La Habana en la década de los setenta su librito Poética sencillamente no existía para la teoría literaria, mucho menos su Experiencia de la poesía y La luz del imposible. Y sin embargo no he leído nunca un libro sobre poesía, ni siquiera los conocidos de Paz (quien también estaba ausente entonces, por cierto, junto a otros decisivos después para mí, como Filosofía y poesía y Pensamiento y poesía en la vida española de María Zambrano –aunque estos dos últimos no estuvieron nunca ausentes para la formación del poeta Vitier) que me incitara tanto, como que me devolvía, como en un relampagueante reconocimiento, a lo que infusamente yo había sentido siempre que era la poesía. Nunca aprendí (o desaprendí) más, nunca me sentí más reconfortado en mi soledad de poeta, como cuando leí aquellas páginas inmarchitables. Y no sólo por lo que decían, que era ya mucho, sino también por cómo lo decían. Los pocos años, antes de irme a vivir a Madrid, en que impartí en la Escuela de Letras la materia sobre poesía cubana contemporánea, traté de enmendar esta y otras muchas ausencias. Justicia poética. Ahora mismo, desde que vivo en Argentina hace doce años e imparto en la Universidad de Río Negro, entre otras, la materia Introducción a los Estudios Literarios, Poética es uno de los textos que deben estudiar los alumnos, junto a algunos pasajes de La luz del imposible, o también la deslumbrante conferencia “Hablar de la poesía” de Fina García-Marruz.

Hay una manera de trasmitir el pensamiento que tiene muy poco que ver con la forma en que se suele trasmitir en la academia en cualquier latitud. Es una pena no haber tenido el privilegio de escuchar aquellas conferencias inolvidables de la Zambrano en La Habana. Sus alumnos de entonces (Cintio y Fina entre ellos) recuerdan incluso su voz como un valor cognitivo. O las de Borges sobre literatura inglesa en Buenos Aires. O las de Harold Bloom en Yale… Yo titulé un ensayo sobre la ensayística de Fina, como “….el conocimiento encarnado”. Esta frase valdría también para esa zona de la ensayística viteriana. A veces no importa siquiera la intelección lógica de las ideas, sino la temperatura, la fe, la intensidad que secretan. Aunque a veces también las ideas mismas, expresadas significativamente, por ejemplo, en fragmentos en “Raíz diaria”, de La luz del imposible, nos arrostran a una suerte de iniciación: si asumimos las consecuencias de incorporar ese conocimiento, ello comporta una transformación radical de nuestra vida y de nuestra cosmovisión. Citemos tres, a manera de ejemplo:

Ciertas nociones negativas tienen otra dimensión de totalidad positiva, de presencia. Así lo invisible no es solo aquello no-visible, sino que, por su propia sustancia, reside en otro plano ajeno a la negación. Del mismo modo, cuando digo “imposible” no quiero decir “no posible”, sino que aludo a una cualidad constitutiva de las cosas reales.

Ese estirón atroz del dolor (físico y espiritual, inextricable). Tenemos que darlo.

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*   *   *

Lo desconocido no puede llegar nunca a ser conocido. Lo desconocido se conoce como desconocido, se manifiesta como desconocido. Lo oculto se descubre como oculto. Desconocido y oculto no son nociones negativas, términos de una búsqueda, sino presencias.

*   *   *

Lo que se oculta es lo que se manifiesta, lo que nos protege es lo que nos expone, lo que puede saciarnos es lo que nos vuelve insaciables… Sólo en la intuición de lo contradictorio, de lo inconciliable, como imposible y sin embargo efectiva unidad, podemos reposar la cabeza.

Literatura sapiencial, sin duda, como lo es la poesía perdurable. Han pasado muchos años… A veces he pensado que es mejor no conocer a nuestros maestros. Pero también sé que acaso la verdadera sabiduría no se trasmite solo por la letra sino por la persona. No puedo solucionar esta ambivalencia. El verdadero maestro es el que te hace libre. Autoconocimiento y libertad.

Cintio Vitier y Fina García-Marruz. EL PAÍS / Consuelo Bautista, 1997.
Cintio Vitier y Fina García-Marruz. EL PAÍS / Consuelo Bautista, 1997.

La extrañeza de lo real. Poesía de Cintio Vitier (ensayo)*

1.

La poesía de Cintio Vitier aporta a nuestra lírica uno de los más intensos procesos poéticos que ésta ha conocido. Desde su cuaderno inicial, Poemas (1938), su obra se configura como una incesante pregunta. Como el poeta arquetípico descrito por María Zambrano,[1] Vitier inquiere en su primer texto: ¿Qué es el mundo?, para enseguida afirmar: La vida/rumorosa me ciega, donde ya aparece una extrañeza que no lo separa de la realidad, antes bien lo acerca entrañablemente a ella, porque lo que el poeta siente es “lo extraño-natural, la cotidianidad de la extrañeza”,[2] como expresa en su ensayo La luz del imposible (1957), donde Vitier, con la lucidez crítica que lo caracteriza, ahondará en las razones de su poética apoyándose en el desciframiento de una reflexión martiana: “No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble y graciosa”; instante raro que para Vitier “equivale a cierta dimensión de lo extraño”.[3] Pero esa extrañeza proviene de sentir una oquedad, una insuficiencia en la realidad, de allí el origen de su inquirir, de su incesante preguntar, o lo que el poeta nombra como “la extrañeza interrogante”.[4] En el ensayo mencionado es muy explícito al respecto cuando expresa: “La oscilación entre lo natural y lo extraño parece que se va a llevar toda nuestra vida, comprendiendo que lo natural es también la naturalidad de lo sobrenatural y lo extraño supone la lejanía de lo inmediato”.[5]

Ahora bien, aquella oquedad que siente el poeta en la realidad constituirá además el secreto y el estímulo de su aliento creador, pues lejos de tratar de llenar esa oquedad, el poeta parece que lucha por hacerla más visible. Cuando Vitier pregunta no lo hace para obtener una respuesta inmediata y causal, pues lo que aguarda y provoca es la respuesta de lo invisible, de lo desconocido, respuesta que entonces se configura como una pregunta también. Si preguntar es hacerse visible, “hagámonos visibles para lo invisible”,[6] parece decirnos Vitier. Así, en Sedienta cita (1943), expresa:

Dónde estuve, qué es esto, qué era tanto,
por qué laúd de sufrir o cal o estiércol frío
se me propaga en piedras las voracidades del corazón.

En el poema “Lo nupcial”, del poemario De mi provincia (1945), confiesa: Toco reinos que me son interrogantes. En La ráfaga (1945-1946), dice en una prosa poética: (mi eterna pregunta): ¿y esto? ¿Y esto que me conmueve? ¿Y yo qué voy a hacer con esto? Y en Capricho y homenaje (1947), insiste en “Fragmento”: Qué es preguntar, qué es estar, qué es esto? Porque el poeta no quiere poseer a la realidad, sino ser poseído, devorado por ella: “Lo que nos es impuesto, lo que no podemos rechazar, lo que no depende de nuestra elección —eso es lo más profundo y lo más hermoso”,[7] afirma también. No quiere elegir, sino ser elegido. De ahí que pregunte como para crear un vacío que espera ser llenado por una respuesta desconocida. Pero esa respuesta, cuando sobreviene, no la hace en última instancia para develar lo desconocido, sino para manifestarse como desconocido, como una presencia tan real como las cosas mismas. De allí que en ellas convivan lo inmediato y lo mediato, lo inmanente y lo trascendente, lo conocido y lo desconocido, porque para Vitier las cosas son ellas y a la vez otra cosa; aludirán siempre, desde su inmediata materialidad, a otro plano que las contiene pero a la vez las trasciende.

Cuando Vitier pregunta: ¿Ya sólo habrá un Objeto Onírico?, en el texto “De Peña Pobre”, de Capricho y homenaje, o cuando alude a estos ojos / oníricos, en “Un hombre, un cruel tamaño”, de Extrañeza de estar (1944), indica la presencia, dentro de las cosas mismas, de ese sueño, ese velo que parece encubrir una realidad más vasta. Por eso el poeta expresa que “toda poesía me parece el umbral de un advenimiento mayor e inabarcable”,[8] porque las propias cosas son siempre un símbolo, un umbral. Por eso se siente ante la realidad Como delante de un ciego / pasan volando las hojas, versos martianos que el poeta sitúa como exergo de su poema “Estancias”, del libro De mi provincia, donde escribe: Mientras pasan las hojas granas el aire / a su entreacto central de fantasía, / cae una extraña nevada; la misma “extraña nevada”, el mismo velo, presentes en el poema “Una extraña nevada está cayendo”, de Fina García-Marruz.

