Ilustración de Alejandro Cañer

La polémica está mal planteada. La redacción de El Caimán Barbudo pidió a tres escritores una opinión crítica sobre la novela Pasión de Urbino, ningún criterio emitido acerca de la misma nos hubiera llevado a una polémica. Pero, repetimos, solo la respuesta de Heberto Padilla no se ajustó a lo pedido. Aprovechando la oportunidad, Heberto Padilla estableció una lamentable confusión entre política, política cultural y opiniones personales; aceptó como buena e hizo suya una serie de falsas opciones; e introdujo en el marco de la confusión anteriormente apuntada, y participando de la misma, un debate político en el que era nuestro derecho participar.

Su respuesta, lejos de “trascender lo pedido” —una crítica literaria, la sustituyó por cuatro o cinco frases sin fundamentar–, se refirió más a dos escritores que a dos novelas, y no para distinguir dos actitudes ante la literatura, sino para ilustrar, de hecho, dos casos arquetípicos en la historia literaria, y específicamente en la historia literaria del socialismo; el escritor perseguido y el escritor burócrata, es decir el yogi y el comisario.

Nuestra respuesta inicial no pudo saltar por sobre las proposiciones que impugnaba, presa en el esquema que intentaba rebatir, adoleció de dos defectos fundamentales: añadió una buena cantidad de retórica a la discusión, y se mantuvo casi siempre en los derechos límites de la polémica personal. Padilla insiste, perfecciona muchas de sus tesis, y se da otra vez a la tarea de confundir las cosas. Es nuestra intención no aceptar esta vez el planteo y tratar de hallar, tras la anécdota, las cuestiones de principio implicadas en el debate. Sin embargo, nos vemos en la obligación de tratar por lo menos algunos detalles que, de no aclararse, añadirían confusión a la ya existente.

“Pero son incapaces de advertir que, en una Cuba que ha roto esas estructuras se da el caso de que un simple escritor no puede criticar a un novelista-vicepresidente sin sufrir los ataques del cuentista-director y los poetas redactores parapetados detrás de esa genérica, la redacción.”

Heberto Padilla sabe que está mintiendo:

a) Porque es un hombre culto y no pretenderá convencer a nadie de que su “nota”, que implica sobre todo profundas cuestiones ideológicas y de procedimiento, es una simple crítica al novelista-vicepresidente. Sabe que esto último no hubiera provocado respuesta de nuestra parte. Debe saber que lo primero provocó que la redacción se sintiese obligada “a definir su posición respecto a las afirmaciones que hace Heberto Padilla”. Según el propio Padilla “no en lo que a ellos concierne”; es lástima, pero diferimos absolutamente de este criterio; Heberto Padilla debe saber que toda cuestión de principio concierne a todo revolucionario.

b) Sabe que miente al crear la imagen de que nuestra respuesta se debe a que criticó a Lisandro Otero. Sabe que su opinión adversa sobre Pasión de Urbino era conocida por más de un miembro de la redacción antes de pedirle la crítica. Es más, se le pidió precisamente por eso, para contrapuntearlo con la apología de Oscar Hurtado. Incluso se dice en nuestra primera respuesta con referencia a la novela: “No es a nosotros a quien corresponde ahora juzgarla”.

c) Sabe que establece una confusión interesada cuando habla de que le responden “parapetados detrás de esa genérico, la redacción”, o la que previamente ha convertido en una especie de ente kafkiano.

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Pero, ojo, procede así cuando le conviene, porque cuando no, la redacción, lejos de ser “esa genérico” es algo bien concreto de la que inclusive dice: “Tengo excelentes relaciones personales con sus integrantes. De muchos he recibido muestras reiteradas de aprecio intelectual. El mismo hecho de haber solicitado mi opinión para la encuesta es otra prueba. Les he estado viendo casi a diario desde que les entregué mi nota”.

Este análisis está basado casi exclusivamente en un solo párrafo; del mismo se puede concluir:

a) Que Heberto Padilla es un polemista notable.

b) Que no resulta demasiado honesto.

