'Ladas (joven negro con mentón)', Ezequiel Suárez
'Ladas (joven negro con mentón)', Ezequiel Suárez

Es el año 2009 y Ezequiel Suárez desanda las calles de La Habana, un poco sin rumbo, como quien dice a la deriva. Va de un lado a otro igual que tantos cubanos, dejando que su mente se pose aquí y allá mientras el ronroneo acompasado del motor de un Lada funciona como telón de fondo de su pensamiento. No sigue un continuum lógico, no se agarra de nada concreto, las ideas emergen a modo de flashazos que irán a parar, indistinta y fragmentariamente, a sus libretas de apuntes, a fotografías sobre cualquier cosa, a sus muchísimas pancartas y collages. El proce­dimiento replica un poco la circunstancia, la circunstancia que es Cuba a la altura de los dos mil, una nación intentando acomo­dar su proyecto fallido en la superficie inestable del hallazgo y la improvisación. Lo que para un país es patético e improcedente, en Ezequiel es claridad meridiana.

Pero, decíamos, Ezequiel se mueve por la ciudad y reconoce sus signos, las marquitas imperceptibles del paisaje, la arquitectura venida a menos, su gente, los carros y las farmacias, las tiendas de productos locales. Cuando se detiene sin detenerse –en buena ley sigue de largo, pasa de todo– ante cada uno de ellos, lo hace, realmente, ante “las poderosas fuerzas del estado de ánimo escon­didas en las cosas”, unas fuerzas que, para seguir con Benjamin, no pueden ser otras que las manifiestas en lo “anticuado”. En ese deambular por la topografía del anacronismo cubano se tropieza, escuchemos bien, con un catálogo de los padres fundadores del Partido Comunista de Cuba (PCC) en La Habana, un ejemplar granate con letras doradas arrojado a la basura sin demasiados miramientos. Increíble, ¿no? Y claro, qué podría hacerse con un descubrimiento de esta naturaleza, a la altura de 2009, sino car­gar con el libraco y sus miles de rostros escorzados, en blanco y negro, con sus respectivos nombres y apellidos. Dice Ezequiel, y yo le creo, que todos, absolutamente todos los habaneros (y alle­gados), tenemos un familiar o un vecino en ese listado alucinante. En alguna de sus páginas estará la foto de mi padre.

'Ladas (joven negro con mentón)', Ezequiel Suárez 1
‘Ladas (joven negro con mentón)’, Ezequiel Suárez

Ezequiel lleva casi una década fotografiando Ladas (2004-2015). Nadie sabe por qué lo hace y él mismo no tiene una idea definida de hasta dónde quiere llegar. Quienes lo conocen están al tanto de que no resiste los carros americanos de los cincuenta, con ese gla­mur sobrevenido de artefacto fósil que se piensa cool. Los almen­drones, como los llamamos en Cuba, nos instalan en el presente bajo la premisa de nuestro desfasaje temporal, es decir, esa habi­lidad comunista para la desubicación y la triste excepcionalidad. Porque, ¿quiénes, si no, nos permitieron atravesar estos sesenta años y terminaron por convertirse en la reliquia más consumida –simbólica y prácticamente– dentro del “parque temático del comunismo tropical”? Una paradoja graciosa y sintomática: la pie­dra del capitalismo moviéndose en las entrañas del sueño colec­tivista. Pero a Ezequiel le desagradan por otros motivos, motivos estéticos y geométricos. Le parecen, y esto es curioso, dema­siado redondos, excesivos en cuanto performance automotriz. “Muy redondas esas mierdas”, repite. Prefiere los Ladas, su diseño, su angulosidad, todo lo que pueden decir sobre una Cuba que jamás existió. O que existió a medias, un pie en la realidad y el otro en el delirio, que es un término mesurado para nombrar la locura.

Luego de la caída del Campo Socialista, de la crisis económica y de la definitiva pérdida de un norte magnético hacia el cual orbitar –sí, somos una isla que gravita permanentemente alrede­dor de cualquier masa continental que tenga a bien acogernos–, los cubanos llevamos rato tratando de reinventar nuestro mapa de dioses y afectos. Nos habían asegurado que estábamos presen­ciando el fin de la historia, la parada última en el arco del relato nacional. Sin embargo, resultó no ser así. Hubo un tiempo des­pués del tiempo. Y allí estamos, pues, arrojados por la borda del barco de la nación, en territorio de nadie, cargando con lo peor de ambos mundos: sin libertades y sin el tan mentado “pathos de la utopía” (lo que quedaba de ese pathos, si algo quedaba). En medio de semejante escenario parecería, entonces, que el gesto de Ezequiel responde a una voluntad de matiz nostálgico.

