Fotograma de ‘Roma’ (2018), largometraje de Alfonso Cuarón

Buscas en Roma a Roma

El fin de año, alojado a unas cuadras de la Cineteca Nacional de México, el fenómeno Roma cobró para mí dimensiones heroicas. La gente no hablaba de otra cosa. Traté de conseguir boletos, pero todas las tandas estaban vendidas. En todas partes se discutía la más reciente película de Alfonso Cuarón, y las opiniones estaban divididas.

La mayoría la consideraba una obra pretenciosa y demasiado larga. “¡Ah, pero la fotografía es sublime, lo mejor de la película!”, era el consenso. ¿Y qué había de especial en la actuación de Yalitza Aparicio como la criada indígena? Se sabe que la dinámica de patrón y servidumbre es traumática en este país, opinaban todos. El mamotreto cuarense no hacía más que remachar el tema del complejo de culpa mexicano.

Durante una fiesta en la casa de campo del artista Gustavo Pérez Monzón, la discusión giró hacia la victoria de Andrés Manuel López Obrador. Muchos celebraban el triunfo, y hubo ojos llorosos, éxtasis patrióticos y discursos eufóricos. “¡Por fin, por fin!”, gritaba una chilanga recién llegada de Berlín. “¡Es la cuarta revolución mexicana!”, repetía un actor cubano, vecino de la colonia Roma. “Aquí no va a ser como en Cuba, ni como en Venezuela”, pronosticó.

México es un gran país, las cosas serían distintas.

El actor había visitado el palacio presidencial de Los Pinos, recién abierto al público, y visto a la pobre gente recorrer los lujosos salones. “¡Nos robaron! ¡Robaron al pueblo!”, exclamaba la plebe al notar que faltaban muebles, cuadros y vajillas. Un pintor abstracto me tomó del brazo: “¡La corrupción va a terminar!” Otros callaban respetuosamente, por no aguarles la fiesta a los ilusionados.

Dije: “Veremos”. Habría que esperar por los primeros pasos del nuevo gobierno, las próximas acciones del Peje. No me gustó, eso sí, que hubiera saludado desde la tribuna a Silvio Rodríguez, como “embajador de la poesía y de la congruencia”.

De todas maneras, resultaba extraordinario que Roma y el Cuarto Reino de AMLO coincidieran en escena. Concedí que a veces suelo excederme en mis sincronismos.

Sin haber visto Roma, el título evocaba la idea del México ultranacionalista. Me hacía pensar en su expansión incontenible, en la reconquista de territorios arrebatados a las culturas aborígenes. México hablaba ahora por toda la cultura hispánica, y había un reclamo imperial en el mismo equívoco. El renacimiento mexica, con su enorme diáspora, había centuplicado su reserva genética allende el Muro. Esperaba ansioso ser mayoría, como la quinceañera a la que dejan en herencia una fortuna.

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Pero la cuarta revolución mexicana ocurre a diario en esos territorios ocupados, donde sus clases bajas, sus hordas de campesinos y pueblos varados en la premodernidad, de sólo cruzar el río reciben un baño de democracia, el influjo renormalizador del igualitarismo, oportunidades inimaginables en la nación de origen.

El outsourcing del “problema mexicano” es el mecanismo social que ha inducido la apoteosis del México actual, y ahora Hollywood contribuye espectacularmente al establecimiento de las aspiraciones imperiales aztecas.

La clase hollywoodense que vemos en las películas de Cuarón y Reygadas no emigra, pero es la primera beneficiaria del outsourcing. ¿Y no pasan los mexicanos de Televisa por un proceso de discriminación mucho más minucioso que el de la Migra? Es fácil burlar la muralla de Trump, pero imposible saltar el muro interior que México ha levantado entre sus castas.

Todos estos asuntos tendrían cabida en mi saqueo de Roma.

El castillo va por dentro

Al principio de Roma, el papá de los chicos se dispone a viajar a Ottawa para una conferencia (el padre de Cuarón era un físico nuclear destacado en la Agencia Internacional de Energía Atómica, y la película es abiertamente autobiográfica). Los niños viven, por un corto período de sus vidas, en la ilusión del viaje, sin saber que son testigos de una separación.

La familia nuclear reside en la céntrica colonia Roma, en uno de los soberbios castillos de la burguesía chilanga, cerrado a cal y canto al mundo exterior. (Si hay una diferencia notable entre nuestras culturas, sería el hermetismo, el encastillamiento mexicano, tan distinto de la promiscuidad cubana.)

