La primera vez que lo vi estaba sentado sobre una piedra grande frente al río. Solitario, con la cabeza gacha, las manos juntas. En algún momento, creí que lloraba. Luego, supe que estaba esperando que le trajeran de vuelta lo que quedaba de su hijo. Esa madrugada, la creciente se había llevado todo. Hasta había sobrepasado el puente de hierro que ahora, nos dijeron, estaba inundado y no se podía pasar para ir al pueblo.
Con Marcela quisimos ir a verlo. Nos subimos al Citroën y fuimos a constatar porque no podíamos creer lo que Elda nos contaba. Y la verdad fue que era cierto. El puente estaba todo cubierto por el agua y ya casi no se veía. La corriente cubría no sólo el asfalto de la ruta, sino también la distancia que se extiende desde el pavimento hasta las vigas que forman esos techos abiertos que tienen los puentes sobre los ríos. Todo un espectáculo. Había agua desplazándose, libre, por todos lados. Del segundo piso de la hostería de grandes arcos que daba sobre el puente también salía agua, como si la hostería misma se hubiera transformado en una especie de catarata o en un mundo marino de aguas dulces.
Así son los ríos de las sierras: unos días, cristalinos y apacibles; otros, apabullantes y arrasadores, como si no fueran el mismo río, como si alguien en algún punto los cambiara sin aviso. Unos por otros y sin anunciar.
A media mañana, ya se hablaba de varios muertos. Los que conocen el río ni se molestan en buscar los cuerpos. Esperan a que la creciente ceda y después sí, salen con unos ganchos largos por si se han atascado, los cuerpos se entiende, contra alguna piedra. Otras veces, van directamente al embalse del lago porque saben que es allí donde las aguas se vierten y los cuerpos flotan. Nunca he visto el cuerpo de un ahogado. En realidad, nunca he visto un muerto, punto. Trato de evitarlos. Tal vez porque sé que la muerte misma es inevitable o por alguna razón distinta que no termino de comprender o ni siquiera de terminar de preguntarme.
Los que han visto un ahogado dicen que el cuerpo, por lo general, se hincha, tomando un color rosado púrpura. Los ahogados de las sierras presentan, además de estos rasgos comunes, otros peculiares, provocados por los golpes de las piedras. De ahí que los cuerpos salen del río con los huesos rotos, llenos de moretones y con raspaduras. Lo bueno, dicen, es que cuando se ahogan, cuando el agua les llena los pulmones, ya están de algún modo muertos, porque lo primero que hacen las piedras es golpear fuerte en la cabeza y hacerte perder el conocimiento. Algo así como morir ahogado pero sin saberlo. Una inconciencia provocan las piedras que les permite pensar, a los que quedan, que tal vez no sufrieron.
No imagino la desesperación en la que uno cae cuando el agua empieza a entrar por el cuerpo, ni el descontrol que uno debe sentir cuando la creciente te arrastra y va desperdigando tu cuerpo sobre las piedras. Algo de esto pensé cuando volvíamos con Marcela rumbo a la casa, las dos calladas como envueltas también por el espectáculo del agua que acabábamos de ver.
Volvimos las dos en un Citroën al que no le entraba bien la segunda a decirle a Elda que sí, que tenía razón, que la creciente esa madrugada había subido como nunca. Y que el agua corría desaforada por el puente, haciendo un ruido extraño de torrente.
Más tarde, vería al hombre esperando frente al río.
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