Y no sería cosa rara, la vuelta a la Cuba soviética, a su memorabilia sin­gularísima y politizada, a aquella experiencia epocal de relativa, aunque ficticia, prosperidad económica, se convertiría a partir del nuevo milenio en uno de los enclaves favoritos de la cinematogra­fía, la literatura y el arte cubanos. La memoria como dispositivo psicológico de sanación y replanteo. En este sentido, y tomando en cuenta la doble condición que asumieran dichas revisitaciones (melancólicas al tiempo que desmitificadoras), apunta el crítico de cine Dean Luis Reyes: “Esta ambigüedad parece característica de una zona cultural que trabaja sobre la huella soviética en Cuba. En diversos registros artísticos, tal actitud asume una especie de colocación postcolonial, en la cual se estudian los procesos de interacción entre metrópolis y nación subalterna a través de los rastros de esa relación de doble vía, interactiva y calzada por con­tradicciones a menudo invisibles”.[1]

La verdad, no obstante, es que las motivaciones de Ezequiel son de otra naturaleza. A él le inte­resa el objeto, el artefacto doméstico, la cosa como dispositivo sin­gular que habla por cuenta propia y que, en no pocas ocasiones, aporta mucho más sobre el hombre y la historia que lo que el hombre mismo es capaz de decir. Si en esa aproximación telegrá­fica, seca, quirúrgica, se abren lecturas de tipo elegíaco o melan­cólico, esos son otros veinte pesos.

He aquí que Ezequiel tiene esta serie titulada Ladas (joven negro con mentón), a la que dedica ya nueve años que parecen nueve siglos. Con la meticulosidad y la paciencia que le son pro­pias, y que hemos visto desplegarse en obras como El reino de este mundo, esa otra serie infinita que acumula retazos de noti­cias varias (culturales, deportivas, pequeños y grandes hitos de provincia, conmemorativas, necrológicas) de los periódicos Granma y Juventud Rebelde, transforma la retórica del accidente en una suerte de hábito. Toma fotos de Ladas, muchas, muchísi­mas, imaginemos diez en un día, por aventurar una cifra. Selec­ciona sus favoritas, las imprime y después, con una dosis extra de disciplina, emprende el trecho final –y manual– del proceso: recortar perfectamente cada uno de los autos que componen su particular depósito automotriz. A pesar de que la mayor parte del trabajo lo realizara en Jagüey, donde la luz del día se ins­talaba en su casa con una fijeza desconocida para La Habana, reconoce que las tantas horas dedicadas a aquel ceremonial ter­minarían por fastidiarle la vista. Pero ya se sabe que Ezequiel posee un gusto muy peculiar por los rituales, la repetición, el automatismo, herramientas íntimas que funcionan en él como catalizadores del hallazgo. Porque ingresar en el terreno del rito es un modo expedito de asomarse a lo desconocido; y allí, bueno, uno intuye que es donde todo sucede, el punto cero de la lucidez. El acierto.

Ezequiel también es dado a coleccionar, no solo los novecien­tos Ladas que integran esta pieza desmesurada, en sentido gene­ral acumula de todo: revistas, polaroids, una muestra bastante completa de productos de fabricación local con diseños surreales, música rock, desechos encontrados al azar en los que identifica cierta belleza pasada por alto. Debajo de ambas costumbres sub­yace una cuestión que resulta esencial para él y que sostiene de plano la vertical de su trabajo: descreer del objeto excepcional, aurático, de la imagen conclusiva y única, madurita, sintética. Ahí está su famoso “Statement 4”, que me permitiré citar a medias, aunque estemos hablando de Ladas, o quizás, precisamente, por­que estamos hablando de ellos: “No es arte, es Fotografías. Es ejemplos. Tomar una foto (o más fotos) es Fotografías, es ejem­plos. Imprimir esa foto (no hacer nada con entusiasmo) es Foto­grafías, por ejemplo. No son emocionantes, no intelectuales estos ejemplos. Ninguna foto es emocionante, ni estos ejemplos…”.

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Una declaración, decíamos, que apunta al patrón de lo intercambia­ble, o de eso que él conjura perspicazmente con sistematicidad: la motivación en cualquiera de sus engañosas versiones (si de algo han echado mano los grandes proyectos de transformación social ha sido precisamente de la motivación popular). Raquel Cruz, en un texto bellísimo sobre su obra, diría: “El hecho de ignorar el gran relato e ir directamente a sus detalles, un perro o un carro o alguna otra hendija dentro del paisaje es, más que un gesto conceptual, un gesto político. Ezequiel escribe hace déca­das muchos fotógrafos en esta sala, muchos ejemplos, y lo que yo leo en el 2020 es un reconocimiento de la diferencia, la diversi­dad y el disenso”.[2] Y sí, por esa misma puerta deberíamos entrarle a Ladas…, aunque un par de cuestiones vuelven a esta serie parti­cularmente certera a la hora de comentar sobre la condición tota­litaria, los proyectos experimentales –e ideales– de futuro, y sobre cierta resistencia doméstica manifiesta en la operatoria cotidiana del vivir.