Lo onírico en su poesía no tendrá nada que ver con una manifestación, digamos, surrealista. Es lo onírico que detentan las cosas mismas, su capacidad de trascendencia su esencial espiritualidad, su exceso simbólico. Por eso para Vitier las cosas y nosotros existimos como en un estado clandestino, encubierto, en un perenne umbral, pero umbral velado por una cortina que nos separa de lo trascendente. Dice el poeta en su poema “Símbolos”, del libro Sustancia (1950):

Cada mañana los símbolos
están de nuevo mirándome,
detrás de una ardiente noche
a la que la luz no puede
sino darle más belleza.
Son los árboles callados,
son el rocío y las nubes,
el mar salvaje, las formas
de todas las criaturas
hechas de nombre y de polvo.

[…]

¡Oscuro mundo! La luz
sólo puede atravesarlo
como a cerrada caverna.
Y ella misma entre las hojas
¿qué nos pregunta, temblando?

Pero esa convicción de que “Lo más extraño es la incontrovertible solidez material de las cosas”,[9] conduce al poeta a su vivencia de lo imposible, convertida en concepto en su libro La luz del imposible. Las cosas —“sin perder el brillo hiriente de la inmediatez, los colores de la alucinación que nos rodea”—[10] portan como un exceso simbólico, alusivo, que el poeta siente, en su poema “Lo nupcial”, como un callado frenesí, o, en su poema “La ráfaga”, como una ráfaga hiriente. Y este imposible, consustancial a las cosas mismas, será ese misterio intrínseco que portan y que parece a la vez sustentarlas. Dice el poeta en La luz del imposible:

Ciertas nociones negativas tienen otra dimensión de totalidad positiva, de presencia. Así lo invisible no es sólo aquello no-visible, sino que, por su propia sustancia, reside en otro plano ajeno a la negación. Del mismo modo, cuando digo “imposible” no quiero decir “no posible”, sino que aludo a una cualidad constitutiva de las cosas reales.[11]

Pero eso que Vitier ha denominado “el imposible como hogar”[12] está directamente vinculado a dos cosas: por un lado a su convicción religiosa, concretamente católica, de que “la experiencia cabal de la poesía es la experiencia del destierro, de la perdición y del pecado”,[13] como expresa en Experiencia de la poesía (1944), donde también insiste en “la primera y fundamental experiencia poética de que puedo dar fe: la del profundo, entrañable destierro de sí mismo, el sentirse y vivirse desdoblado, escindido [… ] el alma que está en nosotros perdida, el paraíso velado y roto de la persona”;[14] y por otro, digamos, a su consecuencia, la de sentir “un angustioso sentimiento [.. .] de imposibilidad en el discurso”,[15] según expresa en el prólogo a su libro Vísperas (1953). Sobre esta última es necesario detenerse para comprender su esencial actitud ante la poesía —y ante la literatura en general—, así como el propio proceso formal que esta muestra.

La poesía de Cintio Vitier anterior a 1959 soporta ser dividida en tres etapas, atendiendo a las características generales de su proceso evolutivo. La primera, presidida por el orbe poético de Juan Ramón Jiménez —Luz ya sueño (1938-1942) y Palabras perdidas (1941-1942)—, de la que el propio poeta expresa que salió “con un lenguaje bárbaro y ávido”,[16] puede ser efectivamente comprendida a través de los dos testimonios que recoge Vitier en su Experiencia de la poesía y en La luz del imposible, sobre la significación que tuvo para su poesía el contacto inaugural con el universo poético del poeta español. Esta primera etapa puede caracterizarse por una fruitiva relación con la realidad, tipo de relación que no excluye el contacto doloroso, la pregunta entre absorta y angustiosa, hecha desde un substrato ontológico profundo, y donde cada pregunta y cada intento de constatación poética son asumidos como una búsqueda, un conocimiento que, o se detiene ante la extrañeza de la realidad, o se prolonga a través de un efusivo deseo.

A partir de Sedienta cita (1943), hasta Sustancia (1950), su poesía transita por una segunda etapa, donde el poeta incorpora otras dos experiencias que le son igualmente decisivas para la conformación de su pensamiento poético, las de las obras de Lezama Lima y César Vallejo. Aquí accede Vitier a una poesía de mayor acendramiento discursivo, una poesía más detenida y extática, más lúcida frente a la realidad, y a la vez de mayor espesura verbal. La crítica se ha referido a su profusa adjetivación y al insistente acompañamiento de cada alusión a la inmediata realidad por un adjetivo que suele comportar calificaciones de índole espiritual.[17]

Estas dos acusadas tendencias de su poesía, al configurarse dentro de una forma a menudo muy libre e irregular, donde el poeta elude incluso toda fluidez, y que suele independizarse de toda contención métrica, y estrófica, acentúan cierto hermetismo, el cual puede provenir, además, de una soterrada afectividad y de aquel impulso discursivo ya señalado, los cuales sacrifican a veces toda transparencia comunicativa por la fidelidad a una irrenunciable actitud poética —que es también en el fondo religiosa— frente a la realidad.

Esta zona de su poesía revelará como un exceso de pensamiento que las palabras apenas pueden aprehender. De ahí que refuerce su condición abierta, menesterosa, ávida, por sobre cualquier complacencia formal y por sobre cualquier conformidad intelectiva. Así, pues, desde un inicio, la poesía de Vitier se orienta hacia una poética trascendentalista, ajena a todo formalismo o esteticismo. Es por ello que Vitier afirma que “Las palabras han sido y son para mí un umbral, nada más…”,[18] y que “la más pura poesía […] es para mí, sin importar los elementos que utilice, la que absorbe más profundas impurezas”,[19] por donde se hace explícita su superación de la estética de la poesía pura, tal y como puede comprobarse, por ejemplo, no sólo a través de su propia poesía, sino, en un plano teórico, en su libro Poética (1961). Se diría que la poética de Vitier, afín en más de un sentido con la aparente desintegración y violencia de la forma poemática, propias de un César Vallejo o de un Lezama Lima —lo que el poeta ha denominado, a propósito de la poesía de Lezama, como una “naturalidad bárbara”,[20] también del linaje de Unamuno y de los Versos libres de Martí—, intenta eludir todo énfasis exclusivamente literario, concepto contra el cual reacciona siempre con mucha desconfianza, como puede apreciarse en sus juicios de La luz del imposible o, incluso, explícitamente, en sus poemas “XXXVI” y “XXXVII”, de su poemario Canto llano (1953-1955), recogido en Testimonios 1953-1968 (1968). Toda esta problemática queda claramente expresada en la siguiente reflexión de Vitier:

A pesar de haber escrito tanto sobre el estado de extrañeza, no he podido nunca comunicarlo realmente. Quizás porque en su centro de halla el fenómeno del lenguaje. Lo más extraño en ese estado es el lenguaje mismo con que me doy cuenta de él —porque nuestros sentidos son ya lenguaje y lo que vemos y sentimos, el mundo, es ya una palabra. Pero la extrañeza consiste justamente en ese desgarrón silencioso por el que vemos lo otro, la separación del “mundo” y la “palabra mundo”. En esa separación nos sentimos también separados, alejados, no psicológica sino ortológicamente. Esa lejanía es el dónde, el qué es, de la extrañeza; y en medio de ella, como una neblina inasible, queda flotando el lenguaje.[21]