La afirmación de que Heberto Padilla es un polemista notable es profundamente sincera. Lo demuestra a cada paso, en el uso, por ejemplo, de esa vieja y difícil arma, lo ironía. Cuando se burla de nuestra retórica (realmente retórico) enumeración de logros de la Revolución y dice: “En el libro Realizaciones del Moncada (en la segunda, no la primera edición que es defectuosa) aparecen mejor destacadas estas realizaciones porque este era el propósito del libro”. Logra, sobre todo en el detalle del paréntesis, momentos brillantes. Es una Iástima, sin embargo, que Padilla utilice esta arma allí para mentir, aquí para eludir. Porque esa referencia retórica se hizo con relación a la peregrina defensa de Padilla al decir que Guillermo Cabrera Infante se halla en Londres “sin que hasta el momento (sic) haya escrito una sola línea contra la Revolución Cubana”. Sobraron palabras, la pregunta “¿Es que debemos agradecérselo?” hubiese bastado. Cuando intenta hacer ver que acusamos o Cabrera Infante de insolente, no hace la menor referencia a la (repetimos) insolente afirmación que hace este al afirmar que decidió abandonar su país a la “erosión histórica” y emigrar. Esa erosión, esa historia, está claro, no puede ser otra que la Revolución.

Dejando de lado toda la retórica desarrollada por Padilla y la agregada por nosotros con relación al caso de Guillermo Cabrera Infante, vamos o intentar aclarar nuestra opinión. Padilla dice: “y si había otros motivos tan graves que fundamentasen un tratamiento así, ¿por qué ese propio Ministerio le permitió abandonar el país y dirigirse a nuestra embajada en Bruselas a recoger sus efectos personales?”

Simplemente porque no es lo mismo salir del país a una gestión puramente personal, que ocupar una responsabilidad —ser funcionario— del servicio exterior de nuestra Revolución. Posteriormente el mismo Cabrera Infante pidió un permiso para ausentarse por dos años y le fue concedido. Está claro que se trataba solo de que Guillermo Cabrera Infante no continuara en su cargo, cosa que según Padilla “yo no discutí, ni sería capaz de hacerlo”. Queda sin embargo “un procedimiento anormal”, que Padilla señaló con una vehemencia digna de mejor causa. Es obvio que los “procedimientos anormales” son hijos naturales de las situaciones anormales, y Guillermo Cabrera Infante se halló en una situación francamente anormal. En el número 11, de mayo de 1967, de la revista Mundo Nuevo, órgano del Congreso por la Libertad de la Cultura, heredera de la tristemente célebre Cuadernos, prima hermana de las no menos tristemente célebres Encounter, Prouves y de la fenecida Censura contra las artes y el pensamiento, acusada una y otra vez por intelectuales de nuestro país y el extranjero[1] de ser el órgano destinado por la CIA a corromper los intelectuales de América Latina, anticipó tres capítulos de Tres Tristes Tigres.

Podría pensarse que se trataba de una publicación inconsulta, pero el mismo Guillermo Cabrera Infante se apresuraría a demostrarnos lo contrario. En ese sentido el número 13, julio 1967, es altamente significativo. No solamente cuenta con una colaboración, “Centenario en el Espejo”, enviada por Guillermo Cabrera Infante desde (no sabemos si el sótano de) Londres, con una carta personal a Emir Rodríguez Monegal, sino que se halla precedida de un editorial donde se reconoce la relación entre el Congreso por la Libertad de la Cultura, por ende, Mundo Nuevo, y la CIA. Todavía haciendo uso del mayor candor y la mayor buena voluntad podría pensarse que Guillermo Cabrera Infante, metido en su sótano de Londres, ignoraba esta vital polémica ideológica, esta definición revolucionaria y que a leer el referido editorial de Mundo Nuevo reaccionaría. Pero no, en la entrego posterior, numero 14, agosto 1967, donde Emir Rodríguez Monegal baila la cuerda floja tratando de demostrar lo indemostrable en un artículo llamado “La CIA y los intelectuales”, Guillermo Cabrera Infante publica “Desde el Swinging London” donde dice entre otras cosas: “Escribí o creo que escribí que más que un acontecimiento artístico, La Lupe era un fenómeno fenomenológico. Pero, en fin, aquello fue en otra ciudad y hoy Lo Lupe está muerta para muchos cubanos porque esta exiliada en USA y tiene éxito”,[2] y donde se reconoce, además, corresponsal en Londres de Mundo Nuevo, órgano cultural de la CIA para América Latina. Y a buen entendedor, pocas palabras. Y ante tales evidencias creemos actuar como revolucionarios disciplinados al adherirnos espontánea, apasionada y públicamente a lo que Padilla gusta llamar “razones de Estado”.

Nosotros, con Padilla, admiraremos siempre a ese revolucionario disciplinado, digno, que no acepta humillaciones de nadie; pero jamás esa imagen podrá corresponder a la de aquel que le niega a su país el concurso de talento que indiscutiblemente posee, en medio de una Revolución; jamás a la de quien abandona voluntariamente su patria, fueren cuales fueren los pretextos a los efectos de a “erosión histórica” cuando esa historia no puede ser otra que la Revolución misma; jamás a quien colabora directa o indirectamente con el enemigo en medio de una guerra. Y si esto resulta retórico lo sentimos mucho. No hallamos mejor manera de decirlo.