Yo no sabía, aunque Ezequiel se encargó de ponerme al corriente, que los Ladas rusos, los modelos inaugurales, no fueron sino una especie de adaptación darwiniana del Fiat italiano 124. La histo­ria es la siguiente: a finales de los años sesenta el gobierno de la URSS se aventuraba en la búsqueda de un auto de la Europa occi­dental capaz de sobrevivir a la barbarie de las autopistas eslavas, y de convertirse, de una vez y por todas, en el carro emblemá­tico de la familia soviética. La experiencia con el Moskvitch había resultado francamente desoladora, de modo que, tras un período de prueba con varios candidatos, tuvieron al fin un ganador: el Fiat 124. A pesar de tratarse de un auto magnífico, los ingenieros rusos necesitaron modificar más de un temita (motor, frenos, sus­pensión) antes de declararlo apto para la agreste topografía sovié­tica. Luego de la firma de un acuerdo comercial que posibilitó la colaboración industrial entre Lada y Fiat, en 1970 vio la luz el ya mítico VAZ-2101, o Zhiguli, o Lada 1200. O sea, el carro arquetí­pico que nos ubica de inmediato en el horizonte de la era soviética. El Lada Lada, un dispositivo identitario y patrimonial de la cul­tura del socialismo real durante la Guerra Fría.

El país que consiguió pasarle por delante a los norteamerica­nos en la carrera espacial, el primero en colocar al hombre en la escala inconmensurable del cosmos y, con ello, codificar en clave de progreso tecnológico, de acontecimiento o día feriado, el éxito simbólico de todo un corpus ideológico –el colectivista–, tuvo pro­blemas para manejarse en la corta distancia. Los soviéticos, cómo olvidarlo, jugaron siempre la baza del ideal, una apuesta en donde la necesidad individual es reemplazada por el hambre omnímoda del Estado (la Madre Patria, la Revolución). Si la URSS lograba, como de hecho logró, desbaratar las nociones humanas de tiempo y espacio, adentro y afuera, imponer nuevas lógicas políticas y sociales, su tibieza para la competencia automotriz no parece un detalle demasiado relevante. Y sin embargo lo es. De la misma forma esencial en que lo fuera, por ejemplo, el anhelo del pueblo soviético de tener no ya una habitación sino una cocina propia (recordemos los departamentos comunales en donde se compar­tía baño y cocina). Juan Forn lo pone en estos términos: “Tener cocina propia, descubrieron, era más que tener propiedad privada: era tener vida privada”.[3] No es de extrañar que fuera precisamente allí, en la cocina, el más social de los espacios íntimos, en donde se gestaran las principales expresiones de disidencia en la Europa del Este, quiero decir, las expresiones mayoritarias y domésticas: “Crecimos en nuestras cocinas y nuestros hijos crecieron en ellas junto a nosotros escuchando a Gálich y a Okudzhava. Y a Visotski. Sintonizábamos la BBC. Hablábamos de todo: de lo jodida que era nuestra vida, del sentido de la existencia, de la felicidad univer­sal […]. Nuestra cháchara no tenía fin. Jamás nos abandonaba el miedo de que nos estuvieran escuchando, la virtual certeza de que lo hacían”.[4] Cambiemos La Habana por Moscú, Santiago por Budapest, y veremos permanecer intacta la constante liberticida, sembrada como un núcleo de acero en el estómago de los regíme­nes totalitarios.

Pero me desvío, el asunto es que los Ladas, que los cubanos hemos dado en identificar como la piedra basal de la estética soviética, nacieron en Occidente, de allí proviene su informa­ción genética. Una noticia que puede resultar reveladora en el momento de calibrar nuestra relación con el mundo del socia­lismo del Este y su estela objetual. El modelo inicial sufriría innú­meros calcos, algún que otro ajuste con vistas a modernizarse, cambios de color, mejoras técnicas, pero nada sustancial en tér­minos de diseño general. Es probable que este no constituyera un recordatorio feliz para la dirigencia soviética (por si fuera poco, el Fiat 124 había recibido premio al Carro del Año en 1967), no obs­tante, con relación a la necesidad recaudatoria de la Unión y a la carencia general de automóviles en el país de los tanques de gue­rra, era un mal menor. La producción de Ladas Zhiguli rápida­mente se disparó y tuvo un boom de ventas significativo durante los años ochenta. Con ello, de algún modo, el Estado probaba un punto, se instalaba en él, en la verdad a la que ese punto pretendía señalar: lo particular y mutable, lo diferenciado no son sino for­mas enfermizas de la frivolidad. ¿Para qué carros extranjeros si se puede acceder a los locales? ¿Quién quiere un Ford cuando tiene un Lada? (¿No son ambos, en última instancia, la misma cosa?). ¿Quién necesita más que un auto, en el sentido estricto y defini­torio del término, si lo que busca es el desplazamiento? Poniendo esto en una perspectiva más amplia puede llegarse, sin muchas vueltas, a la doctrina política; y es allí donde se están metaboli­zando los significados clave, los que sobrepasan al simple auto­móvil y penetran los predios de la libertad.

