Después de una tan mala que ahora considero incluso nociva primera experiencia en un taller literario, Piso 10, Rectoría, UNAM, quedé, como dicen, ciscada, curada de espantos. Después, gracias a un psicólogo de la Facultad de Psicología, siempre en la UNAM, yo había publicado en Novedades un cuento, la primera publicación en mi vida, a mis veintitrés años, por cumplir veinticuatro. Con este acontecimiento en mi experiencia, el mismo psicólogo me propuso asistir al taller literario que ahora dirigía Augusto Monterroso. Para acabar de vencer mi resquemor, mi resistencia, me regaló La Oveja negra y demás fábulas que Monterroso había publicado unos meses atrás. La lectura me fascinó, insólita para mí, en tantos sentidos. De modo que accedí. Llegué al Piso 10, Rectoría, UNAM y, para ingenuamente darme por bienvenida, pedí a la encargada, Geraldina, estudiante de Medicina que por las tardes se encargaba de Difusión Cultural, que me inscribiera. “Llegas justo a tiempo, al rato empezarán a reunirse alrededor de la mesa (rectangular) los talleristas, Monterroso es puntual, no tardará en llegar”. “Primero –insistí a mi vieja amiga, de otros mundos y temas–, inscríbeme.” “No es necesario, Bárbara; pero te inscribiré”, rio. Tímida, prácticamente ni las buenas tardes era capaz de pronunciar, a medida que iban reuniéndose los viejos talleristas, unos cinco o seis, mujeres y hombres, esperé.

Por fin llegó Monterroso. Dado que yo era el “nuevo ingreso”, me pidió que me presentara, lo que hice en voz baja y temblorosa. “¡Bárbara Jacobs!”, exclamó afirmativo Monterroso. “Yo leí en el Cultural de Novedades hace un par de meses. ¡Bienvenida!” Sonreí, pero pasé la primera sesión cabizbaja y callada.

Yo también experimentaba una vívida conclusión en el sentido de que, después de todo, de absolutamente todo, había acertado, en mi incertidumbre acentuada, pues, cuando Monterroso se presentó, aquel miércoles 07 de octubre de 1970, a su taller, no sólo posó la mano sobre mi hombro, sino que, además, su proximidad ocasionó que yo viera de cerca el libro que él llevaba bajo el brazo. Se trataba, nada menos, que de su propio primer libro publicado a sus treinta y ocho años de edad. Consistía en un volumen delgado, de la UNAM, no llamativo. Pero el título, Obras completas y otros cuentos me pareció la obra de un genio, para decirlo de una vez.

Y consiguió que, a partir de ese preciso momento, y a lo largo de los treinta y dos años y dos meses que duró nuestro matrimonio, cuando él murió, sentí que yo había caído en las mejores manos imaginables. ¡Y de qué manera lo agradecí!

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