II. ¿El yogi y el comisorio?

“Para él se abren, además, las dos únicas opciones posibles a su profesión: el destino gris de burócrata de la cultura, que a duras penas podrá escribir divertimentos, o el del escritor revolucionario que se plantea diariamente su humilde, grave y difícil tarea en su sociedad y en su tiempo”. Con este párrafo concluyó la primera nota de Padilla y en él está contenida la falsa opción que constituye la base de todo un equívoco teórico de sólida significación reaccionaria: la oposición maniquea entre las supuestas funciones del escritor revolucionario y las del funcionario o dirigente, que Padilla, de hecho, identifica con “el destino gris de burócrata de la cultura”. Nos explicamos: pueden existir, y de hecho existen, burócratas de la cultura que, en cuanto tales, se hallan orgánicamente opuestos al escritor revolucionario. Ahora bien, esas no son “las dos únicas opciones posibles”. Precisamente, y he ahí la significación reaccionaria del esquema, la solución se halla en luchar por una tercera posibilidad que Padilla no alcanza siquiera a vislumbrar. Dice en su primera nota: “Conozco los países socialistas. (En algunos he residido algún tiempo); sé de los peligros que la cobardía intelectual puede acarrear a esta sociedad que es la medida de lo justicia y la libertad; pero en la medida misma en que cada uno de nosotros lo haga posible”. Problemas: ¿Cómo cada uno de nosotros puede hacer posible que nuestra sociedad sea la medida de la justicia y la libertad? ¿Cómo luchar contra los peligros que la cobardía intelectual puede acarrear a esto sociedad? Solución: mediante el ejercicio de lo contrario a la cobardía, es decir, mediante el ejercicio del coraje intelectual.[3]

Este coraje sería desarrollado en dos líneas, a saber: ejerciendo “el deber y el derecho” de la crítica, y siguiendo a Solzhenitsin en la afirmación de que “Una literatura que no capte el ambiente de la sociedad en que se realiza, etc.… no merece llamarse literatura, es solamente una fachada”. “Así ejercerá plenamente su tarea —continúa Padilla— en nuestra sociedad, dentro de la Revolución, no a un lado, ni frente a ella, sino en ella, asumiéndola”.

El esquema está cerrado. A partir de la primera falsa opción burócrata-escritor revolucionario, se acepta la segunda en que el escritor pide su derecho de criticar y escribir, contra el burócrata que debe adherirse a “razones de estado”; de aquí se desprende necesariamente (aunque Padilla no lo plantee de modo explicito, incluso aunque no sea consciente de ello) la tercera falsa opción. Oficialismo-rebeldía que nos lleva directamente a la caja de hierro, represión-libertad, terreno natural donde conviven esos dos odiosos esquemas que no deben desarrollarse en Cuba: el yogi y el comisario.

Es en este sentido que Padilla juzgó nuestra realidad con esquemas importados. Porque el desarrollo histórico de nuestra Revolución permite una tercera posibilidad. Esta tercera posibilidad depende en gran medido la actitud de los intelectuales verdaderamente revolucionarios frente a su realidad. No caerá del cielo. Consiste, en primer lugar, en saber que las otros dos no son imposibles, que hay, específicamente en el campo de la cultura, una tendencia natural a su desarrollo y que es necesario luchar correctamente contra ellas, contra el burócrata y contra el rebelde sin causa. Reside también en entender —si se es revolucionario— que funcionario no tiene necesariamente que ser sinónimo de burócrata, no tiene que ser sinónimo de silencio, no tiene que ser sinónimo de “opiniones oficiales”, en el sentido en que el perjuicio y la ignorancia entienden esta expresión. La lucha en este terreno es decisiva. La Revolución cubana, que se ha propuesto una tarea sin precedentes en la historia con la eliminación de la burocracia y la conversión del estado en un complejo de equipos efectivos, funcionales, y sobre todo técnica y revolucionariamente capaces, establece con ello la posibilidad (y aquí el esfuerzo y la participación y el riesgo de los verdaderos intelectuales revolucionarios) de un nuevo tipo de funcionario en el que coexisten el oficial y el rebelde, el que construye y esta descontento con lo que hace; el que construye y con ese derecho y esa autoridad es capaz de criticar y decidir. En la figura de este funcionario puede o no concurrir la figura del creador artístico. Si concurre, la tarea es doble y por ello más difícil. La diferencia es una palabra: tiempo. El problema no es fácil porque este no siempre existe, y no siempre el funcionario es el ideal que describimos. Se trata de un arquetipo, hay que luchar por él.

