Hubiera querido ser un judío labriego en
un país inexistente,
valles
de
Josafat,
ríos
caudalosos,
nacer y morir cananeo, fenicio en vez de
hebreo, asirio: creer en
dioses mesopotamios,
ser un hijo obsecuente,
amar a mi madre Sara
con devoción, a mi padre
Jacob, a todos mis
hermanos por igual,
sus
doce
sombras
a
Egipto,
Babilonia,
al sur del Eufrates La Habana: ser un trapero,
mercachifle de ropas
de segunda, atavíos
reales descartados
por grandes reyes,
tener dinero respaldado
por lingotes de oro bajo
el colchón.
Sólido
colchón
Flex
de
mi
adolescencia.
Hubiera querido y quiero con sesenta años
una salud de hierro, subir
a los ventisqueros,
celliscas de altura,
borrascas, asentarme
en un pueblo de
Camagüey, una ciudad
pequeña, gente bronca,
mujeres (no se juega
con ellas) de pelo en
pecho, una cabaña
cómoda (ganada a
pulso trabajando)
echar los restos
entre gallinas, darles
verdolaga que comparto
con mis ensaladas: leer
toneladas de libros, rezar
a primera hora a mis
antepasados, al abuelo
Isaac, la abuela Helena,
la madre eslovaca, el
padre polaco, dedicar
ciertas horas a comer
de lo que pica el pollo,
asearme las narices a
escondidas, lavar a
mano la ropa sucia,
y morir, morir
de
un
sopetón
despacio.