Forn
Juan Forn (FOTO Martín Rosenzveig / Infobae)

Yo supe de Juan Forn por Carlos, que un día me dijo que tenía que leerme “Nadar de noche”, ese cuento brevísimo en el que la muerte se describe con la serenidad irreversible del que ha estado en el centro de la nada (“es como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse”). No obstante, lo primero suyo que leí, por puro azar, fue “Freud encuentra a Buda”, un texto sobre Lucian Freud que me voló la cabeza y me hizo pensar que toda la crítica de arte conocida hasta entonces, fundamentalmente la inflamada por el estilo de la Facultad de Artes y Letras donde estudié, era una porquería –así, a lo crudo–, y que la mejor manera de entender cualquier cosa era no especializándome en nada, en nada que no fuera ceder al arrebato de la epifanía, del descubrimiento, y también a la fabulación ilimitada sobre las maneras posibles en que una historia pudo acontecer. Forn hace eso como nadie: decir la verdad ficcionalizando. O eso pienso, porque a ciencia cierta no sé si lo que cuenta pasó tal y como él lo escribe. Igual, yo me quedo con su versión de los hechos que es la más hermosa de las versiones, la que quiero creer y la que termino repitiendo por ahí.

Por si eso no fuera suficiente, Forn se mete en el territorio del lenguaje cual poeta que reporta. Va contando y creando. Inventa la narración y el idioma en que esta debió darse, sabe que el músculo de la escritura se deposita en el subterfugio de sus efectos y en la fuerza inexplicable de sus golpes. Si yo repito, una y otra vez, “y el confín del mundo se les ha subido a la cabeza, en forma de delirio”, no es sólo por lo que esta frase apunta sobre el empeño absurdo de una legión checa por adjudicarse un trozo estrechísimo de frontera siberiana, es, en primer lugar, por la sensación poderosa e injustificada de que no hay otra manera legítima de reconstruir esa empresa enloquecida, maravillosa. Cualquier otro ensayo en torno a ello, luego de Forn, está condenado al fracaso.

Al referirse a esa garra de la escritura, dice: “Yo creo que los escritores de hoy, en lugar de googlearse en Internet, deberían cada tanto dejar salir de su mazmorra al Joven Poeta Que Fueron. Abrirle el candado, dejarlo corretear un poco entre los muebles, contemplar la suma de defectos que es esa criatura informe que renguea, babea, choca contra todo y no aprende nada de esos golpes, sigue girando en círculos con los ojos desorbitados y una energía loca que da escalofríos de risa y sorna y compasión al escritor, y le sirve para recordar ciertas cosas que necesita recordar, y cuando eso ocurre arrea de nuevo a su mazmorra al Joven Poeta Que Fue y le apaga la luz y vuelve a su silla a escribir como es debido”. Y eso hace Forn, saca a pasear a la bestia desbocada que es el escritor adolescente, en la que todos los extremos confluyen como latencia despiadada e infantil, y luego drena la desmesura, corta los sobrantes. Pero nada de eso importa –los restos, quiero decir–, pues la historia relatada por el joven desconcertado es una catedral perfecta sembrada en el corazón de los tiempos; y en la memoria de los lectores el pasado resulta idéntico a los recuerdos imaginarios de Forn.

Quizás sea exagerado aseverar que el argentino es un escritor enciclopédico, cosa que, en realidad, no le hace falta ser, pero su obsesión enfermiza por las culturas rusa, norteamericana, japonesa, por la escritura europea y latinoamericana, lo convierte en un reservorio de todo lo que, a alguien como yo, puede interesarle. Forn se mueve con soltura entre la historia, la poesía, la anécdota de archivo, el dato menor, la fábula, los quince minutos esenciales de cada escritor, la crítica de arte y literaria, la música jazz y el rock, la demencia. En medio de ese universo múltiple, que es la crónica de cuanto somos, hay siempre una verdad inusitada alumbrando la habitación. Una verdad que desemboca con tersura y organicidad en cualquier segmento del relato como si se tratara de un apunte más, pero que habla sobre la naturaleza humana, la raíz misma de la escritura o las grandes enfermedades y aciertos de nuestras sociedades contemporáneas. Durante diez años, Forn publicó sus contratapas en Página 12, un espacio que atravesaría el mundo del siglo XX de una esquina a otra, viernes tras viernes. En esas contratapas, recogidas hoy en cuatro tomos que son una joya del hibridismo literario, pueden leerse pasajes como estos:

“El demonio, como sabemos, tiene muchas caras. Uno vuelve la vista atrás y ve cada encrucijada en que se cruzó con él (Kierkegaard decía que el problema de la vida es que se la vive para adelante pero se la entiende para atrás.) El demonio es básicamente un veneno. Para que funcione tiene que haber algo en nosotros que responda a él: el veneno funciona si hace contacto con eso. De manera que reconocemos al demonio cuando ya lo llevamos dentro.”

“Uno empezaba a leer esos poemas preguntándose si no eran material de póster, hasta que venía esa descarga eléctrica en el plexo y se nos atragantaban las palabras en la garganta y entendíamos con clarividente certeza que no se podía decir eso de otra manera, no se podía decir eso sin haber pasado antes por las comarcas más pavorosas del amor”.