Para la comprensión de estos fenómenos es imprescindible una nueva óptica. Es deber del intelectual desectorializarse y entender que el trabajo político es parte vital de su trabajo intelectual, que el problema de la crítica y su ejercicio no son per se el centro de su tarea. El intelectual revolucionario no pide el derecho de lamentarse. Debe ganarse el derecho, en la medida en que sea capaz de llevar adelante una tarea realmente revolucionaria, de no delegar sus responsabilidades de dirección efectiva de la cultura. La realización de esta idea permite criticar construyendo y participando en las decisiones políticas. Entonces las “razones de estado” con sus razones y en cuanto tales, tiene la posibilidad concreta de influir en ellas.

Cualquier otra posición conduce de modo inevitable al papel del intelectual ignorado, perseguido, o como es muy frecuente en otras latitudes, al papel del intelectual tecnócrata.

Las relaciones que proponemos no se dan en Cuba al grado en que se desean; tampoco su carencia hace sentir todos los efectos que pudiera debido o la naturaleza intrínseca de nuestra Revolución. Pero es necesario entender que esta realidad se debe tanto a errores que se han cometido y se cometen en una Revolución, como a que nuestros intelectuales no han estado a la altura de sus responsabilidades históricas. No se trata ahora de recordarlo para echarle en caro nada o nadie. Se trata de que se entienda como vital el desarrollo de la participación política —teórica y práctica— de los intelectuales en el esfuerzo de construcción del país. En este sentido el Seminario Preparatorio del Congreso Cultural de La Habana, y el Congreso mismo, pueden contribuir, constituyen posibilidades apreciables.

Lo demás, la referencia a Maiacovsky, es también retórica, y de la mala. No se trata de probar nuestro conocimiento histórico aludiendo a un tal Anatoli Lunacharsky, pues Padilla también los tiene, lo había provisto todo, y habla en su respuesta de las excepciones.

Quizás se trata de luchar por convertir las excepciones en regla, que a eso la Revolución cubana nos tiene acostumbrados.

Padilla en su respuesta da una serena muestra de retórico demagógica al afirmar: “coraje hay que tener paro enfrentarse al terror o a la muerte. Coraje tuvieron los asaltantes del cuartel Moncada y Palacio, los expedicionarios del Granma”. Y más adelante: “Teniendo tan cercano el ejemplo de Regis Debray, que asume verdaderamente uno de los más hermosos desafíos que puede hallar un escritor en el mundo contemporáneo, torturado por los gorilas bolivianos por ejercer su tarea de escritor, me parece bastante arbitrario emplear los adjetivos que le corresponden para designar un burócrata de la cultura”. No, en primer lugar, resulta demasiado fácil hablar así; en segundo, el coraje de aquellos que hicieron posible esta Revolución debe servirnos, más que para citas demagógicas, de lección para proponernos un coraje propio, posible, para luchar por descubrir el Moncada de hoy, lo tarea heroico de hoy en la construcción y la lucha.

Octubre 26 / 1967

La Redacción Saliente de El Caimán Barbudo

Víctor Casaus, Jesús Díaz, Luis Rogelio Nogueras y Guillermo Rodríguez Rivera.


Notas:

[1] Nos referimos al artículo de Ángel Rama aparecido en el semanario Marcha de Montevideo, a la denuncia hecha por Fernández Retamar en polémica epistolar con Rodríguez Monegal, reproducida por Casa de las Américas, y al artículo publicado sobre el problema por el New York Times.

[2] Los subrayados son nuestros.

[3] Padilla en su respuesta da una serena muestra de retórica demagógica al afirmar: “Coraje hay que tener para enfrentarse al terror o a la muerte. Coraje tuvieron los asaltantes del cuartel Moncada y Palacio, los expedicionarios del Granma”. Y más adelante: “teniendo tan cercano el ejemplo de Regis Debray, que asume verdaderamente uno de los más hermosos desafíos que puede hallar un escritor en el mundo contemporáneo, torturado por los gorilas bolivianos, por ejercer su tarea de escritor, me parece bastante arbitrario emplear los adjetivos que le corresponden para designar un burócrata de la cultura”.

No, en primer lugar, resulta demasiado fácil hablar así desde La Habana; en segundo, el coraje de aquellos que hicieron posible esta Revolución debe servirnos más que para citas demagógicas, de lección para proponernos un coraje propio, posible, para luchar por descubrir el Moncada de hoy, el Granma de hoy, la tarea de hoy en la construcción y la lucha.


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