Se puede afirmar, pues, que no hay acaso poesía cubana que revele por sí misma una mayor conciencia de los límites de la palabra. Toda su poesía denuncia una lucha contra su insuficiencia. El propio poeta lo expresa así: “la poesía añade a las cosas la distancia; pero es una distancia de la que siempre estamos infinitamente distantes. ¿Cómo, entonces, podemos hacerla?”[22] Pero ese “angustioso sentimiento […] de imposibilidad en el discurso”,[23] se acentúa, además, por la apertura trascendente de su pensamiento poético, por la condición de umbral de la palabra, pues al poeta le interesa no lo que las palabras pueden configurar, sino sobre todo a lo que pueden aludir, ya sea como carencia presente o posibilidad futura: como memoria y deseo. De ahí que se pueda afirmar, paradójicamente, que la poesía para Vitier no está en el poema. Este es la consecuencia de la poesía o su deseo. Pero esto, que pudiera entenderse como una limitación, no lo es al cabo, porque es el resultado de una tensión y una lucidez extremas frente a la poesía, fruto de una desgarradora insatisfacción también. Es como si desconfiara a priori de toda configuración ideal de la poesía en el poema, de todo aquello que pudiera entonces reconocerse como literatura. De ahí que su obra poética revele más y mejor la propia existencia y necesidad de la poesía. Se puede afirmar que esta no ha tenido amante más fiel, pero por ello mismo más vulnerable. Su religación con la poesía es tan estrecha que lo que ofrece casi siempre es su relación, nunca su solitaria o momentánea posesión o independencia. Así, ese ascetismo de su lucidez poética lo obliga a ser muy fiel a ese imposible, a esa limitación, a esa carencia, a esa oquedad, que el poeta siente no ya en la palabra, sino en la propia realidad. En su poema “XXI” de Canto llano (1953-1955), dice Vitier en su primera estrofa:

Algo le falta a la tarde,
no están completos los pinos,
y yo mirando a las nubes
siento lo que no he sentido.

Así, la poesía de Vitier puede soportar la siguiente comparación con la poesía de Fina García-Marruz: si en esta la palabra encarnada está siempre a la vez cerca y lejos, pero sobre todo lejos, es decir, aludiendo desde las cosas a la lejanía, por donde sus materias poéticas parecen siempre estar como escapando, despegando hacia otro plano trascendente, aunque sin perder nunca su vínculo encarnado con la realidad, en la poesía de Vitier, la palabra encarnada, también alusiva, simbólica, alude casi siempre desde la lejanía a las cosas mismas, por lo cual estas siempre están entonces como regresando a ellas mismas: pobres, escuetas, desgarradas, esto es, como extrañadas de sí mismas.

No puede obviarse en el estudio de su poesía su peculiar valoración de la memoria, tópico extensivo sobre todo a la segunda promoción origenista. Este ha sido particularmente asediado por Vitier en su ensayo “Mnemosyne” 1945-1947, de su libro Poética, donde la memoria es entendida como memoria creadora. Dice allí: “La memoria [entonces] actúa como principio germinativo, es decir, mediador”,[24] por el cual la poesía —que “quiere extática penetrar”,[25] nos advierte— puede acceder a su propio conocimiento de la realidad a través de la mediación de esa memoria creadora, que intentará apresar sus esencias. De esta manera la memoria, en la poesía de Vitier, no se reducirá a la mera recuperación por el recuerdo de un tiempo ido, sino sobre todo tratará de actualizar el sentido, la significación dinámica, trascendente, de ese tiempo, como se transparenta, por ejemplo, en su poema “Lo nupcial”. En el poema “El espejo”, de su libro Sustancia (1950), se hace más nítida la condición creadora, nupcial, de la memoria:

Así como el espejo
no copia al reflejar
(el cuarto solitario
esplende en otro tiempo fabuloso,
el hombre que se asoma no eres tú
sino tu víctima o tu juez),
así el recuerdo entrega lo vivido
como si la sustancia del futuro
en sus ávidos ojos nos mirara,
y allí estuviera unida
el agua con la sed
en un velo de luz inaccesible.

En Poética arguye Vitier sobre esta idea en el tópico “El tiempo de la reminiscencia”, del ensayo “La palabra poética” (1953). Con posterioridad el poeta parece acercarse a una validación entrañable del instante, como puede apreciarse en su poema “XLIII”, de Canto llano 1953-1955, donde expresa:

No recordar ni desear,
sombras, becerros, maravillas:
¡El Hoy, el Hoy que pasa y queda,
agua virgen, palma divina!

Finalmente, a partir de Sustancia (1950) comienza a perfilarse una tercera etapa en su poesía, caracterizada cada vez más por lo que el poeta ha dado en llamar “hacer pasar la voz a lo escrito”,[26] mediante lo cual su poesía ilustra un movimiento hacia una mayor claridad, acompañada de un cierto despojamiento intelectivo, el cual, al anticipar la conversión católica del poeta, propiciará el énfasis en una temática ya recurrente en su obra: el tema de la pobreza. Asimismo, esa voz, dentro de lo escrito, tratará de eludir al “monstruo literario”,[27] proceso descrito en su ensayo “La palabra poética”. Ya en Sustancia parece disminuir la “extrañeza interrogante”, a la vez que aparecen algunos textos que ilustran verdaderas síntesis de experiencias: “Lo imposible”, “Símbolos” y “Espejo”. Aquí, además, irrumpe su visión de lo cubano, como se aprecia en el poema “El viento y el rostro”. Ya en el poema final de Capricho y homenaje 1946, “Noche intacta (Hojas)”, el poeta había escrito que una angustia de historicidad se apoderaba de nosotros, y se preguntaba: ¿Cómo salvar a un país que no se hunde?; también había aludido a esos aciagos danzones de angustiosa patria. Ahora, en “El viento y el rostro”, dice Vitier: Y qué angustiosa patria en las palmas vislumbro. Vislumbres, todos, de un poema primigenio, decisivo, para la problematización de las relaciones entre la poesía y la historia, nuevo tema de su poesía; se alude aquí al texto “Cántico de la mirada. En Puerto Boniato”, donde se accede a la revelación dolorosa de la Isla, pero no de una isla mítica, eglógica, sino de una isla contaminada de historicidad y a la vez asumida como vivencia dolorosa; dice Vitier aludiendo al desembarco de Martí en Playitas:

¡Isla, sí, hasta las lágrimas, oculto me revelas y me nublas
con una dicha grande y angustiosa, con una voz de huérfano
y amante
alumbrando tu abandono en un nocturno desembarco…!

Esta nueva perspectiva, luego del provisorio descendimiento de su libro Conjeturas (1951), desembocará en otro poema fundamental, “Palabras del hijo pródigo”, del libro de igual título, escrito entre los años 1952 y 1953, donde ya se hace explícita la conversión católica aludida, la cual propiciará no sólo un apreciable cambio en su poética, sino que influirá en su cada vez más creciente preocupación frente a lo histórico; proceso ya claramente constatable en sus libros Canto llano (1953-1955) y Escrito y cantado (1954-1959), integrados ambos a Testimonios (1968).

La oralidad, a que se había aludido antes, se adueña del tono predominante de los dos poemarios, que pueden ser caracterizados por su optimismo trascendente. No es que desaparezcan preocupaciones o temas fundamentales de su pensamiento, sino que estos son asumidos, digamos, sin la antigua angustia, o desde una incorruptible fe trascendente, como si el poeta hubiera abandonado para siempre aquel joven palacio de amargura de su poema “El convaleciente”, de su libro Luz ya sueño (1938-1942). El poeta continúa sintiendo la extrañeza constitutiva de las cosas, pero su enunciación ya no es angustiosa; asimismo, su inquirir ya es tácitamente afirmativo; dice en el poema “XX”:

Dime por qué nos fascinan
los paisajes de la tierra,
y qué consuelo encontramos
en su luz perecedera

[…]

Dime por qué, si la muerte
sobre ellos señorea,
con su mirada nos curan
los paisajes de la tierra

Una antigua, pero como transfigurada aquiescencia, se deja escuchar en su poema “XLII”: Atenerse sólo a las cosas, / ya hurañas o ya maternales. En el libro siguiente, Escrito y cantado (1954-1959), se mantienen estas características, aunque mezcladas también con poemas que continúan indagando, si bien desde una mirada superior, en la realidad; así, por ejemplo, “La mano extendida en el umbral”, donde reaparece el tema de la pobreza. Aquí, también, regresa uno de sus motivos preferidos: el árbol, pero acaso como ejemplo arquetípico de “la plenitud de la naturaleza” contrapuesta a “las neuralgias de lo extraño”.[28] Ello se evidencia en el poema “Un extraño honor”, donde el contraste entre el árbol y el hombre parece querer dar respuesta a las preguntas de otro poeta cubano, Juan Clemente Zenea. También, como ejemplo de la apetecida plenitud de la naturaleza, sobresale su poema “El salto del Hanabanilla”.

