Bruce Chatwin

“Ahora hablemos un poco de nómadas, ya que a menudo hablábamos de ellos. (Para Chatwin hablar de eso era como para un teólogo medieval hablar de la Trinidad)”:[1] como casi siempre, Calasso tiene razón… !y de qué manera!

En efecto, para el gran esteta y viajero británico existía un vínculo inextricable entre lo que llamó en numerosas ocasiones “la alternativa nómada” y esa abisal, enigmática, acaso indefinible zona de la experiencia[2] que, por carecer de un término más preciso, algunos han definido como lo Sagrado.[3] No se trataba de una veleidad o inconsistente capricho: ya en una carta de 1969 –casi veinte años antes de publicar el libro que aquí comentaré— Bruce Chatwin reconocía su obsesión con este asunto y articulaba una breve pero muy perceptiva historia del tema desde los griegos hasta nuestros días.[4] Sin embargo –y a pesar de emprender en dicha carta una dilatada exposición de todas las maneras en que no debe abordarse el tema–, aseguraba que no era capaz en ese momento de escribir el texto “definitivo” que anhelaba: se trataba, ante todo, del problema de la forma. De hecho, no resulta exagerado considerar toda la carrera literaria de Chatwin como un sostenido esfuerzo por escribir ese libro: En la Patagonia, Colina negra, El virrey de Ouidah, son, en cierto sentido, y pese a su ostensible brillantez, espléndidos fracasos que preparan el camino a Los trazos de la canción, esa obra maestra cuyo significado intentaré dilucidar en este artículo.

Cubierta y contracubierta de una edicion de The Songline Los trazos de la cancion de Bruce Chatwin | Rialta
Imagen de cubierta y contracubierta de una edición de ‘The Songlines’ (‘Los trazos de la canción’), de Bruce Chatwin

Hablo de un libro refractario a cualquier tentativa taxonómica, un portentoso texto híbrido que combina, con suprema destreza, numerosos procedimientos formales y al menos tres géneros o modos narrativos[5] para erigir una arquitectura verbal que, según creo, no se parece a ninguna a otra en el espacio literario occidental.

Todo comenzó con dos libros y un viaje: este último fue siempre la cifra definitiva para comprender el misterio que era –y en última instancia sigue siendo– Bruce Chatwin;[6] en cuanto a los textos[7] (monumentales, abstrusos, casi inaccesibles)[8] galvanizaron tanto la imaginación creadora del británico como su desenfrenada voracidad trashumante: sorprende, en este escritor supremamente complejo, la coexistencia de pasiones abrasadoras que en principio habríamos supuesto incompatibles: la lujuria del conocimiento ( moldeada por una sensibilidad estética que produjo, acaso, la más refinada prosa en lengua inglesa de las postrimerías del siglo XX) y, de forma apenas concebible, el deseo de viajar a los lugares más disímiles y recónditos de la tierra en busca de cualquier rastro, por tenue que resultase, de “la alternativa nómada” (es decir, aquellos hombres crepusculares ajenos a cualquier influencia de la así llamada civilización occidental, o de cualquier otra). Si se comprende esto, Chatwin y su obra se tornan, quizá, más comprensibles:[9] el obseso inglés buscaba, tras sus aventuras en la Patagonia y el norte de África,[10] otro territorio salvaje refractario a la modernidad (y en 1985 no abundaban precisamente), otra cultura ancestral investida por la pureza de la soledad, el aislamiento y el conocimiento ritual (un concepto esencial en la obra de Chatwin). Los libros de Strehlow sobre el Sendero sagrado australiano y las canciones secretas de los aborígenes que lo recorren tenían que fascinarlo, golpearlo con la potencia de una revelación. Así surgieron las así llamadas “condiciones de posibilidad de la creación” (Ricardo Piglia) y consiguió elaborar –a un ritmo frenético, según él mismo reconoce– su texto más arduo y fascinante: un volumen enciclopédico y barroco en torno a las songlines[11] que representa la triunfal apoteosis de su escritura y la última palabra de este gran viajero sobre la “fiebre de trashumancia” que lo atenazaba. Ahora bien, aunque me he referido ya a la enorme complejidad estructural del texto, sería más exacto decir que esta mezcla casi monstruosa de autobiografía, relato de viajes, ensayo filosófico, cuaderno de notas para una enciclopedia futura sobre los nómadas y, por si fuera poco, thriller antropológico[12] resulta esencialmente inclasificable: nada como esto se había escrito antes… y parece poco probable que alguien consiga hacer algo parecido en los próximos cien años (así de original es el tipo). Por supuesto, “inclasificable” no significa, ni mucho menos, incomprensible: intentaré esbozar algunas observaciones pertinentes sobre los procedimientos formales que aquí se despliegan para dilucidar cómo el gran proyecto de investigación antropológica se convierte en un objeto estético.

