Digamos que uno no está obligado a ser condescendiente con la “amable” restauración clínica y conceptual de determinadas formas del deseo.
Al inicio de Gerontophilia (2013), sondeo desafiante y simpático de cierta parafilia (igual he de usar esa horrible palabra), el jovencísimo Lake es besado con vehemencia pueril por su novia, y en cada pausa (para tomar aire) ella va mencionando nombres contrastantes de mujeres muy disímiles. Ni más ni menos que Aileen Wuornos, Angela Davis, Winona Ryder, Marianne Faithfull y otras. La cuestión es que la muchacha, feminista de manual y tonta básica, está segura de que estas mujeres crean (y son) “lo revolucionario”. Pero a Lake no le importan esos detalles que, para su novia, se constituyen en la maravillosa expresión de “una vida realista y justiciera”.
En realidad, Lake está muy ocupado descubriendo quién es él y por qué le atraen tanto (eróticamente, quiero decir) los ancianos. Pero no los ancianos en general, sino los varones ancianos, especialmente los que pasan de 70 años y se ven acabados, o casi.
Lake empieza a saber, claro, que es un gerontófilo.
Consigue un trabajo de asistente en el asilo donde trabaja su madre y allí conoce a Mr. Peabody, un mulato gay de ojos verdosos y cabello blanco. La secuencia en que, convertidos ya en amigos, Lake se masturba (tras dibujarlo en su cuaderno secreto, como ha hecho con otros ancianos, y observando a Mr. Peabody desnudo y dormido), es de las mejores del filme. Mr. Peabody exhibe (al descuido) su pene en reposo. Es un órgano bastante retraído, pero Lake fantasea y lo dibuja en un estado de semierección, con el glande descubierto.
Son detalles notables y distintivos, supongo.
Mr. Peabody anhela ver el mar, escapa del asilo, los asistentes lo rescatan de vuelta, lo sedan, y Lake, conmovido, se propone sacarlo de allí para ofrecerle una aventura poco antes del final de su vida, o en el final mismo. Al ver fotos antiguas de Mr. Peabody, Lake comprende que su amigo había sido uno de esos mulatones de pasarela que deambulan, sinuosos y atrevidos, por alguna playa permisiva. Y es ahí cuando le dice que no compre cremas para la piel porque le gustan sus actuales arrugas. Y se convierten en amantes. La otra secuencia significativa, donde LaBruce evita ir más allá de los besos, transcurre en la habitación de un motel. Ambos despiertan y, antes de levantarse, Lake saca de la cama un condón usado y, medio incrédulo, lo extiende frente a sus ojos como una especie trofeo.
En la tercera secuencia, que también tiene lugar en el espacio de la cama, Lake intenta despertar a Mr. Peabody, pero este ha muerto en algún momento de la madrugada. Después saltamos a un oficio fúnebre al que asisten unas pocas personas, incluyendo al hijo del anciano, que solo se había limitado, durante años y desde lejos, a pagar la estancia de su padre gay en el asilo. Lake, al verlo conversando muy animadamente con su madre, especula con la posibilidad de que se conviertan en amantes, luego de lo cual, técnicamente hablando, Mr. Peabody se habría convertido en su abuelo.
Bruce LaBruce, cineasta incómodo (esto ya es un lugar común, casi como decir que es un cineasta de culto que hace películas de culto), realiza Gerontophilia después que da a conocer filmes tan particulares y ásperos como Super 8 ½ (1994), Hustler White (1996), The Raspberry Reich (2004), y Otto, or Up With Dead People (2008). En 2017, estrenó Refugee’s Welcome, un corto ¿pornográfico? gay (el sexo es allí muy explícito) que alude al encanto sexual de la condición del inmigrante refugiado (he aquí algo muy controversial, creo), en este caso un sirio llamado Moonif, en Berlín.
Moonif es un joven de rostro hermoso, vive en la indefensión y ama la poesía.