En cualquier caso, ni en la URSS ni en Cuba los Ladas fueron para todos. ¡Qué va! Incluso en el edén comunitario existen gra­daciones. Gradaciones ideológicas, se entiende, y una libertad tan excesiva como la de la propiedad privada, por pequeño que sea el bien atesorado, debe estar avalada por los cromos del compromiso, la comprensión cabal de que, si algo se gana, algo se pierde, o algo, al menos, debe dejarse en depósito. En la Rusia de la juventud de Brodsky, los carros estaban en manos muy específicas: “Solo tenía veinte años, y ni conducía ni aspiraba a conducir. Para ser propie­tario de un coche en la Rusia de aquellos años había que ser un verdadero canalla, o el hijo de un canalla (un Parteigenosse), un académico o un famoso atleta”.[5] El Parteigenosse, deslizo esta acla­ración, es un miembro del Partido Comunista. Hay un patrón, por lo visto, en esto de la repartición de trofeos al interior del igua­litarismo. Y el trofeo mayor, qué duda cabe, es el privilegio de la libertad. Los Ladas comprados en Cuba, como todo lo demás, per­tenecían al Estado revolucionario, de manera que fue el Estado quien se encargó no solo de distribuirlos dentro del sector público –organismos estatales, centrales de taxi, seguridad del Estado (el dato último es de Wikipedia)–, sino también de determinar, a fuerza de dedo como quien dice, qué personas cumplían con los requisitos para su tenencia. Seguramente podremos adivinarlo: militantes del partido, oficiales de alto rango, “académicos o famo­sos atletas”. ¿Cuántos hombres y mujeres de los que figuran en el libro encontrado por Ezequiel en la basura, aquella tarde de 2009, resultaron orgullosos propietarios de un Lada? ¿Cuántos se fue­ron con las manos vacías a pesar, y cito, de “ser guías y ejemplos en el diario cumplimiento del deber y la salvaguarda de nuestra Revolución socialista”?

La gran ironía, empero, vendría después, cuando el desplome del Bloque Soviético se llevó por delante un par de cosas esencia­les para que la Cuba castrista mantuviera la fachada de cara a la galería, para que el proyecto –inacabado a esas alturas, luego de treinta años de prueba y error, y error, y error– no comen­zara a hacer aguas por doquier. Sin embargo, es de sobra conocido que casi todo terminaría yéndose por el tragante de la historia. A pesar de las inflexiones en la nueva narrativa totalitaria, ahora de matiz nacionalista y con la moneda sin valor de lo soviético oxidándose en el buró del funcionariado, el golpe estuvo duro. Durí­simo. La gran ironía, decía, es que por esa fecha empezaran los Ladas, los magníficos emblemas de la extinta Unión Soviética, a cambiar de dueños a velocidad supersónica. De los miembros del PCC a los jóvenes emprendedores, de los militares jubilados a los taxistas por cuenta propia, de los nostálgicos idealistas y los cen­sores caídos en desgracia a repatriados con divisas, epítomes ellos del tan detestado sujeto pequeñoburgués.

'Ladas (joven negro con mentón)', Ezequiel Suárez
‘Ladas (joven negro con mentón)’, Ezequiel Suárez

Las cosas, que casi siempre terminan por sobrevivirnos, dan cuen­tas de nosotros como si de una sintomatología se tratara. En pri­mer lugar, porque hablan la lengua de nuestro tiempo –de una certera y enigmática forma–, y luego porque han sido creadas, y por ello contenidas, dentro de los límites culturales en los que nos movemos. Los límites no son más que la fisonomía de nues­tra identidad. De ahí, pues, que los objetos “remitan”. Incluso si queremos pensar el futuro a través de ellos, una especie de tope cognitivo y sentimental nos impide traspasar determinadas fron­teras. Recuerdo, en el inicio de su ya icónico ensayo sobre el final del arte, a Arthur Danto contar que el artista Albert Robida, en un ejercicio predictivo sobre el mundo por venir, había logrado imaginar, a la altura de 1882, cuestiones tan alucinantes como restaurantes aéreos a los que se llegaba en vehículos voladores. Ahora bien, los hombres y mujeres que visitaban estos sitios ves­tían indumentaria a la usanza: polisones y sombreros de copa. “Nada pertenece tanto a su propio tiempo como la incursión de una época en su futuro”,[6] apuntaba Danto. Yo agregaría, parafra­seándolo, que nada dice tanto sobre nosotros como las cosas con las que una vez nos identificamos.