Bien, ante todo confrontemos la cuestión del narrador: hay una historia pero, ¿quién se encarga de contarla? En principio la respuesta parece casi trivial: el narrador en primera persona es el propio Chatwin que se limitaría a relatar minuciosamente su periplo australiano. Sin embargo, como suele suceder, las cosas no son tan sencillas, y eso, ante todo, porque de inmediato comprendemos que Chatwin ha cedido a la tentación de ficcionalizar, de mejorar (en el sentido de Stevenson en su gran ensayo A humble remonstrance)[13] el material amorfo de la experiencia, transmutándolo en algo mucho más seductor –e inquietante– que un mero “relato objetivo” (si en verdad algo así existe en alguna parte… pero eso es otra cuestión). Y la ficción, qué duda cabe, comienza con el extraordinario personaje que me gustaría llamar “el gran Akady”: un aventurero erudito,[14] un tipo absolutamente novelesco[15] que se convierte en el guía del escritor británico en la casi infinita desolación del desierto australiano. Ahora bien, sin la ayuda de Arkady Volchok (ese descendiente de rusos experto en la cultura aborigen), Chatwin jamás habría podido escribir su texto: casi todo el conocimiento sobre “los trazos de la canción” lo obtuvo directamente de él (los aborígenes jamás habrían confiado en un inglés de otra manera). Pero existe un pequeño problema con este magnífico personaje: es precisamente eso… y sólo eso: un flujo verbal, una construcción articulada con palabras. En rigor de verdad, probablemente nunca existió –innúmeras razones nos llevan a suponerlo–[16] alguien así… pero, una vez que abandonamos cualquier expectativa de acceder a “la verdad de lo que realmente sucedió” comprendemos que la utilización de este recurso (crear un personaje extraordinario a partir de diversos tipos “reales” que conoció en diversas épocas) resulta otra muestra del desmesurado talento de Chatwin. El esteta inglés –como todo gran escritor– sabía que la literatura no es un concurso de belleza moral sino “aquel punto de máxima efervescencia donde el lenguaje deviene problema” (Barthes): su solución al desafío estructural inmanente a un relato de esta naturaleza es tan elegante como efectivo. “El gran Arkady” es, entonces, otra figura arquetípica –el personaje como procedimiento, podríamos decir– que hace avanzar la narración: un guía incomparable, el indispensable Virgilio de Chatwin para adentrarse en lo ignoto.

Bruce Chatwin 2 | Rialta
Bruce Chatwin

Hemos dilucidado –en alguna medida– la cuestión del narrador: nos corresponde ahora abordar el portentoso, apenas concebible entramado mitológico que Chatwin descubrió en la Australia profunda: el ya mencionado Sendero sagrado que los europeos denominan “trazos de la canción”. Llamado también “Camino de la Ley”, resulta el fundamento último del pensamiento aborigen y se articula, de forma absolutamente inesperada, como un extraordinario Mito primigenio muy parecido al primer capítulo del Génesis. Como observa Chatwin, “En el Génesis, Dios creó las «cosas vivas» y después plasmó al padre Adán con arcilla. Aquí, en Australia, los antepasados se crearon a sí mismos con arcilla, por centenares y millares, uno para cada especie totémica”. Más aún: los Antepasados[17] (según explica Arkady al perplejo escritor: nada lo había preparado para una experiencia semejante), “cantaron el mundo y todas sus criaturas… nombraron y crearon la tierra al mismo tiempo… dieron vida al mundo con su canción”: idea extraordinaria,[18] con vastas implicaciones ontológicas,[19] teológicas,[20] y estéticas.[21] En definitiva, Chatwin ha demostrado –quizá de forma irrefutable– cuán vasto, enrevesado y coherente es el pensamiento aborigen australiano:[22] ciertamente mucho más de lo que cualquier europeo podría suponer. Eso bastaría para conferir a su texto un valor perdurable… pero hay más, mucho más en este espléndido volumen: audaces consideraciones sobre “la tierra como ícono sagrado”, dilatados análisis sobre la estructura melódica de los “rastros”[23] (“Se pensaba que al desplazarse por el país, cada Antepasado totémico había esparcido una huella de palabras y notas musicales a lo largo de sus pisadas… estos rastros de Ensueño estaban impresos sobre la tierra como medios de comunicación entre las tribus más distantes”) y, en definitiva, la melancólica certeza de que –pese a todo su esfuerzo, simpatía por los aborígenes, paciencia y pasión abrasadora por todo lo relacionado con los hombres del desierto– toda una dimensión de saber arcano, de “conocimiento ritual” le estaba vedado para siempre: los aborígenes jamás compartirían con un extraño –y no se me ocurre nadie más ajeno a ellos que un intelectual británico– la signatura secreta de su mundo: ¿cómo podría ser de otra forma?. Y sin embargo su libro nos permite vislumbrar –siquiera en la penumbra– los signos “de una composición mental más maravillosa e intrincada que cualquier otra cosa sobre la tierra,[24]…un universo moral comparable al del Nuevo Testamento”: eso debería ser suficiente para considerarlo una obra maestra e incluso el volumen que funda un nuevo modo de escritura.