Es muy probable que LaBruce, artista con una causa que defender (una causa a cuestas, diríase), siga la idea de Agnès Varda: que lo fundamental es proponerse hacer un cine que sea como un sistema propositivo no solo o no tanto en lo que concierne a la graficación de lo excepcional de la vida humana material, sino en cuanto a subrayar sus emociones y sus formas visibles, pero un poco más allá del lenguaje hablado. También, de hecho, hay que considerar la tenacidad ambivalente del “efecto XXX” de ciertas escenas queer en el cine de LaBruce. Pensemos en la presencia de Tony Ward (el cuerpo del célebre Tony Ward) como trazo, como opuesto de la sacralización clínica. Un Tony Ward que, a pesar de su supuesta falta de inteligencia, ha dicho una frase memorable: “The difference between art and pornography is the lighting”. Y es memorable porque, independientemente de la cuestión técnica (y ya sabemos cuán técnica es la zona más comercial de la pornografía), allí existe no una verdad inobjetable, sino más bien una verdad mediatizada que produce otras verdades mediatizadas, lo cual es mejor.
El mundo visual de Bruce LaBruce es aparentemente desaliñado. A primera vista, en ciertas películas suyas (Super 8 ½, por ejemplo), las escenas se resisten a articularse siguiendo esa aspiración canónica del cine que fluye, sin problemas, atado a un argumento. Y esto puede inducirnos a pensar que LaBruce solo anhela colocarse en una parcela intermedia: esa que, como un muro de enorme plasticidad, separa a las narraciones-eróticas-sin-sexo-visible de las películas-a-punto-de-establecer-contacto-con-la-pornografía. Sin embargo, LaBruce es un artista pop en el sentido estilístico del término y proviene del cine que alguna vez hizo Andy Warhol, pero “entonado” ahora por una visualidad weird que, por supuesto, está permeada, con seriedad y comicidad, por el soma queer, así como por algo del mundo punk y algo de la estética leather.
LaBruce, quien es hoy por hoy un morador de esa cuerda floja donde la artisticidad es el resultado de una intensa reflexión por parte de él, pero sobre todo por parte de los críticos, modela las identidades queer, en especial las que aluden al mundo de la pornografía en tanto sinceridad emotiva del cuerpo. El sitio donde la pornografía y los desempeños sexuales queer se apegan tanto a lo real/cotidiano que no pueden sino caer en el ámbito de la ficción.
Hustler White, su película de 1996, alude a My Hustler (1965) y Lonesome Cowboys (1967), de Warhol, y contiene citas que expresan la admiración de LaBruce por Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) y Heat (Paul Morrissey, 1968). He aquí la revaluación del mundo del cine clásico en una trama ubicada en el East Hollywood, en el Boulevard Santa Mónica, donde más bien se ruedan películas pornográficas y hay chaperos que brindan todo tipo de servicios.
El propio LaBruce interpreta a un sociólogo gay (Mr. Anger) que prepara un libro y que, a su vez, “controla” las voces de los demás personajes. Al desdoblarse, él es el rendimiento diversificado de sí mismo. Con gran libertad su cámara va de un sitio a otro, y la película se transforma en el viaje del escritor (y los relatos de los personajes que va conociendo) por los rincones y criaturas más pintorescos del negocio del sexo (un preparador de cadáveres, un tullido que usa su muñón como dildo, un viejo y decrépito modelo de Versace), desde el sadomasoquismo hasta algunas aficiones ligadas a la mutilación y la dominación.
Sin embargo, la peculiar energía de Hustler White proviene de la alianza de LaBruce con Tony Ward (modelo, fotógrafo, actor), quien ya por esos años estaba ligado a la vida y el trabajo de Madonna en algunos videoclips y en su célebre Sex, aquel escandaloso y perspicaz coffee table book aparecido en 1992. Es precisamente Ward quien, en Hustler White, al golpearse la frente en un jacuzzi mientras espera por unas bebidas que Anger ha preparado, cae al agua y el escritor lo cree muerto. Y así, flotando bocabajo como el personaje del guionista en Sunset Boulevard, exhibe su cuerpo esmerado y arrollador (después Anger lo envuelve en una sábana y se lo lleva a la orilla del mar como una especie de talismán o de ofrenda), al tiempo que homenajea, con un guiño burlón, la escena de apertura y cierre de la célebre película de Billy Wilder, con la que LaBruce quiere relacionarse aunque sea porque ambas comparten tres sentimientos fuertes: el cinismo que se cobija en la esperanza, la principalía de la hermosura física como madre del deseo, y la fugacidad de lo bello.