Y ahí radica el interés de Ezequiel por los objetos. Una pasión que le lleva a acumularlos, a conectarse con ellos, a experimen­tar, de un modo no racional –y que él insiste en mantener como una reverberación inexplicable–, la sorpresa del reconocimiento. Por ejemplo, sin irnos demasiado lejos, tenemos los mentados pro­ductos “Made in Cuba” para consumo local, con el signo de esa bajísima calidad que los distingue y de un diseño francamente descafeinado. Ezequiel compra cuanto se le aparece de la escue­lita cubana, por la que siente, ya lo decía, una profunda fasci­nación: jabón líquido, desodorante, talco perfumado, pepinos encurtidos, ajo concentrado. Cada una de las cosas adquiridas en el Ten Cent más cercano o en la tiendita de 23 y 8 se halla intacta, sellada, sin estrenar aún en la cápsula de tiempo que es el suelo de su casa. El objetivo, por supuesto, no es utilizarlas para nada concreto sino salvaguardar ese trozo de patrimonio en un claro gesto de arqueología cultural. En ellas yace la Cuba de los últi­mos años, la sociedad que hemos llegado a ser, y eso es algo que Ezequiel tiene muy claro. A tal punto sintoniza con estos objetos, identificando en ellos el verdadero alcance de la palabra “nación”, y de las palabras “socialismo real”, y “socialismo irreal” y, faltaba más, de la palabra “apatía”, que hace un par de años comenzó a fir­mar sus piezas con este acrónimo absolutamente revelador: GDD, es decir, Gran Diseño Desmotivado.

La fijación de Ezequiel con los Ladas lleva este fenómeno a otros niveles. Novecientas fotografías de carros no son un asunto menor. Sin embargo, cabría preguntarse, ya que estamos meti­dos en el canal del objeto, su poder narrativo y los imaginarios que encierra, ¿cómo conectaron los Ladas con la experiencia de vida cubana, cañoneada a una sovietización de corte estalinista a partir de los sesenta, si atendemos a la evidentísima distancia cultural que mediaba entre la Isla y la Europa del Este? Brodsky decía –y pido disculpas por la impertinencia de cogerlo para ilus­trar cada punto, pero pocos como él se han adentrado en estas cuestiones con semejante agudeza–, al referirse al impacto del universo estético de Occidente en la Rusia socialista, que los chi­cos de su generación se reconocían con absoluta tersura, quizás debido al hartazgo del modelo ideológico comunista y a su mani­fiesto rechazo del consumo (“una civilización sin trapos ni bara­tijas”), en lo occidental. Refiriéndose al caso particular del cine, comentaba: “Estas películas-trofeo encerraban, por supuesto, algo más crucial: su espíritu de «uno-contra-todos», totalmente ajeno a la mentalidad comunitaria, colectivista, de la sociedad donde cre­cimos. Quizá precisamente por hallarse tan alejados de nuestra realidad, aquellos Gavilanes del mar y aquellos Zorros nos influ­yeron de un modo que nadie podía haber previsto: aunque se nos ofrecían como entretenidos cuentos de hadas, nosotros lo recibía­mos como parábolas sobre el individualismo”.[7]

Muchos jóvenes de la era soviética pudieron emprender, a través de los residuos mate­riales (norteamericanos y europeos) dejados por la guerra y luego traficados de contrabando en los mercadillos, un viaje a cierta región de sí mismos que no sabían estaba viva o que siquiera existía. Y fue el objeto, el encuentro con este y sus propias lógi­cas mecánicas y sensibles (una lata de carne que no se abre con el cuchillo sino con una llavecita acoplada al costado; un Citroën 2CV de diseño romo y poco enfático, casi humano, al decir del ruso), uno de los dispositivos de arranque para semejante cone­xión. En Cuba el relato es otro, por supuesto, sobre todo porque las cosas se dieron en sentido inverso, abrupto, vertical; de este a oeste, digamos, de arriba abajo. No obstante, los jóvenes de este lado también supieron leer el tejido enrevesado de la realidad pos 59 apoyados en el capital simbólico del objeto, y entender la doc­trina y sus alcances desde el filón estético. Leer, pongamos, la habilidad del dogma para colonizar cada pedacito de la vida: la estatización extrema, el desprecio por lo privado, la necesidad de afiliación permanente –CDR, FMC, UJC, MTT, PCC–, el comu­nitarismo, el con-fuerza del consenso, la cultura de la clonación. El mundo de los Ladas, en resumen.

En una fecha tan temprana como 1968, ya Cabrera Infante hablaba de no-personas, de jerga utópica y neohabla, de la sovie­tización de la cultura cubana, de intromisión del Estado en el espacio de la literatura, de persecución creativa. El correlato mate­rial de lo anterior, en los años sucesivos, serían los electrodomés­ticos y la utilería de origen soviético (eso que conocemos como “lo bolo”), la comida enlatada en climas polares, la editorial Progreso, los muñequitos rusos, los Ladas Zhiguli, los camiones Kamaz. El comunismo, hemos visto, es también un dispositivo estético (y muchas veces bastante cursi, por cierto).