Detrás de los portones, el ambiente es modernista, probablemente algo de Villagrán García, con exquisitos detalles, delicadas vidrieras y amplios espacios cinematográficos. El Ford Galaxy del padre entra a duras penas en la estrecha cochera, y esa penetración maquinal deviene el símbolo de la represión familiar. Cuando el divorcio queda expuesto, y el enorme Galaxy cae en las manos inexpertas de la señora Sofía (Marina de Tavira), la máquina arranca pedazos de carrocerías a coches mal estacionados, se lleva trozos de muro. Sólo entonces entran en escena un Renault compacto y un México en vías de apertura.

La salida del padre conlleva vaciamiento: espacios vacantes, moblaje removido, libros apilados. La mudanza paterna ocurre cuando el resto de la familia está de vacaciones en Tuxpan. Para los cubanos, Tuxpan es lo que Veracruz ha de ser para los mexicanos: el topónimo del desastre, el punto que marca el final de una edad de oro, y es bueno ver sus playas como el reverso turístico de un lugar maldito: desde allí Cortés regresó en yate a Cuba.

El personaje de la doméstica Cleodegaria Gutiérrez ilustra las complicadas relaciones de patricios y plebeyos, y a quien conozca México le costará imaginar una revolución que afecte el sistema de castas. Los señores aman a Cleo, aman sinceramente a sus indios, pero el amor, por muy profundo que sea, no salva diferencias ancestrales. Si no sucedió en los primeros 500 años de historia, es improbable que ocurra en el Cuarto Reich de Obrador.

He ahí el pozo del desencanto mexicano, he ahí la fuente. La transformación revolucionaria sólo puede conseguirse por la emigración, la ruptura y el divorcio: los emigrados son en realidad refugiados políticos, aunque se los pinte de braceros. No es de falta de amor de lo que padece México, sino de inmovilidad social ascendente, de falta de auténtica democracia.

Cleo pierde a una hija durante otra de tantas revueltas sociales callejeras, en el momento en que la matriarca de la familia, la señora Teresa (Verónica García), entra a la mueblería a comprarle una cuna. La fuente se rompe, y Cleo entiende que ha deseado la muerte de la criatura: sabe que la hija de una sirvienta oaxaqueña está condenada, sistemáticamente, a la servidumbre.

El ataque del camp mexicano

El camp mexicano se cuela por los intersticios de Roma. Para quienes fuimos sus fanáticos resulta enternecedor atisbar el rostro de Alejandro Suárez en el televisor en blanco y negro, en un pasaje de La carabina de Ambrosio, el gran programa cómico de los setenta. Así aparece también (en Siempre en Domingo, ¿quién se acuerda?) el Profesor Zovek, encarnado por el luchador Latin Lover, otro espectro cultural setentista atrincado en su leotardo sintético, remolcando un Volkswagen con los dientes, un guiño cinéfilo a las Producciones Nova (El increíble Profesor Zovek, 1972; La invasión de los muertos, 1973) por la época de Tin Tan, Blue Demon y la rubita Tere Velázquez.

Las actrices indígenas de Roma son parte de la misma visión transversal: chaparritas, aindiadas e indefensas, en ellas recae el rol protagónico del nuevo costumbrismo. En la vida real, Adela (Nancy García García) habla mixteco y es licenciada, mientras que Yalitza, una maestra de escuela, aprendió el idioma sólo para su papel en Roma. Ambas son oaxaqueñas, pero cinematográficamente ubicadas en las antípodas de la India María (Tonta tontita, 1972; El coyote emplumado, 1983).

En las tardes de domingo salen a pasear con sus novios. Uno de ellos, Fermín (Jorge Antonio Guerrero), es adepto a las técnicas combativas del Profesor Zovek y practica sojutsu al desnudo en un motel del centro, delante de la criadita, que le entrega su alma a cambio. Con él, el camp de trasfondo y la placidez romana del suburbio, que habían permanecido como tira cómica, terminan por saltar amenazadoramente al primer plano.

El Profesor Zovek aparece en una segunda escena, al frente de un batallón de jóvenes guerreros que obedecen sus órdenes de payaso. Vemos a Fermín de justiciero, pistola en mano, dentro de la revuelta que provocará el malparto. Dos caen balaceados en la mueblería donde la señora Teresa compra la cuna.

En alguna pantalla simultánea debe haber oleoductos en llamas, gente que arde hasta los huesos. El televisor salta, y el anuncio de Siempre en Domingo nos lanza a la cara la palabra “huachicoleros”.

En México, la realidad es traicionera, pero la cinematografía será siempre imperial. La grandeza de Roma radica en ser una obra maestra que llega a la hora de esa poesía, de esas ambiciones, de esas incongruencias.

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