Los escritores no constituyen una clase social independiente. El escritor que se considera “por encima” del mundo que lo sostiene, en realidad se encuentra “por debajo” de lo que rechaza. Puede contorsionarse en todas las piruetas posibles para justificar su posición, pero siempre se encontrará con que su obra cumple una función. Su actitud siempre favorece directa o indirectamente a una clase social determinada. La literatura forma parte integral de la historia.

El artista ocupa actualmente en Estados Unidos una posición ambigua. Entretiene a una burguesía desilusionada y aburrida al mismo tiempo que la condena y desprecia. Habla de libertad y voluntariamente restringe el alcance de sus creaciones. Mientras el imperialismo económico de su país mantiene al mundo al borde de un holocausto atómico los escritores norteamericanos se refugian en un mundo subjetivo que se muerde la cola o en un ambiente exótico donde escapan a las presiones de su medio verdadero. Todo esto ha creado una contradicción constante en la psiquis del escritor norteamericano. Odia a los poderosos que indirectamente tiene que servir. No se atreve a atacar a los responsables de su extrañamiento.

El escritor moderno –hablo a partir de la Revolución Francesa– ha sido traicionado por la burguesía capitalista que ayudó a entronizar. A partir del siglo XVII el escritor occidental defendió a la burguesía en contra de la aristocracia. EL literato se creyó que en realidad la burguesía defendería los derechos de los muchos en lugar de derrocar a la aristocracia para consolidar los intereses de unos pocos.

La burguesía desprecia la cultura y sólo aspira a crear un imperio de mercachifles y especuladores. La máxima aspiración del capitalismo es enriquecerse comerciando y explotando a los que necesitan venderse para comer. Pero para ello necesitaba una justificación y la encontró en los conceptos revolucionarios de libertad, fraternidad, igualdad y justicia. Estos conceptos no fueron más que la máscara que le sirvió para llegar al poder y ahora le sirve para mantenerse en él. Conceptos que nunca tuvo intención de poner en efecto.

En definitiva el imperialismo norteamericano no es más que eso: una minoría de mercachifles que utilizan la libertad y la justicia para esconder sus sumas y multiplicaciones a costa de restarle fuerzas al pueblo y dividirlo.

Entremos ahora a analizar en detalle la situación del escritor en la “entraña del monstruo”. Estados Unidos no fue siempre un país imperialista. Primero por razones geográficas y luego por razones de organización económica, dominaron otras motivaciones en la historia del país. Antes de consolidarse Angloamérica, tenía que extender la Pradera hasta el Océano Pacífico, tenía que poblar y encinchar su propio territorio. El historiador francés Alexis de Tocqueville pronosticó ya en 1833 la expansión imperialista norteamericana:

Más allá de las fronteras de la Unión se extienden, del lado de México, vastas provincias que carecen todavía de habitantes. Los hombres de los Estados Unidos penetrarán en esas soledades antes de aquellos mismos que tienen derecho a ocuparlas. Se apropiarán el suelo, se establecerán en sociedad y, cuando el legítimo propietario se presente al fin, encontrará el desierto fertilizado y extranjeros tranquilamente asentados en su heredad. La tierra del Nuevo Mundo pertenece al primer ocupante, y el imperio es allí el premio de la carrera.

Las tenazas de la expansión física de Estados Unidos se detuvieron en México después de robarle la mitad de su territorio a este país en 1848, y en Cuba después de apoderarse de Filipinas y Puerto Rico en la guerra entre España y Estados Unidos. Pero esta expansión física sólo se detuvo para ser substituida por la expansión económica. No fue hasta después de la depresión económica de la década de los treinta y la II Guerra Mundial, que Estados Unidos recogió todos los hilos dispersos de un imperio económico expansivo y depredador.

Durante toda esta etapa el escritor disfrutó en Estados Unidos de una libertad relativa. Aunque la entraña del sistema era la consolidación de un imperio económico que despreciaba la cultura, los líderes del país tenían problemas más serios que restringir el alcance de la literatura. Por eso Mark Twain pudo analizar la corrupción de los políticos y la discriminación racial en sus libros y comentarios. Hcnry David Thoreau denunció las intenciones expansionistas de Estados Unidos en la guerra con México y se negó a pagar los impuestos yendo a parar a la cárcel. Más tarde encontramos las novelas de Frank Norris y Teodoro Dreiser, novelas que no se quedan por las ramas y van de la vida individual a una acusación del sistema inhumano.

Pero después de la Segunda Guerra Mundial, después de vencer a sus competidores más fuertes en Europa y Asia, Alemania y Japón, y lanzar la primera bomba atómica para afirmar indubitablemente su supremacía, Estados Unidos consolida su imperio presentando sus intenciones en el suave guante de la libertad y la democracia. Dentro estaba la garra agresiva. Dentro estaba ya un imperio consolidado.

A partir de ese momento comenzó la estrangulación del intelectual y el artista en Estados Unidos. En la última gran novela norteamericana que aspiraba a abarcarlo todo, Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, el general Cummings declara:

Durante los últimos cien años la historia mundial ha tendido hacia una consolidación cada vez mayor del poder… Ya en Estados Unidos los hombres influyentes, esto te lo puedo asegurar, están comprendiendo por primera vez en nuestra historia su verdadero objetivo. Ya lo irás viendo. Después de la guerra nuestra política exterior va a ser más desnuda, menos hipócrita que durante el pasado. No vamos a continuar tapándonos los ojos con la mano izquierda mientras la derecha extiende su garra imperialista.

El general no se equivocó como lo demuestra el caso de Cuba. Pero el teniente Hearn, a quien el general trataba de convencer no vivió para verlo. Murió en una isla del Pacífico luchando contra el militarismo japonés. En realidad, la muerte del teniente Hearn es la muerto del escritor norteamericano que aspiraba a abarcarlo todo con mirada de águila.

Después de la guerra surge en Estados Unidos un cazador de brujas: el senador demócrata Joe McCarthy. Fue el que castró a los intelectuales de izquierda, el que sembró el terror entre los artistas, obligándolos a refugiarse en la torre de marfil, en un sicologismo estéril. Aunque posteriormente McCarthy sufrió una derrota en el Congreso, su espíritu sigue inhibiendo a los intelectuales y artistas.

La sobada libertad que disfruta actualmente el escritor norteamericano –y efectivamente la disfruta– se limita a su vida personal, subjetiva, a sus simpatías y antipatías. Pero sus protestas nunca trascienden. Cuando ha tratado de trascender a la crítica social, como en el caso del dramaturgo Arthur Miller, se le lleva ante un comité del Senado. A Miller se le presionó para que delatara a los compañeros que en una ocasión lo acompañaron a un seminario sobre literatura y marxismo. Por temor o desilusión, hoy Miller se ha refugiado en su vida conyugal con Marilyn Monroe. Lo último que ha escrito es un guión de cine, The Misfits (‘Los desajustados’), sobre un triángulo amoroso. Sin embargo, es probable que Miller todavía dé que hacer a las fuerzas macarthystas.

Otro caso similar es el de Mailer. Sus ataques contra el sistema y la vida norteamericana han topado con el vacío. Se le ha ignorado y aislado. Todos reconocen que Los desnudos y los muertos es una gran novela, pero insisten en que el autor debía limitarse a la literatura en lugar de luchar por sus ideas políticas. En gran medida el ambiente cultural del país ha logrado desequilibrar a Mailer: sus últimas dos novelas son alardes pirotécnicos en que su frustración social trata de salvarse mediante una sexualidad agresiva. Frente a una sociedad que ha colocado al mundo al borde de un holocausto mundial, Mailer sostiene que “la única respuesta que puede continuar alentando la vida es aceptar los términos de la muerte, vivir con la muerte como peligro inmediato, divorciarse de la sociedad, existir sin raíces”.

Esta es la respuesta desesperada que encuentran muchos escritores ante un sistema que los mutila. La libertad declarada del escritor norteamericano es sólo libertad para moverse dentro de la cárcel de su ego, y no libertad para cambiar el ambiente que le ha tocado vivir. Mailer ha definido su desarraigo identificándose con la opresión de los negros, que después de cien años de “libertados” continúan viviendo al margen de la sociedad como ciudadanos de segunda categoría. Por ello Mailer califica a los que comparten su desarraigo de “blancos negros”.

Otros escritores, como Tennessee Williams y Paul Bowles, se han dado completamente por vencidos. Bowles hace años que vive fuera de Estados Unidos, en Tánger, Williams se ha dedicado a destacar la violencia sofocada que yace detrás del conformismo impuesto por el American way of life. En una de sus últimas obras teatrales, Orpheus Descending, Williams clasifica a los hombres en tres tipos: “los que compran, los que se venden y los fugitivos”. Los fugitivos son los que no aceptan el horror de una civilización de compra-venta.

Durante ios últimos treinta años la literatura norteamericana se ha ido reblandeciendo. Frente a escritores maduros como Dos Passos, Faulkner y Hemingway, parecen mujeriles y pasivos Tennessee Williams, Paul Bowles, Truman Capote y Jack Kerouac. Inclusive algunos de los escritores de la década de los treinta han depuesto las armas. Dos Passos, después de desnudar la injusticia y la soledad del hombre norteamericano en su trilogía U.S.A., ha acabado renegando de sus novelas revolucionarias y transformándose en un escritor reaccionario y amargado. El propio Hemingway, después de su incursión en la novela social (Tener o no tener) ha optado por escribir sobre el valor que necesita el hombre para sobrevivir en este mundo injusto. La amistad de los hispanos es de lo poco que parece quedarle a este león de la literatura norteamericana después de su desilusión con la vida de su país.

La agresividad inicial de estos escritores surgidos después de la Primera Guerra Mundial es el reflejo de un sistema en crisis. La novela social de la década de los treinta es el resultado de la quiebra de la bolsa y de la depresión. Pero una vez que el capitalismo encarriló el sistema a través de los controles estatales de la economía, el escritor vió destruidas sus esperanzas de transformar la vida norteamericana. Los escritores posteriores aceptaron sin luchar su posición pasiva e insignificante mientras las grandes corporaciones que controlan al país se distribuían las ventajas del poder. Nada más revelador de la decadencia de la literatura en Estados Unidos que los nombres de las dos promociones literarias surgidas durante los últimos treinta años: la Generación Perdida y luego la Generación Derrotada.

Esta última generación literaria está dominada por un espíritu derrotista prefieren escaparse de todo a través de las religiones orientales, la música de jazz y las drogas. Se han colocado al margen de la sociedad. No comprenden que de “los Estados Unidos que tose toda la noche y no nos dejan dormir”, como declara el poeta Allen Ginsberg, no se puede huir dándole la espalda y sucumbiendo a los paraísos artificiales del peyote y la marihuana.

Mientras el escritor se debate entre las protestas de su conciencia y su incapacidad para organizarse y luchar para derrocar el sistema que lo mantiene invertebrado, el sistema se aprovecha de él alardeando de que disfruta de libertad. Los defensores de Estados Unidos siempre hablan de la libertad que existe en el país para que el artista y el intelectual se expresen sin restricciones. Pero basta con rascar un poco este concepto de libertad cultural para observar cómo se desmorona.

El escritor puede disfrutar de libertad condicional en Estados Unidos porque vive al margen de la sociedad, porque dentro del capitalismo el escritor es un paria y un intruso. Esta libertad tiene una condición: no puede ser utilizada contra el derecho a repartirse el mundo. En su etapa actual el imperialismo ha logrado convencer al escritor que es de “mal gusto” referirse a las injusticias sociales y a la explotación del hombre por el hombre, porque los escritores no entienden de eso. Encima de emplearlos para vanagloriarse de poseer un sistema libre, los imperialistas castran a sus escritores.

El escritor que se considera aparte de la política y la sociedad se engaña. Cumple la función deshonesta del médico del chiste que aliviaba el dolor de oído sin sacar jamás el frijol que lo producía. Así el artista se hace cómplice indirecto del crimen.

Quiero aclarar que esto no es un ataque a la literatura norteamericana sino a los límites que se ha impuesto. A la estrechez que ha aceptado para funcionar debido a la presión de un sistema económico imperialista. Dentro de estos límites la literatura norteamericana es excelente. Autores como Mark Twain, Walt Whitman y Ernest Hemigmvay han contribuido a la creación de una lengua y un estilo democrático, un estilo accesible a los muchos, al pueblo medio. Han creado un instrumento que empleado dentro de un horizonte más amplio y una sociedad más sana, podría convertirse en un clasicismo popular.

Aun dentro de estas limitaciones, lo.s escritores norteamericanos han dado una idea bastante clara de la situación espiritual del sistema. Nos han enseñado que está enfermo. A través de la reciente literatura norteamericana, podemos descubrir que hay algo podrido en el American way of life.

En el fondo, la literatura que produce el imperio es el barómetro de un sistema enfermo y viciado de raíz. Surgió de una mentira. Se mantiene gracias a una mentira. A pesar de la ambigüedad y truculencia de la literatura del imperialismo del dólar, el lector inteligente podrá ver que el escritor está sentado encima de un polvorín que tarde o temprano explotará para que irrumpa la clase traicionada: los muchos que en un principio pensaba el escritor moderno que definida.


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