amor
Fotograma de ‘La strega in amore’, Damiano Damiani dir, 1966

En tiempos de fluir neobarroco, de flexiones, curvaturas, pliegues y torcimientos, cuando se entronizan el gusto por el exceso, lo asistemático y la asimetría compleja, y la inexcusabilidad de lo total queda abolida, no viene mal intentar seguir los pasos de esa sintaxis puesta en marcha por el Jean-Luc Godard de Sympathy for the Devil: la creación incesante de discursos paralelos y alternos. Lo intento.

El cineasta Damiano Damiani cumple cien años. Había nacido en 1922. Aura, célebre relato gótico de Carlos Fuentes (sobre una reencarnación, o una tulpa budista, o una magia chamánica), se publicó en 1962, hace 60 años. Damiani, autor de un cine de rasgos fuertemente exploratorios, siempre reveló el aspecto político de la vida, lo mismo en tramas ligadas en concreto a eso que llamamos “vida social”, que en historias donde la caída de un mundo deja un vacío que solo pueden llenar el amor y lo fantástico, la pasión y la luminosidad de lo oscuro.

Entre paréntesis: en Cuba se ha caído el mundo y solo quedan el amor de las personas y la añoranza de lo familiar-integrativo.

Damiani hizo su versión de Aura y la tituló La Strega in Amore (1966): La bruja en amor. En el texto de Fuentes tenemos una casona construida, posiblemente, en tiempos de los virreyes de la Nueva España, y habitada por la centenaria señora Consuelo, viuda de un general (del estado mayor de Maximiliano I de México) cuyas memorias, escritas en francés, el protagonista (Felipe Montero) debe ordenar y traducir. Allí están ella, el joven Montero y, de súbito, un ser fantástico que no parece fantástico: Aura. Y surge el deseo y, con él, el amor.

Estos relatos (el literario y el cinematográfico) ponen en circulación una idea cósmica de enorme arraigo hoy: la persistencia del amor, la fijeza de ese deseo de sobrevolar la caducidad y existir más allá de los límites de la biología, en especial si el universo se manifiesta como un contrincante tiránico, ensoberbecido, cruel. La señora Consuelo tiene un conejo (una coneja, es hembra) que vive con ella en la enorme cama rodeada de cartuchos con píldoras, vasos con restos de brebajes y cucharillas. La coneja se llama Saga.

En términos góticos, es el vampiro quien alcanza a atravesar un piélago de edades gracias al poder de su corazón, órgano sabio, valeroso y desnudo, que ama por encima de todo entre metáforas y sueños y con el vigor mágico de la sangre. Cuando uno ama, el amor arrasa con la totalidad de las inconveniencias porque es una idea sin sosiego la que perdura y se eterniza en un espacio al parecer cuántico. La manifestación del amor que no se consuma del todo deja una brecha. Por ahí se cuela una suerte de trágico bienestar que embellece y contamina.

Hoy, en La Habana, hay mujeres (algunas son madres, otras no) que reclaman sus derechos y que son tratadas casi como brujas. Torceduras de brazos, empujones, métete ahí y ni hables. Interrogatorios, deportaciones. Mujeres hermoseadas y ennoblecidas por la adversidad y la pena, por el dolor y las incertidumbres del peligro. Releo Aura y me reencuentro con unas palabras de Jules Michelet. El Michelet que, a fines del siglo XIX, hizo la historia terrible de lo femenino, de las mujeres, desde que eran hadas benéficas hasta que, aplastadas por una masculinidad aberrante, terminaron por ser brujas, arpías, depositarias del conocimiento del mal. Mujeres que sabían demasiado sobre el mundo y, en especial, sobre los hombres.

La mente del Poder es patriarcal (ya lo sabemos, no es nada nuevo) y se entrega con imaginación al diseño de la caza de las brujas. Las brujas encarnan una feminidad libre y liberadora. Hombres contra mujeres. Carlos Fuentes cita a Michelet al inicio de su noveleta:

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El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña. Es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación. Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer.

La saña del cazador es más violenta contra una mujer que contra un hombre. En la caza y el castigo hay un golpe que se le devuelve a un posible objeto de deseo. La bruja es culpable de despertar el deseo. Y si lo hace una bruja política, es peor.