Algunos señalarán que su objetivo[25] era necesariamente inalcanzable… y quizás así sea. Nadie, con un mínimo de sensibilidad estética, se atreverá a negar, sin embargo, la grandeza de una obra semejante, impulsada por una ambición casi demencial, investida por la sostenida potencia de un estilo deslumbrante y cuya densidad conceptual lo acerca, a su manera, a los más ambiciosos tratados antropológicos. Me parece pertinente entonces finalizar mi ensayo con una cita del Rig Veda que epitomiza, acaso mejor que ninguna otra, lo esencial de las interrogantes de Chatwin: “¿Cuántos destellos, cuántos soles, cuántas auroras, cuántas tierras, cuántas aguas? No lo digo por desafiaros, oh, Padres. Lo digo por saber, oh, Poetas”.


Notas:

- Anuncio -Maestría Anfibia

[1] Roberto Calasso, en su espléndido ensayo sobre el escritor británico.

[2] Naturalmente, muchos afirman que no existe tal cosa, pero eso no nos concierne aquí.

[3] Algunos –a decir verdad, casi todos– han buscado el Absoluto en la vía contemplativa: los monjes benedictinos en el ayuno, la pobreza y la mortificación de la carne (esperaban así alcanzar el difícil diamante de los santos, pero la terca, inescrutable Divinidad se ocultaba); los bonzos budistas a través de la reproducción incesante –en ocasiones durante décadas– de ciertos sutras (copias inscritas en la piedra, el papel o la madera); los místicos sufíes en la así llamada “remembranza de Dios” (Dikr) u oración rítmica: Chatwin, refractario a la inmovilidad, rastreó lo Absolutamente Otro en el desierto de Sudán junto a cazadores astutos e iletrados, en la intimidante inmensidad de la Patagonia, en las estepas de Asia Central (acompañado por chamanes, por contrabandistas, por derviches), y creyó encontrarlo finalmente –según veremos– en los casi infinitos espacios australianos, siguiendo el camino secreto trazado diez mil años antes por el Antepasado Primigenio.

[4] Heródoto, ciertos mitos y una etimología según la cual el término habría significado originalmente “apacentar”, “aunque después se aplicó también a los primeros cazadores”.

[5] La autobiografía espiritual, el relato de viajes, la novela de aventuras con sesgo hermético (sí, eso existe: piensen en El monte análogo, del misterioso malogrado René Daumal).

[6] Su mito privado o símbolo definitivo (en el sentido que Yeats ha conferido a esa expresión: “A menudo he fantaseado sobre esto: que hay un mito para cada hombre y, con sólo conocerlo, nos haría entender todo lo que hizo y pensó”).

[7] Aranda Traditions, Songs of Central Australia: ambos forjados por el excéntrico erudito autodidacta Theodore Strehlow.

[8] Sólo algunas copias vetustas perduraban hacia 1985 en recónditas bibliotecas australianas.

[9] Pero no exageremos: nuestra perplejidad perdura y probablemente no desaparezca jamás.

[10] El escenario de su texto El virrey de Ouijda.

[11] “Un laberinto de senderos invisibles que atraviesan toda Australia”. Sobre la naturaleza simbólica, melódica y aun ontológica de estos senderos hablaré más adelante.

[12] Por llamarlo de alguna manera: es innegable (y sorprendente) que las aventuras de Chatwin en el desierto australiano son –más allá de su densidad literaria y filosófica– eminentemente legibles, e incluso, si se quiere, entretenidas (y esto no es lo que uno espera de la gran literatura, sin embargo, en su caso funciona… !y de qué manera!).