Ezequiel participa de estas lecturas a su manera. En Ladas (joven negro con mentón), efectúa una pirueta procesual que pone sobre el tapete lo que hacía falta poner: la figura del arquetipo. Acostumbrados como estamos a verlo operar desde la lógica de lo fragmentado y arbitrario, del dato menor y antojadizo, esta cara­vana de autos moviéndose hacia sabe Dios dónde –al infinito, supongo–, en cierta medida el mismo carro que se muerde la cola, nos puede parecer perturbadora. Y así debería ser, es la idea. Recor­demos: “es ejemplos”. Ahora, con estas piezas, lo particular lleva dentro la dimensión rígida de la norma, como un hueso de aceituna perfectamente esculpido que todos debemos tragar si queremos saborear la pulpa verdosa del fruto. Es increíble el modo en el que la sola presentación del auto bajo el efecto continuo, inagotable, esquizo, de la repetición resulta efectivo en la dosis adecuada. La dosis del absurdo y la dosis del afecto, ya que la imagen del Lada participa, a su vez, de otras coordenadas: históricas y generacio­nales. La estética es un buen indicador para penetrar el pantanoso terreno del totalitarismo, que no es solo una forma del Estado sino una forma de estructurar el pensamiento. Y ello tiene que ver con el principio absolutamente individual que subyace en la raíz del gusto. En la Cuba soviética el gusto tendría unos márgenes bien acotados, por ello cualquier cosita que amenazara con no pare­cerse demasiado a todo lo demás debía ser puesta a hibernar o sacada, de plano, “fuera de juego”. Este principio va a ser una rea­lidad manifiesta en la estética del realismo socialista durante los sesenta, setenta y ochenta (desde el ancho de los pantalones y el largo del cabello, hasta el qué leer, escuchar, escribir), la contraída producción nacional, la oposición abierta a la diversidad y al ejer­cicio “capitalista” del consumo, y la escasez creciente debido a la crisis económica de fin de siglo. Una buena imagen podría ser la de los anaqueles de las tiendas repletos del mismo producto ad infinitum, de botellas de agua, por ejemplo. O una hilera de Ladas repetidos en bucle a lo largo de decenas de páginas con las fotos de los chicos fuertes del Partido en La Habana (nuestros padres, tampoco hay que olvidarlo). Una imagen sobrecogedora sería la de la discriminación, la parametrización y la censura.

El arquetipo, decía, es la ficha clave de este trabajo de Ezequiel. Su as de triunfo. Pero podemos, queremos, ser más sagaces y darle otras vueltas al asunto. Porque una vez desplegada la seña del dogma –esa camisa de fuerza que es el ideal en manos del Estado– como uno, si no el fundamental elemento aglutinador del andamiaje totalitario, quedan pendientes otras latencias, estas sí abiertamente emparentadas con el resto de su obra. Hablemos entonces de las grietas abiertas por sus fotografías dentro del cuerpo infranqueable y espeso de lo permanente. La bestiecilla que va trocando en extrañeza aquello que se supone una verdad dura, incorruptible a la mácula (la mácula de la libertad). ¿Qué vemos, entonces? Bueno, en primer lugar, una renuncia delibe­rada a seguir las reglas de la pureza química a la hora de mirar y registrar. Por ello, muchas de las imágenes no se circunscriben a los Ladas, sino que cargan con la mujer dentro del Lada, o el hom­bre al lado del Lada, o el perro –Lorenzo, ¡vaya!, un nombre pro­pio– acompañando al carro. Y es un alivio encontrarse al perro y la carrocería hecha talco, y los muñequitos que cuelgan del espejo retrovisor, las etiquetas con siglas de organismos del gobierno pegadas a los costados, un brazo que asoma tímidamente por la ventanilla, un auto sin puerta, una puerta sin auto, el manchón informe de la chapistería, un tanque plástico en la cajuela, la pin­tura nueva y brillante (un tono que nadie podrá encontrar en los catálogos oficiales de la marca rusa por más que lo intente), una bandera británica que sobresale por encima del techo de metal, un taxi estatal blasonado por su clásica combinación de azul prusia y amarillo, un taxi particular agazapado en el cartelito pequeño, y magnífico, que pone simplemente: “Taxi”, una señora pasando de casualidad junto al Lada, un rostro que nos clava los ojos desde el interior del Lada.

Podría seguir, lo juro, se convierte al rato en un juego adic­tivo: encontrar las pistas del individuo por entre la marea de lo idéntico. El fallo en la Matrix, que no es fallo ni cosa por el estilo sino la vida filtrándose como un derrame de agua, que lo llena todo de humedad, y genera moho en la pared blanca de la habi­tación, moho y descomposición. La mancha es indicio incontro­vertible de lo vivo, de la consciencia y el disenso. “La normalidad significa mezcla, desorden, desbarajuste, polución, cohabitación, metabolismo, mixtura. […] Es precisamente la acción contamina­dora la que posibilita funciones tan caras y gratas para los seres humanos como la alimentación, la respiración y la reproducción”.[8] Espero no haber fatigado demasiado la metáfora, se entiende por dónde quiero ir.