La película de Damiani enseña una versión muy europea de la brujería. Fuentes es sutil. Nos habla de la fuerza del amor y de cómo una parte del amor es ese amor que se enraíza y centra en la belleza. La belleza y el amor son, parece decirnos el escritor, energías simbióticas. Si te enamoras de la belleza y descubres el mundo mágico que ella encierra, estás embrujado. La bruja de Damiani es quemada en una pira emblemática, hecha de alegorías y apetitos sexuales. La de Fuentes va perdiendo su energía para evocar y convocar a Aura (presentada como una sobrina de la señora Consuelo). Pero la anciana le promete a Felipe que volverá, que la deje reunir fuerzas para traerla de regreso.

Hay un escenario en La Habana. La Ciudad Maravilla lo es, ciertamente, pero no por las razones que esgrimen arquitectos, restauradores e historiadores. Hay zonas de La Habana que parecen escenarios construidos como para una película mondo que se franquea y desnuda, con trágico esplendor, en las breves filmaciones de la violencia física durante las manifestaciones. Allí hay mujeres. Madres. Autoconciencia interior. El espacio de la libertad que protege. Y el miedo a que te priven de aquello que te ofrece vida. ¿Es verdad que casi todo el mundo se va? Los jóvenes se van. Muchísimos. Y va quedando solo el amor. Un amor poco menos que radioactivo, tan ígneo como el polvo de una explosión silenciosa y continua.

Debilidad y flexibilidad son aliados de lo vulnerable, y lo vulnerable es expresión de lo vital. La rigidez severa (incluso en la verdad, o en lo que se tiene por tal) es aliada de la muerte.

Porque, como ya dijo Tucídides, ser feliz significa ser libre, y ser libre significa ser valiente. Con valentía consigues tu libertad, y, una vez atrapada, la felicidad te alcanza por dentro: inoculación. En un mundo trucidado por el engaño, las simulaciones, la intimidación, los enmudecimientos, la belleza es verdad y la verdad es bella. John Keats otra vez, claro… mas no el Keats detenido ante una urna griega, sino el Keats que subraya, indirectamente, el talante amparador y salvador del amor. Cuando todo se desvanece, el amor se planta y resiste. Es todo lo que se necesita: belleza, verdad… e imaginación. El amor acude, y el apego, y también el hambre de trascender el monstruoso enjambre de las penurias. Damiani hace que la bruja sea incinerada viva, con sus gatos y sus hierbas mágicas. Fuentes nos habla de la calmosa inmortalidad del deseo.

Otro entre paréntesis: al escribir sobre Thomas Browne y la urna donde, según este, se hallan los restos de Patroclo, el guerrero que amó y sirvió a Aquiles, el insurrecto W. G. Sebald escudriña un recóndito retazo de seda que la urna custodia. Algo de eso y algunas frases debidamente melancólicas (en cuyo fondo vive el miedo a la muerte) matizan mis ensueños, o mi rara memoria.

El problema de vivir en la era de la posverdad, como suelen calificarla algunos filósofos, es que cualquier certidumbre o es engañosa, o es falsa, o lo es a medias. Todo existe a medias, hasta la imagen propia. La piel que separa lo esencialmente cierto de su percepción, es cada vez más incómodamente gruesa o carece de sensibilidad propia, si es que esa noción (lo esencialmente cierto) se mantiene. Es como cuando te pones un condón extraño y descubres que es un condón que existe en los límites de lo fantástico porque ese látex tiene casi un milímetro de grosor y no te deja sentir la verdad del placer. Un condón preventivo que te protege (¡cuánta pobreza!) de lo real y su verdad.

La verdad de la vida cotidiana en Cuba es ahora mismo peligrosa y difícilmente soportable. Pero, como dice Nietzsche en una especie de amarga boutade, por fortuna tenemos el arte para no perecer a manos de la verdad. Por otro lado, no hay más que leer a André Gorz cuando se despide de su esposa enferma de muerte y a quien todavía ama con locura: la única riqueza del ser humano habita en la sensibilidad sin riberas, que es madre del amor. Las brujas son una verdad inocultable. Al final la sabiduría es lenguaje, pero no necesita de él.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

1 comentario

  1. «La verdad de la vida cotidiana en Cuba es ahora mismo peligrosa y difícilmente soportable. Pero, como dice Nietzsche en una especie de amarga boutade, por fortuna tenemos el arte para no perecer a manos de la verdad.» Excelente artículo, pero el consuelo de Nietzsche lo llevó a la locura. No hay, no queda ningún refugio contra la «verdad» cubana. ¿Fortuna? Infortunios.

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