Lo que comienza a configurarse como una poética de lo cubano —reparemos en que este libro se escribe simultáneamente a Lo cubano en la poesía (1958)—, aflora en los poemas “La luz del cayo”, “La palma en la arena”, “La perra y el mar” y “Lejos”, donde aquel despojamiento que se había señalado como acusada tendencia de su poesía a partir de Sustancia, encarna en los temas explícitos de la intemperie y la lejanía. Intemperie confundida con el tema de la pobreza, con el valor simbólico de la aridez, tal y como aparece desplegada en el importante poema “Palabras a la aridez”.

Pero también irrumpe lo histórico, o la necesidad de las nupcias entre la poesía y la historia —tema central de Lo cubano en la poesía— en el extenso poema en prosa “Agonía”, fechado en noviembre de 1958, donde sus palabras se nutren de otro tema esencial a Orígenes: la profecía. Ya había expresado Vitier, en su prólogo a Vísperas, que el proceso de su poesía le había servido “para acercarme a realidades que desde luego la anonadan”, para inmediatamente indicar: “Esa calidad de vísperas, de detención ante otra cosa, de profecía del alma que nos devuelve a la parábola eterna del lujo, después de la angustia y la rebeldía y el existir clandestino, es lo único que me consuela de tanta escritura, y lo único que en realidad ofrezco”.[29] En una fecha muy anterior, 1944, Lezama, al comentar el poemario de Vitier, Extrañeza de estar, había desarrollado su tesis de la profecía;[30] ahora Vitier, poseído por la misma fe, se nutre de nuevas visiones: Y entonces vi a mi patria poseída por el mal, y denuncia sin ambages a un mundo lleno de ira y de injusticia. Es como si toda la poesía de Vitier se detuviera extática frente a otro umbral, en esta ocasión aquel que la estimulará como una sed de advenimiento histórico, no ajena sino entrañablemente vinculada a su redescubrimiento del prójimo, a la luz de su conversión católica, como se muestra en su poema “En los otros”, fechado el 30 de diciembre de 1958, donde parece responder a aquel poema juvenil de su libro Luz ya sueño, “Otro”.

Finalmente, como una provisoria detención de su poesía, el poeta cruza el umbral y escribe sus sobrecogedores textos “El rostro” y “La fiesta”, ya acaecido el triunfo revolucionario. Allí, las preguntas de su lección final de Lo cubano en la poesía, y las de una zona esencial de toda su obra lírica, parecen recibir aquella apetecida respuesta desconocida, llenándose un vacío, haciéndose posible lo imposible, rasgándose un velo, colmándose una carencia, al contemplar el “rostro de la patria”, más allá del poema, del paisaje, de la conciencia y de la memoria —en una encarnación del eterno pobre y mendigo de su poesía— en el rostro de los campesinos. Lo histórico, digamos, la plenitud de lo histórico, como una “ráfaga”, un “frenesí”, traspasan al poeta que ya puede cantar: 

Supimos que la luz vence a la muerte;
y vimos cómo al fondo de la nada
te alzaste, patria de oro, mujer fuerte.

2.

Como una continuación de los últimos poemas de Escrito y cantado (1954-1959), del libro Testimonios. 1953-1968 (1968), y en el cuaderno que da título a este poemario —Testimonios 1959-1964—, Cintio Vitier prolongará lo que se puede denominar como una poética afirmativa, a través de la cual completará su expresión poética de la plenitud histórica; proceso al que el poeta había accedido paulatinamente por la apertura que venía sucediendo en su pensamiento ya desde Canto llano (1953-1955), y muy ayudada por las repercusiones ideológicas de su conversión católica y por la lucidez alcanzada con posterioridad en un libro de la importancia de Lo cubano en la poesía (1958) para la conciencia de las relaciones entre lo poético y lo histórico.

De esta manera el menester poético de Vitier posterior a 1959 participará desde sus primeras muestras de una vertiente fundamental de la entonces nueva poesía cubana, donde lo poético se ofrecerá como una consecuencia directa de la asunción entrañable de la nueva realidad, pero no simplemente como una asunción lírica sino, sobre todo, como si el mero hecho de testimoniar la realidad, bastara para acceder a la poesía, como si esta emanara naturalmente de la nueva plenitud histórica.

Vitier retomará entonces la tradición de nuestra mejor poesía heroica o civil, como puede apreciarse en su poema “Camilo Cienfuegos”, donde expresa: 

Esos montes, esos cayos, esos jardines son tu ausencia.
¡Oh joven héroe arrebatado por los dioses,
palmo a palmo ha crecido tu hondo rapto
y ya tiene el tamaño de la isla,
el sabor de nuestro aire y nuestro mar!
Iremos por las playas caminando entre tus dedos.
Escalaremos las montañas recordando tu rostro.
No surcaremos las olas, sino tu ardiente pecho.

Pero luego de la revelación de la nueva realidad, esta no es incorporada pasivamente, sino que se inicia, dentro de lo que se ha denominado en un sentido muy general como su poética afirmativa, la problematización de las contradicciones que suceden en el plano de la conciencia, como se muestra, por ejemplo, en el poema “La voz arrasadora”. Esa problematización se desenvuelve entonces sobre todo a través de la conciencia moral. El poeta, pues, partirá casi siempre de un impulso ético estrechamente vinculado a un impulso poético, donde acoge una gran significación el relativo puente que establece entre ambos la cosmovisión ética derivada de su catolicismo, la cual no excluye, sino, todo lo contrario, asume de una manera entrañable la conciencia dolorosa que le es inherente a todo proceso de conocimiento e incorporación de una nueva realidad. Dice el poeta en su poema “Mundo”: El heroísmo es la sustancia del hombre, / la sustancia del hombre es sufrir con los hombres.

En este cuaderno tampoco abandona Vitier sus asedios ontológicos a lo cubano, pero ahora aquella ontología ética, ya comentada, resulta también una forma de resistencia de la patria desde la poesía, como puede comprobarse en los textos “Lamentación en Trinidad” y “Areíto”, o como una forma de afirmación explícita de la nacionalidad, como sucede en la comunión que establece con la naturaleza ética presente en su poema “Valle de Viñales”. Asimismo, sus asedios ontológicos a lo cubano —que pueden ejemplificarse con su poema “Cayo Hueso”— enriquecen su significación al vincularse, de una manera muy directa, la “lejanía” con “el nombre nocturno de la patria”, a través incluso de una mirada de retrospectivo balance de sus preocupaciones poéticas anteriores. También, en otros textos, la conversión ética que se opera en su poesía se expresa a través de la afirmación de una ética trascendente, como es evidente en sus poemas “La balanza y la cruz”, “Examen del maraqueo” y “Los peregrinos de Emmaus”, poema, este último, donde reaparece su vinculación con el prójimo: el misterio / de los otros, tema ya presente en su poesía anterior a 1959, fundamentalmente a través del tema cristiano de la pobreza.