[13] “La vida es confusa, ilimitada, absurda, profunda y áspera; en comparación con ella, la obra de arte es ordenada, precisa, independiente, racional, fluida y mutilada. La vida se impone por la fuerza, como el trueno inarticulado; el arte seduce al oído, en medio de los ruidos infinitamente más ensordecedores de la experiencia, como una melodía construida artificialmente por un músico discreto. Una proposición geométrica no compite con la vida; y en ello hay un paralelismo justo y revelador con la obra de arte. Ambas son razonables, ambas infieles a la cruda realidad; las dos son inherentes a la naturaleza, ninguna de ellas la representa. La novela, obra de arte, no existe por sus semejanzas con la vida, forzadas y materiales…”. Definición de una escalofriante lucidez: conozco muy pocas comparables… y ninguna superior.

[14] “En su biblioteca había clásicos rusos, libros sobre los presocráticos y varios estudios sobre los aborígenes”.

[15] “Arkady solía caminar 160 kilómetros: luego regresaba y tocaba a Bach en el clavicordio”.

[16] De hecho, la mayoría de las críticas al libro se concentran en las “invenciones” de Chatwin pero, según creo, no tienen sentido: él jamás afirmó haber escrito un “relato verídico” de su estancia en Australia y, como en toda su obra, la tensión entre la experiencia y los procedimientos ficcionales utilizados para representarla es uno de los rasgos más interesantes del libro. Y no es algo nuevo en el espacio literario: Susan Sontag ha señalado cómo “en la literatura japonesa, la llamada novela del yo, la narración sobre todo autobiográfica pero que encierra episodios inventados es una forma dominante de la novela”.

[17] Cuya naturaleza nunca queda del todo clara: ¿dioses?, ¿hombres teomórficos?, ¿intermediarios entre la tierra y el cielo?: ese conocimiento era uno de los supremos secretos de los aborígenes… y lo guardaban con un celo casi fanático.

[18] Y de nuevo con curiosas resonancias bíblicas (Génesis, 2:19).

[19] Esto no resulta, en absoluto, una exageración: en un extraordinario pasaje cierto severo aborigen explica a Chatwin las consecuencias de cometer un error en el ritual:

¿Y si los Ancianos del clan de la Serpiente Pitón resolvían que era hora de cantar su ciclo de canciones desde el comienzo hasta el fin? Se despachaban mensajes, camino arriba y camino abajo, convocando a los dueños de canciones para que se congregaran en el Lugar Grande. Entonces, cada «propietario» cantaba, cuando le llegaba el turno, su tramo de las huellas del Antepasado. ¡Siempre en el orden correcto!

— Cantar un verso fuera de lugar —manifestó Flynn con talante ceñudo—, era una catástrofe.

— Lo entiendo —asentí—. Sería el equivalente musical de un terremoto.

— Peor —sentenció con cara torva—. Implicaría “descrear” la Creación.

[20] La riqueza, la apabullante complejidad de estas construcciones intelectuales vuelve ridícula –en el mejor de los casos– cualquier tentativa de afirmar una ilusoria “superioridad” del pensamiento occidental: este sistema conceptual no es menos abstruso que la teología bizantina y su hermetismo rivaliza con el de la mística sufí.

[21] “Al dar vida al mundo mediante la canción los Antepasados habrían sido poetas en el sentido original de poiesis (creación)”.

[22] Por supuesto, partiendo de sus premisas míticas… pero toda la teología no hace sino eso.

[23] Se atreve a compararlos con la música de Bach (pero sólo en el sentido de las casi infinitas variaciones sobre un tema central: tampoco exageremos).

[24] Sus palabras… que ciertamente no comparto: En busca del tiempo perdido –esa monumental, laberíntica, coruscante catedral de palabras edificada por Proust– me parece mucho más espléndida que toda la mitología aborigen. Pero no importa: a esas alturas del viaje Chatwin estaba, según creo, enfermo de entusiasmo; como ha señalado George Steiner, en ocasiones es la intensidad de la pasión intelectual y no el objeto que la suscita lo único que importa. De cualquier forma, nadie podría negar la notable profundidad y belleza de los mitos australianos de la creación y la extremada singularidad de estas songlines.

[25]Arrojar luz sobre lo que para mí era el problema de los problemas: la naturaleza humana a desplazarse de un lado a otro”.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí