Yo no conozco las penas, yo soy Rosita Fornés

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Rosita Fornés en una foto de los cincuenta

Ningún nombre de la Cuba del espectáculo es tan sonoro como el de Rosita Fornés. Al menos eso me dictan mis oídos, a los que ella llegó hace años, encumbrada por la voz admirativa y ligeramente chillona de mi madre –quien de seguro lo repetía de mi abuela–. Si alguna otra se le compara por su popularidad y por el largo arco que han trazado sus vidas, viviendo intensamente las ép(o)icas dispares de la Isla –aunque su ámbito y sus fanes aparenten distar de medio a medio–, son las nonagenarias Juana Bacallao (La Habana, 1925) y Alicia Alonso (La Habana, 1920-2019).

Nací en 1981, justo cuando la que actuara como Ana de Glavary en La viuda alegre, apenas por los años cuarenta, enviudara ella misma de su gran amor, Armando Bianchi, y decidiera seguir entregándolo todo al público al que sintió que se debía. Siendo que Rosalía Lourdes Elisa Palet Bonavia (New York, 1923-Miami, 2020) murió en la pasada madrugada y que algo me empuja irremediable a los adioses, es justo que reconozca que nunca la vi cantar o actuar en vivo –ni abanicarse con plumas, ni lucir sus lentejuelas, ni hacer vibrar al público del cineteatro Astral, allá por 2009, en la gala contra la homofobia–. Todo lo que conozco de su leyenda me viene del amor a la ópera y a la zarzuela, que en mi madre y en mí se halla fuertemente entremezclado por las asiduas tardenoches holguineras del Teatro Eddy Suñol (antiguo Infante), sede de la Compañía Lírica Rodrigo Prats.

Lo recuerdo como si fuera hoy. En la platea (o frente al televisor, a la hora de De la Gran Escena), cuando yo me regodeaba en mis primeras nupcias con el canto lírico, entendiendo poco a poco la tesitura de las voces y aprendiendo de memoria sus pegajosas letras, nunca faltaba la acotación de mi madre –quien siempre ha sido una narradora nata de las que te echan a perder el mejor de los finales– sobre lo bien que interpretaba esto o lo otro Rosita Fornés. Junto a la alegría de vestirse para aquellos paseos, ese nombre flota como una banderola sobre las flores árticas –que no existen–. Allí, mientras yo acomodaba con una mano sobre mis hombros la mantilla tejida por mi abuela, y me abanicaba con la otra, sujetando en el regazo la carterita de ocasión y el pañuelo del sábado –todo a la vez–, absortas por la emoción del espectáculo, en medio del disfrute y de mis primeras lecciones de elegancia, mi madre deslizaba de vez en vez una frase que invariablemente aludía a Rosita y que me agriaba un poco la función –pero nunca del todo–. “¡Porque esa sí que lo hacía todo bien!”, decía mi madre y a ojos vista lo demuestran las actuaciones filmadas que hallamos de la sin par en YouTube, o el documental Rosita Fornés, mis tres vidas (1996), de José Antonio Jiménez y Luis Orlando Deulofeu.

Célebre como primera vedette de México, de Cuba y de América por su discurrir en el teatro, el cabaret, el cine, la radio y la televisión (en programas humorísticos, dramáticos o líricos), Rosita es archirreconocida por su versatilidad y su glamour, y émulas como Rebeca Martínez en la Isla –por mucho que se le parezca en lo rubia y en la perseguida frescura– no tienen cómo igualarla.

En efecto, puede que la Fornés sea una de las últimas supernovas de una constelación ida, de una galaxia que se apaga, junto a un mundo y a un sabor que se borró. Y no sólo del paladar ni del panorama de la Isla, sino de generaciones que no comulgan con ese modo de hacer ni de consumir el arte. Como podremos conocer a través de la web oficial o de la biografía  de la diva –en manos de Evelio Mora–, su nombre, fulgor y carisma estuvieron unidos con los de Cantinflas, Lecuona, Libertad Lamarque, Rita Montaner, Bola de Nieve, Benny Moré, Esther Borja, Adolfo Guzmán, Armando Romeu o Meme Solís…

En cuanto a La Habana que la vio actuar, por pensar en algunos, figuró en lugares derruidos como el Teatro Campoamor o el Teatro de la Comedia. En carteleras de cine fue dirigida por Ramón Peón, Chano Urueta, Juan J. Ortega, Juan Fortuny, Juan Carlos Tabío, Daniel Díaz Torres, Orlando Rojas… Y ganó adeptos por éxitos taquilleros, de México o de Cuba, desde los treinta hasta los 2000 –si bien estuvo fuera de la gran pantalla durante algunos años, probablemente por la ojeriza con la que fue mirado, tras 1959 en la Isla, el arte del espectáculo, cuya historia aquí lleva su nombre, y su apellido.