Forn ha dicho que sus contratapas nacieron, tras un coma pancreático que lo obligó a parar el ritmo vertiginoso de su trabajo y a exiliarse en la calma de Villa Gesell, de la voluntad por salvar la integridad e intensidad de las lecturas realizadas durante las semanas que sucedieron a la crisis. La posibilidad de esa transferencia inmediata funcionaría como una suerte de traducción simultánea en la que Forn, todavía saturado del olor de los autores y los textos leídos, modelaba las historias con la cadencia viva del pulso original. Es por eso que, cuando escribe sobre Rusia, por ejemplo, algo del alma eslava –fría, embriagada, bestial– se filtra en su tono, en su forma de mirar alrededor y hacia adentro. No es lo mismo una columna suya sobre Serguéi Dovlatov que otra sobre William Faulkner, aunque en las dos, eso sí, la puesta en escena sea rabiosamente perfecta, redonda, una maquinaria con reglas personalísimas en las que el estilo Forn termina apropiándose de lo narrado y dejándonos con la boca abierta.

Los viernes, que es como se titulan las cuatro compilaciones, incluyen unas doscientas de estas cápsulas magníficas. Y hay que decir que Forn sabe colarse en todos los terrenos con idéntica destreza. Algunos temas le apasionan más que otros, se ve que la cultura norteamericana es un imán que lo devuelve siempre al inicio de su peregrinaje por el gabinete inabarcable de la literatura universal. Ahí, afirma, empezó todo: “Esa matriz me quedó para toda la vida. He tratado desde entonces de llenarla de otras cosas, de diluirla en mí, mudar de piel, dejarla atrás. Pocas cosas me decepcionan como la literatura y el cine y la música yanqui de Reagan para acá. Pero igual tengo esa matriz en el ADN, y me delato cada tanto: la exposición muy temprana al american way deja una impronta que se le nota para siempre a sus víctimas. Hasta el día de hoy me dicen: «Sos reshanqui para escribir, vos».”

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El gran acierto de Forn, lo que más admiro en la escritura de Los viernes, es esa lucidez absoluta a la hora de posicionarse en las entrañas de lo que importa, por más al norte o al sur que ese territorio parezca estar. El encantamiento no es nada puesto a competir con la claridad de su mirada, un dispositivo que examina la realidad, el pasado, la cultura bajo la doble condición del hombre que intuye y del pensador que desmonta. Sus contratapas hacen todo eso a la vez en el espacio apretado de unas pocas cuartillas, le dicen al lector: “las cosas van por aquí”, propician la coartada del hallazgo. Entre la pericia de su narrativa y la fibra cruda de lo real –que Forn expone como nadie, haciéndose a un lado cuando su mera contemplación dictamina la dramaturgia de la historia, la escala de la sacudida–, hay un equilibrio insólito en el que uno reconoce de inmediato que está sucediendo algo, algo que habla sobre nosotros desde la vida del otro. Y a esas alturas ya no interesa la veracidad de lo dicho, sus relatos son confiables porque nos ponen sobre la pista de ciertas sustancias esenciales. Ninguna de ellas puede ser ilusoria. No lo es el golpe en el pecho que sentimos en el mismo momento en que los bomberos echan abajo la puerta de Sylvia Plath para salvar a sus dos hijos pequeños luego de que, la noche previa, Sylvia abriera la llave del gas y metiera la cabeza en el horno; no lo es esa admiración limpia tras la carcajada, tras la perplejidad, por la idea de Robert Walser de que sus caminatas kilométricas eran la clave para el contacto con “el mundo vivo”; no lo es nuestra desazón ante la expulsión de Joseph Brodsky de la URSS, y ante sus palabras demoledoras sobre el escritor en el exilio y el alcance verdadero de la libertad más allá del totalitarismo; no lo es la certeza sobre el cambio radical que, en la vida y la pintura de Lucian Freud, catapultó la figura luminosa del travesti australiano Leigh Bowery, aunque ese cambio no tenga una explicación fáctica concreta.

En una de las entrevistas más recientes que he leído de Juan Forn, este dice que sus columnas de Página 12 vienen a funcionar como una especie de historia informal del siglo XX. Yo creo que sí, por supuesto que sí. Sin embargo, esas contratapas son mucho más, son un género, se sabe, una forma caleidoscópica de generar la escritura y la anatomía de la narración. Para mí son el formato viernes, un territorio completamente suyo en el que puedo ser feliz cualquier día de la semana.

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DALEYSI MOYA
Daleysi Moya (La Habana, 1985). Crítica y curadora de artes visuales. Licenciada y Máster en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Se ha desempeñado como curadora en las galerías habaneras La Casona, La Acacia y Servando Cabrera. Actualmente trabaja en el proyecto de arte contemporáneo El Apartamento. Además de su labor curatorial, desarrolla la crítica de arte de modo sistemático. Ha colaborado con publicaciones impresas y digitales sobre cultura y artes plásticas. En el año 2015 obtuvo mención en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros, en La Habana, Cuba.

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