Pero también interroga LaBruce los rendimientos del mundo gótico moderno. El vampiro es sustituido por una especie de desromantización suya: el zombi. En Otto, or Up With Dead People el protagonista es un zombi con “crisis de identidad” y que encuentra su auténtico camino, gozosamente, en la existencia autodescubridora de un muerto-vivo gay. Esto es algo que solo se produciría durante la revisión queer de un gran mito. Otto es un zombi reflexivo, casi filosófico, y, para él, el atractivo principal, luego de salir de la tumba, es el olor de la “densidad humana” que proviene de una urbe hiperculturizada: Berlín. Hacia allí va, devorando tripas de animales muertos y haciendo autostop.
Otto representa la nueva oleada del zombi revolucionario: un inadaptado queer, un ser que está fuera de la sociedad y que, justo por eso, es libre. De manera que son los zombis los verdaderos vivos, los que, incluso desde dentro de un presunto canon de la conducta gay, lo hacen estallar al convertir el destripamiento en un acto de amor. Incluso ya no es el ano el agujero apetecido por un zombi gay activo, sino más bien alguna herida, practicada en el abdomen, por donde el pene entra y sale solazándose en la cremosidad sangrienta de las vísceras.
Lo anterior ocupa toda una secuencia de la película. Imágenes potentes, desacralizadoras y que sobrepasan lo gore y se juntan con algo parecido a lo que, años después (pero desde otra perspectiva, ensombrecida por una suerte de apocalipsis somático) haría David Cronenberg en Crimes of the Future.
En Refugee’s Welcome (el refugiado es bienvenido o la bienvenida del refugiado: ambas traducciones del título se ajustan bien a la trama), Jesse Charif y Ruben Litzky desplazan las fronteras habituales de la pornografía indie gay hasta posicionarse en un territorio donde el deseo brota de la entrega que se devuelve, la entrega recíproca, o más bien la aceptación de la zona sexual de la entrega, que sería algo así como una secuela posible de determinado tipo de intercambios. Moonif, muchacho sirio, sale de la zona de los refugiados, lo agarra la noche, y unos racistas se burlan de él, lo golpean en un callejón y lo violan. Moonif, inerme, cae exangüe. Y es entonces cuando acierta a pasar por allí su salvador, un poeta callejero (interpretado por Litzky) que es todo un outcast para los estándares de la literatura como institución.
Ya se habían visto antes, en un café-tribu donde se hacen lecturas de poesía.
Después de ahuyentar a los agresores, el poeta carga al desmayado, lo lleva a su apartamento, lo despierta, y le cura las heridas tiernamente, muy despacio. ¡Y le lava los pies! Esta acción, tan cristiana, antecede, sin transiciones, a otra: chuparle los dedos a Moonif. Lo cual sería muy blasfemo si careciera del encanto profundo que posee “salvar de la muerte a un prójimo y acunarlo en su sufrimiento”. Y es entonces cuando el poeta va desnudando a Moonif con ponderada suavidad, casi con ternura, hasta que lo besa. Después del beso ocurre un episodio de sexo muy explícito: penes al descubierto, lamidas acuciosas, erecciones, felaciones, penetraciones fuertes. Y ya son amantes. Duermen juntos, ven el amanecer juntos, y salen juntos a hacer autostop rumbo a ninguna parte.
Bruce LaBruce acaba de cumplir 60 años y su cine, al ocupar un segmento singularísimo en el audiovisual contemporáneo (como lo hacen determinadas obras de Catherine Breillat, Gaspar Noé, Bertrand Bonello, Brillante Mendoza, John Cameron Mitchell, Michael Winterbottom y otros), ha venido a convertirse en un islote tan extraño como provocador, tan vigilante como desembarazado.
Coda
¿El mundo, en especial eso que podría llamarse la experiencia periférica del amor, va regresando a lo tribal? Bruce LaBruce ha estado indicándolo de varias formas: no habrá integración, sino dispersión y atomización. El cuerpo gay jamás sería admitido, en igualdad de condiciones, por los Poderes Predominantes. Del gueto a la “zona de protección”, del área de reclusión al aprisco.