Los Ladas Sedán y los Combis, angulosos como le gustan a Ezequiel, apolíneos, recortados pacientemente sobre la plantilla de la ideología partidista, del hombre nuevo que se debe a la patria (esa abstracción), y de la neolengua del martirologio y la plaza sitiada, terminan por ser el vehículo que trafique también el ger­men de la libertad. Sin proponérselo, claro. Se trata de una pul­sión doméstica, artesanal, manifiesta de forma exquisita en los ejemplares que tratan de romper la monotonía del diseño lim­pio y aséptico adicionando pegatinas flamígeras que remedan la velocidad, y tuneando el motor y la carrocería. Un auto de carre­ras, se entiende, no está diseñado para llegar a ningún sitio con­creto; este es, ante todo, un espectáculo estético. El relato menor le echa un pulso a la narrativa del heroísmo, se fija en el deta­llito, en la cosa sin importancia. “La libertad del capricho”, al decir de Vladímir Dahl, que desprecia el desprecio por lo superficial y lo genuinamente humano. Vivir enfundados en la talla del hom­bre corriente es la normalidad. O debería serlo, puesto que es allí donde ocurre lo real.

'Ladas (joven negro con mentón)', Ezequiel Suárez
‘Ladas (joven negro con mentón)’, Ezequiel Suárez

Hablando del hombre, hay una cuestión que vuelve más descon­certante y coherente esta serie que versa, con precisión burocrá­tica, sobre ese objeto llamado Lada. Se trata, naturalmente, del joven negro con mentón. ¿Quién es este muchacho?, se pregunta uno mientras lee el título como si de un aforismo se tratara, ¿por qué Ezequiel decidió hacerlo partícipe del conjunto?, ¿qué función cumple aquí? Luego de mirar decenas de páginas atestadas de carros soviéticos, fotos en colores, con el brillo del sol escarchando parabrisas y ventanillas, se precipita, de la nada, este chico que usa gafas y sonríe desenfadadamente a la cámara. Su nombre –lo voy a decir puesto que, a diferencia de los recogidos en el libro de fundadores del PCC de La Habana, es el único del que nada sabemos– es Rolando. Era músico de la Sinfónica cuando Ezequiel tomó la foto, un joven tranquilo, de veintitantos años, sin filiación política conocida. Un cubano sin biografía reseñable. En medio de todo, tengo que reconocer, asoma como algo increíblemente sig­nificativo. Un punto de fuga, la variable que no encaja en uno u otro grupo.

Revelado como una premonición desde el inicio, Rolando, entonces, no genera sorpresa sino inquietud. Una especie de rareza que sobrevuela la serie y nos pone en estado de pregunta. Por qué, por qué. Me hubiera gustado hablar del “punctum” de Barthes, ese elemento de índole proustiano que, en una fotogra­fía, logra hincar al espectador y moverle el suelo de forma repen­tina e inexplicable; sin embargo, se trata de algo más, algo que no es necesariamente emotivo o evocador. Un dispositivo colocado deliberadamente a modo de puerta giratoria entre el objeto y la ideología, la tomadura de pelo y el hallazgo. Ezequiel sabe cómo hacer las cosas sin dramatismo, con la naturalidad que demanda todo lo que verdaderamente importa. Cuando le pregunto sobre el chico, me suelta escuetamente: un ruido en el sistema. Y claro, es eso mismo, un ruido en el sistema. En la URSS de los ochenta, por ejemplo, vestir un par de jeans suponía, de manera muy simi­lar, un ruido en el sistema, disonancia estética, el signo de la dife­rencia. Y quién quiere, en el totalitarismo, destacar por diferente. El joven negro, perdido entre la marea de blancos Parteigenosse y Ladas soviéticos que serían entregados a la vanguardia de la sociedad en construcción, es la imagen más limpia del disenso y el valor del individuo. Disidencia desde el mismísimo plano exis­tencial, desde el momento en que se reconoce lo humano en el hombre y no en el ideal de hombre (qué otra cosa, sino la pulsión electrizante y desideologizada de aquellos cubanos gozando de la noche habanera, convertiría a PM en un filme censurable para el Estado revolucionario. La libertad es una insolencia que el socia­lismo real no está dispuesto a permitirse).

Ezequiel me cuenta que nunca más ha vuelto a ver al joven negro con mentón, esta captura magnífica procede de una fiesta en la que coincidieron hace muchísimos años. Quiero recordar que se llama Rolando, que tocaba, dice Ezequiel, el contrabajo en la Sinfónica Nacional, que no es fundador del Partido Comunista de La Habana ni de ninguna otra provincia, que su sonrisa resulta perfecta de un modo tremendamente vivo. Quiero recordar que es un hombre y que eso debería ser suficiente. Voy pensando, mientras escribo, en aquella proclama de Ezequiel que plantea el asunto con mayor claridad, como siempre: “El universo es la mente o el cuerpo minúsculos de alguien”.

'Ladas (joven negro con mentón)', Ezequiel Suárez
‘Ladas (joven negro con mentón)’, Ezequiel Suárez

Ezequiel, ya lo han dicho antes, es un artista eminentemente político. Pero lo es, precisaría yo, en la medida en que logra discernir que el mejor sitio para entender al hombre está anclado en esa región de sí mismo que envejece y se vuelve extraña con el tiempo. El desfasaje antes que el update. Lo anticuado antes que el vanguardismo. Y esa región, inexacta pero real como un martillazo en la mano, cristaliza en la ropa que vamos arrinconando en el closet, en los objetos venidos a menos, en todo lo que dejamos de tomar en serio y adorar. Ahora ya nadie (los hijos) se reconoce en la postal ochentera que son los Ladas soviéticos y los catálogos del PCC, pero eso hemos sido hasta ayer, y de poco sirve esconder la suciedad bajo la alfombra. Ahí siguen las cosas, dando cuen­tas de aquellos tiempos, un período de educación sentimental que nos acompañará todavía un rato.