Cuando en abril de 2019 homenajearon a la Fornés en el Gran Teatro de La Habana, por sus más de ochenta años de vida artística –al haber debutado en el dial, en La Corte Suprema del Arte, nada menos que en 1938–, mi madre y yo asistimos a la gala sin emperifollarnos. Esta vez, la vimos desde la sala hogareña de una Habana donde –sin altanería pero firmes– preferimos no dominguear en las funciones del Teatro Lírico que Rosita fundó –porque el de entonces no ha vuelto a ser el mismo–. Entonces tuve / tuvimos –porque mi madre tampoco los recordaba todos– la oportunidad de repasar algunos de los lances de la vedette en escena. Y tarareamos intermitentemente y a voz en cuello –bajo la mirada entre severa y burlona de mi padre– retazos de nuestros favoritos, mientras desfilaban los músicos que se sumaron al piscolabis.

Es muy probable que no les fuera posible representar sus hitos como ella lo habría hecho o acaso fue porque los elegidos no resonaron mucho en mí, al dedicarse a otras zonas de su desempeño. El caso es que, entre los pocos que me vienen a la mente, y este es imposible de olvidar, recuerdo que Edith Massola cantó “El Pichi”, ese clásico dedicado al “chulo que castiga”, en la revista musical de Las Leandras, actuado siempre por mujeres que van vestidas de hombre. Otros imprescindibles hubieran sido sus roles en La verbena de la paloma o en Los gavilanes, La revoltosa o María La O y la preferida de mi madre, Cecilia Valdés.

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Para despedirme hoy, como de paso, busco su salida en la Cecilia de Armando Orefiché, y se me cruza por el camino “Playa azul”, de Tania Castellanos: una de las tantas canciones que desconozco en voz de Rosita Fornés, pero que tan bien le viene a su coloratura, a la sonrisa suya que se presiente cuando la entona, como echada en la arena. Me gusta verla despedirse entonando una y otra, haciendo del lugar común una actuación de suyo memorable, como afirmando que ella es Rosita Fornés cante o baile, enjoyada o en bikini, entre las luces del proscenio o bajo el primer sol de la mañana. Así me dice adiós: “Yo no conozco las penas, yo siempre cantando voy. Siento en mi alma cubana la alegría de vivir. Soy cascabel, soy campana. Yo no sé lo que es sufrir”. Y también así: “Playa azul de Varadero / otra vez rondo tu suelo / donde quiero volver a encontrar / caracoles, estrellas de mar / y en la arena / junto a las olas / soñar…”

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JAMILA MEDINA RÍOS
Jamila Medina Ríos en poesía: Huecos de araña (Premio David, 2008), Primaveras cortadas (México D. F., 2011), Del corazón de la col y otras mentiras (La Habana, 2013), Anémona (Santa Clara, 2013; Madrid, 2016), País de la siguaraya (Premio Nicolás Guillén, 2017), y las antologías Traffic Jam (San Juan, 2015), Para empinar un papalote (San José, 2015) y JamSession (Querétaro, 2017). Jamila Medina en narrativa: Ratas en la alta noche (México D.F., 2011) y Escritos en servilletas de papel (Holguín, 2011). Jamila M. Ríos (Holguín, 1981) en ensayo: Diseminaciones de Calvert Casey (Premio Alejo Carpentier, 2012), cuyos títulos ha reditado, compilado y prologado para Cuba y Argentina. J. Medina Ríos como editora y JMR para Rialta Magazine. Máster en Lingüística Aplicada con un estudio sobre la retórica revolucionaria en la obra de Nara Mansur; proyecta su doctorado sobre el ideario mambí en las artes y las letras cubanas. Nadadora, filóloga, ciclista, cometa viajera; aunque se preferiría paracaidista o espeleóloga. Integra el staff del proyecto Rialta.

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