A partir de sus posteriores cuadernos —Más (1964), El día siguiente (1965) y Epitalamios (1966)— se aprecia como una suerte de necesaria detención. En Más, por ejemplo, el poeta abandona temporalmente la expresión explícita de su poética afirmativa para volver, como antaño, a interrogarse sobre distintas facetas de la realidad; proceso mediante el cual realiza una transparente, lúcida y desgarrada autocrítica. Reaparece entonces el tema de lo imposible —“¿Y tú, majestad?”—; de la lejanía —“La nueva criatura”—; y de lo alegórico o simbólico religioso, en fin, de su ontología trascendente, de donde parece resurgir, indeleble, su fe en la poesía, como puede apreciarse en el poema “El aguacero” —acaso el texto más significativo de este cuaderno. Ahí, la sombra de las entrañables salidas de lo incondicionado poético de un Manuel de Zequeira, parece levemente acompañar a su afirmación de lo poético. Es como una manera de constatar, por encima de todo, el misterio inherente y perdurable de la poesía, actitud que acompañará siempre al poeta, pero que se acentúa significativamente en los tres cuadernos antes mencionados. En esta misma dirección, en El día siguiente, dijérase que su unción por el nombre, por lo sustantivo de la realidad —realidad, dirá después, “sin calificativos”— pudiera bastarle para ser fiel a su entrañable confianza en la capacidad hasta cierto punto autónoma, suficiente, compensatoria, del conocimiento poético; idea ya asumida en su libro Poética (1961). De ahí, además, que se acentúe un acercamiento aún más directo a las materias de la inmediata realidad. En sentido general, en la primera sección de este cuaderno, “I. Cuadernillo italiano”, predominará como tema lo cultural religioso, sobresaliendo el poema “Sarcófago de los esposos” donde, desde la confianza en lo trascendente religioso, el poeta muestra su consustancial rebelión contra la muerte. En su segunda sección, “II. Aquí, ahora”, irrumpe la problematización de la historia, como parte de un proceso que puede observarse también desde su prólogo, de 1958, a Lo cubano en la poesía, hasta el nuevo prólogo de 1970. Aquí aún se levanta el oficio / misterioso, la poesía, frente a la historia, vistas ambas desde un plano mitológico. Finalmente, en la tercera sección, “III. El sinsonte”, reaparecen antiguas y esenciales problemáticas de su poesía, concretamente sus recurrentes preguntas y afirmaciones trascendentes. El tercer cuaderno, Epitalamios, es, de los tres, el más revelador de la crisis de conciencia que se opera en el poeta aproximadamente durante los siete años anteriores a la redacción de Entrando en materia (1967-1968), cuaderno que expresa, con respecto a esa etapa, un notable salto cualitativo en su ideario. Efectivamente, en Epitalamios, se muestra una poesía eminentemente catártica que parece denunciar una desgarradora pero hasta cierto punto necesaria senda de sufrimientos, frente a la cual, a lo largo de todo el cuaderno, se insistirá en la poesía como resistencia, fe, confianza trascendentes. Muy importante es el poema “La guerrera”, como ejemplo de una esencial ética poética.

Entrando en materia (1967-1968) —como ya se anticipó— significa, como resultado del proceso anterior, un cambio sólo entonces aparentemente brusco en su poesía. En este cuaderno Vitier retoma el punto de partida que constituyó Testimonios 1959-1964 para su poética posterior a 1959. Su poesía vuelve a acentuar su carácter testimonial, su expresión incluso conversacional; reaparece su poética afirmativa; la eticidad y el sentido trascendente de las realidades más inmediatas. Tres temas nuevos son desarrollados ahora: la política —en “Torre de marfil”—; las relaciones entre la religión y el proceso revolucionario; y, acaso el más importante, el tema de la justicia, como se hace evidente en los poemas “En un sitio poderoso”, “Sus ojos”, “Compromiso”, “Apunte filológico al margen”. Desde un intenso y complejo proceso dialéctico de participación, incorporación e integración a la nueva realidad, el poeta, con una gran lucidez autocrítica, revela, por ejemplo, en “Cántico nuevo”, una explícita poética: “He pasado de la conciencia de la poesía a la poesía de la conciencia”; o, como una muestra importantísima de la misma problemática, ofrece, en “No me pidas”, la mayor altura ética de su pensamiento, ya indisolublemente vinculada al carácter que asume su irrenunciable compromiso con la nueva realidad: Vamos a hacer un mundo de verdad, con la verdad / partida como un pan terrible para todos. / Es lo que yo siento que cada día me exige, / implacablemente, la Revolución, expresa al final del poema.

En sentido general aparece lo que pudiera denominarse como una poética de lo factual, una poética del hecho, como puede observarse en poemas como “La luna” o “El aire, aquí”, donde el poeta incorpora, ya sin problematismos, hechos o experiencias concretas. En “Meta”, reclama Vitier: dejadme, oh, vivir un mundo / sin calificativos; o en el importantísimo poema “Otro paso”, concluye: La poesía / es lo que se hace. También se aprecia como una profunda vindicación de lo telúrico, a través de la cual sucede como el vislumbre de una nueva materialidad, es decir, una forma superior de comprender y asumir el misterio cristiano de la encarnación, como es constatable en su poema “La tierra”, último del cuaderno.

Su próximo libro, La fecha al pie 1968-1973 (1981), presidido por su dedicatoria a Ernesto Cardenal, revela cierta contaminación —nunca mimética, en tanto responde a un original proceso de decantación expresiva que ya venía desarrollándose con anterioridad, y muy ligado este al desarrollo de su ideario— con la poética llamada exteriorista del poeta nicaragüense. En sentido general continúa acentuándose lo conversacional, a través de una poesía que responde a estímulos visibles, inmediatos, donde puede apreciarse cierta calidad de diario, cierta apertura confesional, y en donde su poética trascendente subyace casi siempre sin hacerse evidente a su llamada poética del hecho, transida esta de experiencias concretas, las cuales aparecerán en un primer plano de significación.

Dentro del proceso ideológico que detenta su poesía, es decir, dentro de esa poesía de la conciencia que caracteriza la proyección poética de Vitier, aparecen nuevas e importantes detenciones, tal es el caso del poema “A Camilo Torres”, el cual encarna otra proyección de su religiosidad, como ganando otro espacio para su poesía, en tanto el mundo histórico, el mundo de la justicia o la injusticia, ocupará desde ahora el centro de sus preocupaciones; y no porque disminuya su fe en el otro, es decir, en el mundo trascendente, sino porque a partir de entonces, para el poeta, de una manera muy diáfana y necesaria, el reino de Dios debe cumplirse en el reino de la historia a través de la lucha por la justicia en la tierra.

Se apreciará también una suerte de revalorización de la acción, es decir, de la participación directa en las realidades cotidianas y colectivas, por donde se acentúa su ya antigua desconfianza por la palabra o lo literario. Diríase que no le interesa la palabra —consciente desde siempre de su insuficiencia— sino aquello en que encarna, lo real —Lo natural, sin embargo, es el fango, / el sudor, / el excremento, dice el poema “V. Trabajo”, de la serie “Suite de un trabajo productivo”. O como se revela en otro texto, “Lugares comunes”, donde el poeta repasa, dice: esos lugares comunes, los santos lugares.

El libro contendrá también una directa poesía civil, como es el caso del poema “Lenguaje del Moncada”, pero donde, como le sucede a veces a su poesía, el exceso de pensamiento conspira en contra de su más lograda expresión poética.

También estarán presentes, en el primer cuaderno del libro, sus constantes preocupaciones trascendentes, como es el caso de “Después”, “Guardia nocturna” y “La tumba de Martí”, poema, este último, donde se reconocen algunos de sus temas esenciales: lo imposible, la extrañeza y la pobreza.

En el segundo cuaderno, “El alma en vilo”, aparecen varios de los mejores poemas del libro: “Villancico”, “El manuscrito”, “Sufrir, sufrir”, “Aprendizaje”, “Agua, Cruz”, donde lo personal, su poesía de la vivencia, alcanza logradas objetivaciones poéticas. Repárese en cómo, en “Aprendizaje”, por ejemplo, los árboles constituyen motivos alrededor de los cuales se desenvuelven algunos de los más intensos momentos líricos de su poesía. Otros poemas que, dentro de esta línea deben aislarse, son, por ejemplo, “En agosto”, “La fecha al pie”, “Arte poética”, la serie de sonetos que conforman “Homenaje”, “Canción”, “A la poesía”, entre otros.

En general, se aprecia un proceso que va desde las objetivaciones históricas iniciales hacia poemas de temas más cotidianos, donde su participación en la realidad no resulta ya un tema enfáticamente expresado, pues ella se muestra a través de una interiorización de esa experiencia, como puede comprobarse en el poema que da título al libro, “La fecha al pie”.

Algunos textos, sin embargo, sirven para comprobar la consecución explícita de su poética, como “Envío”, donde expresa: yo no quisiera transformar lo visible en lo invisible, / sino lo injusto en lo justo; o en “Poesía, hambre”: Poesía, hambre / de todo: / con tu boca quisiera comer, / más que cantar. Pero acaso su nueva poética se explaya más nítida en el siguiente momento de su poema “A la poesía”, cuando escribe:

¡Oh materia,
templo! Haber nacido es no poder entrar en ti.
Déjame verte por el lado de la historia,
que busca también un paraíso,
pues tu nombre es justicia, noche
de aquel niño

Y donde retoma sus antiguas y esenciales preguntas:

Lo poco ¿es ya el tesoro?
Lo poco que nos falta, ¿es ya lo inmenso?

Actitud esta que ha legado a la poesía cubana una sobrecogedora lección de autenticidad creadora, acaso por haber sido siempre desgarradoramente fiel y consecuente con su esencial, entrañable preguntar.

En 1987 apareció el poemario, compartido con Fina García-Marruz, Viaje a Nicaragua, cuyo primer texto fue escrito por ambos poetas, en un significativo ejemplo de comunión estética, ideológica y vital. En realidad, el poemario sólo contiene un extenso poema en prosa del autor, precisamente el que le da título al libro, el cual tiene mucho de diario, testimonio y crónica, originalísimos; a veces recuerda el último diario de campaña de José Martí, otras, las pinturas nicaragüenses de Solentiname, como ejemplos vivientes de lo que Lezama Lima dio en llamar “lo maravilloso natural”.

El poema irradia como una legendaria inocencia perdida y reencontrada, sostenida por una suerte de entrañable religación poética con las realidades más cotidianas y más trascendentes a la vez. Es acaso por todo ello que resulta una de las defensas más conmovedoras de la esencial naturaleza popular de la Revolución nicaragüense, así como de su inextricable consustanciación con la existencia natural de la poesía.

Al año siguiente se publicó en México, Hojas perdidizas,[31] libro donde resalta una nueva vitalidad en el poeta. Ello se aprecia ya desde su primer poema, “Es el riesgo”, pero sobre todo en “Piedra de rayos”, donde Vitier retoma un juicio de su ensayo “Imagen de Rimbaud” (1952) —“¿Existe una praxis última de la poesía donde el hecho es imagen y el progreso científico-económico suficiente hermosura?”—, para ahora, desde aquella profética pregunta, asumida ya como certidumbre en su interiorización de la realidad de la Revolución, volver a despegar hacia otra imagen, otra posibilidad ideal desconocida, otra imantación poética. Vale la pena transcribir su texto íntegro:

Eso pensé, sacándole el último jugo
a la piedra de rayos de Rimbaud. 

Ahora vuelvo a pensarlo,
mas no desde la noche de la imagen
sino, precisamente, desde el sol de los hechos.

Ese sol da en el mar que parece
una tierra alucinada.
La tarde, con sol azafrán, es un hecho.

Este mundo ¿será, ya, el otro?

En “Los puntos más lejanos”, insiste el poeta en su renacer desde la recuperación o actualización —memoria creadora— del asombro, la incertidumbre genésica, la imaginación, los sentimientos redivivos de su pasado. De ahí que afirme que Los puntos más lejanos / se me aparecen otra vez, inaccesibles, o, en absoluto tiempo mítico y creador, que: (Los muertos taínos, mis antepasados, / salen de noche a comer guayabas). Otros poemas ilustran la alabanza de la plenitud —“Ah, lo vivo”—; la esperanza o certidumbre de la justicia en la tierra a través de la danza de una niña puertorriqueña —“Una niña”—, visión poética apresada también, en un bello y conmovido poema en prosa —“En Loíza Aldea”—, por García Marruz; en fin, niña puertorriqueña que encarna la invulnerabilidad de la poesía, su graciosa y resistente plenitud o su natural sobreabundancia, precisamente, acaso —como se vislumbra en un verso—, por revelarse en la noche de los pobres, sentimiento que puede acoger la siguiente recepción dialéctica: pobreza-oquedad, poesía-lleno, entre otras correspondencias posibles.

En los restantes cuadernos pueden distinguirse otras exploraciones poéticas: su consagración a un servicio misterioso sustentado por la entrega u obediencia diarias —“Tus manos”—, actitud muy cara a su ética cristiana; su recurrente tema de la memoria y de la extrañeza, en “Carta a Cleva”; su tradicional desconfianza de la idolatría por la escritura, así como su deseo de un verbo encarnado —“11”—; su característica poética del árbol —“Esos árboles”—; las herniosas y sobrecogedoras elegías, “El encuentro” y “Casa de Lezama”; el ejemplo de una sensibilidad sutil y factual para captar lo más profundo a través de lo aparentemente trivial —“Dos lecciones de Carlos Martínez Rivas”—; y un verso, perteneciente a su poema, “El espejo de Dostoievski”, que pudiera contener todo el sentido de su obra y pensamiento poéticos: Todo tan pobre, tan alucinante, tan real.

Escrito, como en un rapto, en 1988, Poemas de mayo y limio —poemario publicado en España, en 1990— reafirma la ya apreciada vitalidad poética de Vitier, la cual parece cumplir con aquella esperanza suya expresada en La luz del imposible: “Nada debe haber más hermoso que, en la madurez, la sensación de un destino ‘matinal’”.[32]

Es este un libro de profunda alegría, y uno de los más enfáticamente personales o autobiográficos que ha publicado el poeta, aunque portador de esa rara sabiduría que salva a la confesión del peligro de lo meramente anecdótico. Porque es la sabiduría de la memoria —o la memoria transfigurada en saber— la que le confiere a los textos una atemporalidad poética que, aunada con la reciedumbre de un reconocido destino, hacen que cada atisbo de su pasado acoja una rediviva significación. Mas se reparaba en su alegría: alegría o plenitud poéticas —lo cual no excluye los momentos solemnes o sombríos: La alegría es solemne como el mar, escribió Fina García-Marruz en un verso memorable. Porque la alegría que integra al dolor ¿no se resuelve en la piedad como conocimiento? Hasta la muerte es comprendida desde una sabiduría que lo incorpora todo: dejar de letras quise un ramo grueso / que ardiera un poco más donde la brisa / orea la aridez, sonríe y pasa, concluye en el soneto “Donde la brisa”. Y esa aridez, de tanta significación en su poesía, es asumida también como desde un territorio invulnerable. ¿No ha insistido Vitier, en una conferencia sobre Félix Varela, en que, como expresara Chesterton, “La alegría es el secreto del cristiano”?[33] Se acostumbra uno a leer tanto sobre el padecer del yo que cuando se encuentran textos como estos, tan severa y profundamente matinales, no se sabe de momento qué hacer con ellos. Mas, en última instancia, ¿toda la eterna poesía no es siempre una alabanza? Así pensaba el poeta ya en 1944, en su Experiencia de la poesía: “Al pulsar el hombre poético los nervios del pecado, el escultórico avance de la nada, siento que broto un himno, ya sea bajo estrellas de nostalgia o ferocidad, que es sustancialmente el himno en alabanza y terrible alegría de las criaturas a su Creador”.[34] Sucede con la alegría como con el amor, el cual, según María Zambrano, es casi imposible de expresar, a no ser el padecer que provoca su ausencia. Porque hay esencias: el bien, la bondad, la alegría, la piedad, esencias luminosas, unitivas, absolutos, muy difíciles entonces de expresar. Recordaba Vitier, en su mencionada disertación sobre Varela que, como escribiera el sabio cubano: “La idea que no puede definirse es la más exacta”, y veía en este juicio uno de los mayores aciertos filosóficos y sobre todo poéticos de Varela.[35] Que este libro de Vitier se aproxime a esa posibilidad es acaso el mayor elogio que pueda suscitar.

Un poema, “El resurrecto”, es un ejemplo de la aprehensión de esa alegría total, también entrevista en “Ella misma” y en “Al lezámico modo”. En “El resurrecto”, los árboles —esos árboles tan suyos que acompañan a toda su poesía— participan de la plenitud de la alegría: los árboles me dan la bienvenida, / a reír en mi cielo los invito.

La primera parte del poemario, que es a la que se ha estado aludiendo, está conformada por sonetos, algunos tan perfectos como “La novela” y “Un secreto”; otros ilustran esa veta confesional trasfundida en conocimiento poético, esencial en el libro: así, por ejemplo, sus sonetos sobre Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, José Lezama Lima y María Zambrano, cuatro de las experiencias intelectuales y espirituales más importantes de su vida. Con este sentido funciona también el soneto sobre Rimbaud, donde el poeta alcanza cierto tono “dariano”, o clásico, eterno, de la poesía del idioma. Otros evocan el decisivo viaje a Europa en su juventud —suerte de descenso a los infiernos de la conciencia—, tantas veces invocado en su obra, o abordan el tema de la pobreza, también constante en su pensamiento. Y, en general, pueden hallarse varios textos de explícita memoria poética: “Ambición”, “La melodía”, “La mesa”, “Álbum”, y, especialmente, “Del alma de un poeta” y “Segunda vez”. En el primero de estos dos últimos expresa: Hoy viene a mí en la ráfaga secreta / y me trae el misterio de lo ido, o la memoria es la dama de mi olvido. En el segundo comunica lo irrepetible de un suceso pasado que sin embargo emerge en su memoria como más real que una segunda y semejante experiencia. También irrumpe el misterio de lo cotidiano en “El desayuno”, como alimento trascendente de la esperanza. No deben olvidarse dos versos tan reales en su afectividad y sugerencia como: tu dedito me toca el corazón, de “Un rey” —tema eterno del niño de oro—, y: si toco a tientas la orla de tu paño, de su alabanza a Dios, de “En tu red”, verso del que emana como una indecible distancia una visión tan intolerablemente lenta, un sufrimiento tan callado, y tanta esperanza…

En la segunda parte del poemario predominan poemas de formas libres, irregulares. Se reiteran los textos de memoria afectiva: “Última sábana”, “Cartas de amor” —sintético ubi sunt— y “Prosa para mi nacimiento”, estos dos últimos donde se explora el extraño movimiento de la temporalidad, como también en “Envíos”. Un poema como “Amanezco” alude a ese misterio inalcanzable, a ese desconocido poético que escapa a cualquier posesión —tema recurrente en su pensamiento poético desde La luz del imposible hasta Rajando la leña está (1986), por ejemplo.

Mas, a nuestro juicio, en esta segunda y última parte del poemario, se encuentran tres de los poemas más trascendentes que haya escrito Vitier: “Plegaria”, “El libro alto” y “Trajes del fugitivo”. El más significativo, “Plegaria”, parece escrito desde ese estado de suspensión del ser, de lúcida ingravidez, más real —y por ello mismo más visionario, más extraño— que cualquier realidad. Se explaya aquí la dialéctica cerrado-abierto —o visible-invisible, conocido-desconocido—, ya se anticipó que es esencial en su discurso poético. El poema comienza con una imagen aún informe: Sensación general de algo abierto. Inmediatamente se alude a la visión a través de una ventana —asediada esta, pero más denotativamente, en “Ligera disertación”—: La ventana da al cielo… Luego, una primera detención: Rotura, salidero. No son las ventanas racional o casi matemáticamente poéticas de Rilke; o las misteriosamente irracionales de Alfonso Cortés; o las existenciales de Cavafis; o las transfiguradas de Fina García-Marruz; o las extrañas de Milanés —por su sobrepasamiento cósmico final, como apreciara el propio Cintio Vitier.[36] Son, acaso, las más materiales y trascendentes de los propios ojos del poeta. Porque en este texto, por más que se aluda a ese chorro descomunal y vertiginoso de trascendencia vertical, pesa más lo inmediato, el escueto y extraño sillón de hierro, cerrado y abierto a la vez. ¿Cómo nombrar lo trascendente? parece plantearse como problema este texto. Mas como la trascendencia, para un poeta católico, debe encarnar en sensaciones, visiones concretas, aparece entonces la imagen sensible —solución católica— del sillón de hierro, imagen talismán, misterio sellado: misterio permanente que, como escribiera el propio Vitier en La luz del imposible, sólo puede ser conocido como misterio, como desconocido. Lo paradójico, como procedimiento unitivo, y lo simultáneo, como idea de lo cerrado-abierto, inmanente-trascendente, sirven para comunicar ese instante de entrevisión, de sobrepasamiento de la conciencia, por donde se aprehende el misterio cristiano de la encarnación desde la preeminencia visual de la materia, aunque se sepa ahíta de espíritu, lo cual es característico del estilo del pensamiento poético de Vitier. Ese sillón de hierro ilustra lo que llamó el propio poeta, en su libro Poética (1961), “la imagen simbólica no verificable”, precisamente como la más cercana a la revelación del misterio cristiano de la encarnación.

De “El libro alto” no nos atrevemos a decir casi nada, tan intenso y cerrado es su indecible misterio. Recuerda otro poema primigenio de Vitier, “El bosque de Birnam”, de La fecha al pie, por su infinita resistencia. Está dividido en tres partes. En la primera el “libro alto” vuelve a encarnar esa imagen simbólica inverificable, como el sillón de hierro, pero aquí ese libro alto —¿el Verbo?— es una imagen más compleja, más conceptual. Acaso por ello tiene a su vez que encarnar en otra, más inmediata, el crepúsculo, que sirve para ilustrar la idea de su doble naturaleza simbólica: lo trascendente y lo inmanente, pero indiscernibles ambos. En la segunda aparece la imagen aún más misteriosa de la “Dama” —¿la memoria, la dama pobreza?—: si es la personificación abstracta de la memoria, de la memoria poética, entonces es quien le devela los secretos del libro alto, del Verbo. Pero la tercera parte hace aún más compleja la intelección del poema: hay como una dualidad simultánea en el sujeto lírico: habla a la vez el propio poeta y cómo a través de él alguien o algo que le advierte de la imposibilidad de penetrar lo que es misterioso por esencia, y que no se puede poseer sino que es en todo caso lo que nos posee, de ahí las advertencias: Si viste algo no lo veas, no lo toques, / déjalo que te llame, que te lleve, o la conclusiva advertencia: fue el olvido de ti, casi la dicha. ¿No había escrito antes que la memoria es la dama del olvido? Y ese olvido, ligado a la dicha, parece aludir a lo paradisíaco, la plenitud posible de entrever por la poesía. La exégesis, aunque general, de este texto, indica cómo la intelección de la poesía de Cintio Vitier, que parece a menudo tan transparente, puede ser un ejercicio de conocimiento de una profundidad ilimitada, tan intenso y coherente es siempre su pensamiento poético. Por ejemplo, si se repasa el ideario de su Experiencia de la poesía (1944), podría encontrarse un juicio suyo que ilumine el significado profundo, nupcial de la memoria y el olvido, cuando expresa, a propósito de la belleza, que esta “no es más que memoria de la muerte en el hombre y enamoramiento de la eternidad que es su olvido, extraño amor de ese río del morir que nos riega el tenebroso anhelo, la ciega memoria de lo eterno”.[37]

Pero las correspondencias pueden intensificarse, ahora con relación a la imagen del horizonte. El poeta ha transfigurado al libro alto, al Verbo, en el crepúsculo, aprehensión que se debate entre la memoria —órgano poético para testimoniar la belleza de lo perecedero, de lo temporal— y el olvido —imagen de la belleza paradisíaca, la eternidad, lo atemporal. En el poema “Trajes del fugitivo” aparece otra imagen, también concurrente con el crepúsculo y el horizonte: el borde de las aguas. ¿Y no son los árboles, a través de toda su poesía, encarnaciones de la coexistencia, simultaneidad, cruz, de la trascendencia horizontal —la raíz, lo temporal, lo telúrico— con la trascendencia vertical —las copas, lo eterno, lo estelar—; o lo inmanente y lo trascendente, o, en otro plano de significación, lo cerrado y lo abierto, lo vacío y lo lleno, lo poco y lo inmenso, todo ello, religándose, a través de la asunción del misterio de la encarnación? Mas, por ejemplo, en el poema ya aludido, “El bosque de Birnam”, puede leerse en sus primeros siete versos esta intensa síntesis de su poética: 

Tantas cosas que he visto y sin embargo
caben en un papel, pues la memoria,
idéntica a la línea del horizonte
que es el alimento único de mis ojos,
puede vaciarse entera en el olvido.
Todo en Matanzas era igual a París,
quiero decir equivalente a escala de crepúsculo.