Nada de lo anterior quiere apuntar a que Ezequiel se alinee, intencional o fortuitamente, con el ojo de la historia. De un lado, porque no sabemos qué diablos es eso, en caso, por supuesto, de que tal ojo exista en efecto. Luego, porque su accionar, y el gran mérito del asunto, radica en la operación estricta de juntar los des­cartes e identificar en ellos el patrón de lo humano, aquello que se intenta desconocer, el error o el ridículo. No se trata, insisto, de invocar el pasado y meterse en el canal de la nostalgia revi­sionista, para eso ya están los álbumes familiares, la estatuaria nacionalista y las compilaciones de textos académicos. Ezequiel apuesta por el disenso en el sentido rancieriano del término, esto es, la conciencia de que lo que se ve constituye solo un trozo de la ecuación, la porción que ha sido nombrada. Y entonces va él y cuela ese desecho “anticuado” en el corazón del relato, para que no se nos olvide que hay un más allá presente como latencia, y que un día puede hacernos reventar por los aires. Alguien que compra toda la colección de variedades locales del Ten Cent y que dedica diez años de su vida a fotografiar Ladas alcanza a calibrar, sin dudas, el potencial revulsivo del objeto decadente.

Creo que esto, en principio, es lo que podría decirse de Ladas (joven negro con mentón). Una serie que cuenta, mecánica, secuen­cialmente: uno, dos, tres, cien Ladas; uno, dos, tres, cien militan­tes comunistas. Rolando, el hombre común, hijo del totalitarismo, se mueve a contratiempo entre las cifras, habita el país de los héroes y el país de los aberrados, ambos de forma sincrónica e imposible. Busca una brecha en la que respirar al margen de la doctrina y al margen, también, del futuro que está por llegar desde hace varias décadas. Brodsky decía que “un hombre es lo que ama. Por eso lo ama: porque él forma parte de ello. Y no solo un hombre, ocurre lo mismo con las cosas”, que pueden identifi­carse en sus semejantes. Cuánto de la norma liberticida, el ideal, el hábito colectivista, el miedo patológico, el autoritarismo, el castrismo, la conciencia absurda de la excepcionalidad, el mani­queísmo, el gusto por el lamento, carga el cubano en sus hom­bros, da igual si viaja al norte o al sur, en un Zhiguli soviético, un Nissan japonés o un Chevrolet norteamericano. Ni idea, pero esa garbage que vamos dejando atrás, que creemos dejar atrás, es la otra cartografía del individuo y un día será leída como el catálogo razonado del totalitarismo nacional. Y no importa si la echamos a la basura, total, habían pasado veinte años cuando Ezequiel reco­gió el de los fundadores del PCC en la esquina de su casa. Para ese entonces todavía estaba intacto.


* Este texto es el prólogo a Ezequiel O. Suárez: Ladas (joven negro con mentón), Rialta Ediciones, 2022.

Notas:

[1] Dean Luis Reyes: “Arqueología de la nostalgia. O de cómo aprendí a amar a Tío Estiopa”, La Gaceta de Cuba, n.o 1, La Habana, 2010, p. 7.

[2] Raquel Cruz: “Errar: están un perro, una farmacéutica y un patético”, I don’t Speak with Photographers (catálogo de Ezequiel O. Suárez), primera edición del Premio INSTAR, La Habana, 2022, p. 210.

[3] Juan Forn: Los viernes, Emecé, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2016, t. I, p. 102.

[4] Svetlana Aleksiévich: El fin del “Homo sovieticus”, Editorial Acantilado, Barcelona, 2016, p. 25.

[5] Joseph Brodsky: “Botín de guerra”, Del dolor y la razón, Ediciones Siruela, Madrid, 2015, p. 23.

[6] Arthur Danto: “El final del arte”.

[7] Joseph Brodsky: ob. cit., p. 18.

[8] Hans Magnus Enzensberger: “Malditas manchas”, Panóptico, Malpaso Ediciones, España, 2017, p. 79.

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Daleysi Moya (La Habana, 1985). Crítica y curadora de artes visuales. Licenciada y Máster en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Se ha desempeñado como curadora en las galerías habaneras La Casona, La Acacia y Servando Cabrera. Actualmente trabaja en el proyecto de arte contemporáneo El Apartamento. Además de su labor curatorial, desarrolla la crítica de arte de modo sistemático. Ha colaborado con publicaciones impresas y digitales sobre cultura y artes plásticas. En el año 2015 obtuvo mención en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros, en La Habana, Cuba.

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