Finalmente, “Trajes del fugitivo”, otro texto inabarcable, se inscribe dentro de la tendencia moral de “Dichos”, el cual puede leerse en las coordenadas de la trinidad de la fe, la esperanza y la caridad. Allí retoma Vitier un tema antiguo en su poesía: lo clandestino de la existencia, acercándose a los misterios morales, en este caso, a cierta vergüenza —tan descarnada y exactamente aprehendida en “VI. Canción de la falsa identidad”—: esa rara especie de pudor, rubor, vergüenza que nos hace sentirnos siempre como unos eternos mendigos tras de toda máscara, con el rostro pobre, desnudo, vulnerable, pero centelleante, traspasado de luz.

Después de esta rápida visión sobre la trayectoria poética de Cintio Vitier, ¿qué podemos decir sobre esta poesía? Como otros poetas del Grupo Orígenes —y cada uno a su modo—, Vitier ha sabido encarnar la pasión por el conocimiento poético con una intensidad y una consecuencia éticas y vitales casi excepcionales dentro de la historia de la poesía cubana. Asimismo, como una consecuencia de la profundidad y coherencia de su pensamiento poético, su poesía encarna una lucidez extrema, lo cual es acaso uno de sus rasgos más sobresalientes. Puede parecer una contradicción hablar de lucidez a propósito del menester poético y, sin embargo, no es así, al menos para quienes valoramos la poesía como la forma quizás más integral del conocimiento de la realidad. Esa pasión por el conocimiento poético, que parece provenir, primordialmente, de la voluntad indomeñable de su corazón, se muestra, sobre todo, en algunos temas recurrentes: la dama pobreza, las esencias cubanas, la extrañeza de lo real, la luz del imposible, la poética de la memoria y el olvido, el desnacer y el renacer constantes, la misma Poesía, la sustantividad de lo desconocido, el misterio de la encarnación —expresado a través del brillo hiriente y alucinado de lo real—, la intemperie, la aridez y la lejanía, y también la alegría, las relaciones de la poesía y la historia, el mundo de los valores morales y cristianos: la verdad, la justicia, el amor, la amistad… Pasión, repetimos, que ha sido capaz de ofrecemos uno de los testimonios poéticos más lúcidos, entre aquellos que pueden enaltecer nuestro destino sobre la tierra, de las entrañables relaciones que establece la poesía con toda realidad, realidad suma ella misma, como esencia sustentadora, participante e iluminadora que es.

¿Se ha hablado alguna vez de la valentía como valor poético? Precisamente en la poesía de Vitier se encuentra uno de sus ejemplos más conmovedores. Valentía como afirmación nupcial de la existencia y, consecuentemente entonces, valentía frente a la muerte —problema eterno de la poesía—, pero valentía que comienza por asumir algo de veras descomunal: la condición abierta, menesterosa, insuficiente de toda realidad, y la existencia misma de una realidad mayor, inabarcable. De ahí que su testimonio poético se resuelva casi siempre más como implacable anagnórisis que como catártica confesión, pero como una anagnórisis que no busca un fin en sí misma, como fragmento insuficiente que es, porque sólo encuentra sentido, sentido dinámico y trascendente —obsesión de Vitier—, en el salir de sí, en el tornarse acto de participación, de comunión entrañable. Poesía, pues, como acto, acto de salir a la intemperie, como conformando un vacío que aguarda ser llenado por una luz desconocida. Asumir esto como destino, y asumirlo sin concesiones, es ya una lección de valentía y autenticidad poéticas ejemplares. Por eso puede hablarse también de su verbo viril, que no es otro que la virilidad de la luz, del fuego del espíritu: árbol ígneo, zarza encendida, lira ardiente y viviente… Su poesía, la de un destino, un verbo, una conciencia solares, en la más profunda tradición martiana, y, como por añadidura, en la del antiguo linaje de esa fuerza, energía terrígena hispánica —telúrica, maternal, almada, propia de la poesía española. De ahí ese peso de sus materias poéticas desnudas en la luz de la intemperie, de la aridez castellana o de lo desértico —no voluptuoso— andaluz, tan ligado a lo desértico cristiano, mas también a lo salino, la intemperie marina insular, donde el fuego se transfigura en la delicada espiritualidad de la brisa salobre del mar, o en la brisa seca entre las palmas del campo cubano. De ahí, entonces también, la conjunción de esa como severidad espiritual de su conocimiento poético —hurañez, austeridad, parquedad—, pero que, como todo tesoro de estoica pobreza, lanza sus enceguecedores destellos —lúcidos, en este sentido— sobre la realidad, con esa otra zona de intrínseca piedad, de alegría dolorosa, de nostálgica belleza —y este es su lado almado en coexistencia con la vigilancia del espíritu—, que puede resolverse en cariño, sonrisa, brisa eterna cubana.


Notas:

* Este ensayo fue tomado de: Jorge Luis Arcos, Orígenes: la pobreza irradiante, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1994, pp. 118-147. Se reproduce aquí con autorización del autor.

[1] María Zambrano: Filosofía y poesía, Morelia, México, 1939.

[2] Cintio Vitier: La luz del imposible, Imp. Ucar García, La Habana, 1957.

[3] lbídem, p. 10.

[4] lbídem, p. 46.

[5] Ibídem, p. 7.

[6] Ibídem, p. 80.

[7] Ibídem, p. 88.

[8] Cintio Vitier: “Prólogo” a Vísperas, Orígenes, La Habana, 1953.

[9] Cintio Vitier: La luz del imposible, ob. cit., p. 76.

[10] Ibídem, p. 11.

[11] Ibídem, p .86.

[12] Cintio Vitier: Diez poetas cubanos. 1937-1947, antología y notas por C. V., Orígenes, La Habana, 1948, p. 168.

[13] Cintio Vitier: Experiencia de la poesía, Imp. Ucar García, La Habana, 1944, p. 41.

[14] Ibídem, p. 13.

[15]  Cintio Vitier: “Prólogo”, Vísperas, ob. cit., p. 7.

[16] Cintio Vitier: La luz del imposible, ob. cit., p.36.

[17] Roberto Fernández Retamar: La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953), Orígenes, La Habana, 1954.

[18] Cintio Vitier: La luz del imposible, ob. cit., p. 69.

[19] Ídem.

[20] Cintio Vitier: “Introducción a la obra de José Lezama Lima”, en Crítica cubana, Letras Cubanas, La Habana, 1988.

[21] Cintio Vitier: La luz del Imposible, ob. cit., p. 81.

[22] Ibídem, p. 69.

[23] Cintio Vitier: “Prólogo”, Vísperas, ob. cit., p. 7.

[24] Cintio Vitier: Poética, Imp. Nacional, La Habana, 1961.

[25] Ídem.

[26] Cintio Vitier: “Prólogo”, Vísperas, ob. cit, p. 8.

[27]  Cintio Vitier: La luz del imposible, ob. cit, p. 71.

[28] Ibídem, p. 76.

[29] Cintio Vitier: “Prólogo”, Vísperas, ob. cit., p. 8.

[30] José Lezama Lima: “Después de lo raro, la extrañeza”, en Imagen y posibilidad, selección, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross, Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981, pp. 163-171.

[31] Cintio Vitier: Hojas perdidizas, Ediciones del Equilibrista, México, 1988.

[32] Cintio Vitier: La luz del imposible, ob. cit.

[33] Cintio Vitier: (Conferencia sobre Félix Varela)

[34] Cintio Vitier: Experiencia de la poesía, ob. cit.

[35] Cintio Vitier: Conferencia sobre Félix Varela.

[36] Vitier, Cintio: Lo cubano en la poesía, ob. cit.

[37] Cintio Vitier: Experiencia de la poesía, ob. cit.

 

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JORGE LUIS ARCOS
Jorge Luis Arcos (La Habana, 1956). Poeta y ensayista. Es uno de los críticos literarios cubanos más importantes de las últimas décadas y uno de los más reputados estudiosos del origenismo. Trabaja actualmente como Profesor adjunto de literatura en la Universidad Nacional de Río Negro, Argentina. Entre 1995 y 2004, dirigió en La Habana, junto a Enrique Saínz, la revista de literatura y arte Unión, estos años se recuerdan como los más memorables de la publicación. Es autor, entre otros, de los libros de ensayo En torno a la obra poética de Fina García Marruz (1990), La solución unitiva. Sobre el pensamiento poético de José Lezama Lima (1990), Orígenes. La pobreza irradiante (1994), Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega (2012).

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