Fotograma de ‘Quiero hacer una película’, Yimit Ramírez dir., 2020

Los críticos cubanos hemos anunciado varias veces el advenimiento de una obra, de una epifanía casi, que justifique la existencia del cine independiente nacional como consumación de una búsqueda, de un proyecto, de un algo definitivo. En honor a la verdad, los críticos no sólo hemos estado equivocados suponiendo que nos toca el papel de oráculos, sino que además no tenemos ningún derecho a pedir que semejante cosa ocurra.

Hasta la fecha, el cine independiente en Cuba ha dado lugar a un puñado de películas trascendentes que han inspirado a espectadores y a los epígonos de los realizadores que, al hacerlas, se lanzaron al vacío. Ese cine, que es un despropósito de cara al éxito, el reconocimiento público, el ideal de una vida cómoda y, sobre todo, el amor de los mandantes de la Isla, también significa un continuo hacerse, una gimnasia sin otro propósito que la verificación de la propia fuerza en el despliegue de la capacidad para llegar al final del ejercicio.

Yo, que me dedico hace tanto tiempo a ejercer por mi cuenta la facultad de observador pasivo del despliegue de tan inútil deseo, no dejo de asombrarme ante la testarudez de unos realizadores que vuelven una y otra vez a dejarse años de vida en la utópica reincidencia en ese cine que nace bajo asedio, al que le cuesta encontrar pantallas, que no es reconocido como cubano por medio mundo, porque esa parte del universo no comprende que una película hecha en Cuba no sea naturalmente un ejercicio de carácter hedonista sin giros alegóricos ni rictus filosóficos.

Pero ahí está Yimit Ramírez, quien se graduaba de la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro en 2005, cuando la rueda del cine independiente del siglo XXI en Cuba ya había echado a andar. Si se quiere, este realizador es un ejemplo de la segunda ola del proyecto ideoestético forjado lejos del ICAIC y del discurso pedagógico-terapéutico en que ha derivado en buena medida el audiovisual “oficial”. Y ello tiene, por obligación, sus consecuencias.

En Quiero hacer una película, su ópera prima, Yimit emprende una aventura narrativa y de producción que responde a la dimensión utópica del cine independiente cubano como “grado cero de la escritura”: la reinvención de la forma, el despliegue de un discurso inédito, la vocación de experimentar saltando al vacío. Aunque parezca a primera vista convencional –una historia de amor, inusual, pero historia de amor al cabo–, la fábula de esta pieza nace de un modelo de cocreación insólito, de una suerte de conspiración entre los actores Neysi Alpízar y Tony Alonso, que de conjunto con el director, reimaginan el acto de hacer una película.

En ello, el uso de la cámara como mediadora entre los personajes y su apropiación de la realidad es un elemento central. Si bien la tematización del dispositivo videográfico en el audiovisual cubano de las últimas dos décadas tiene un recorrido que inicia con Video de familia (Humberto Padrón, 2001) y transita hasta The Illusion (Susana Barriga, 2008), la función de esa prótesis de la mirada tiene en este caso una función inédita.

A diferencia de aquellas, donde el registro sirve para develar los tabúes sociales, para mostrar las fracturas entre vida cotidiana y discurso público en Cuba, en QHUP la cámara funciona como ojo vigilante primero, y luego como bisagra afectiva entre los personajes. La “extraña” historia de amor que aquí se cuenta pasa por el ojo del cine primero como desconsiderado acto voyeurístico y después como deseo del otro.

El primer movimiento de Tony en la dirección de Neysi supone violar la esfera íntima de la muchacha a la que ha visto actuar con cándido descaro en medio de la multitud que asistió al concierto de los Rolling Stones en La Habana. Su deseo por la desconocida, expuesto a través de esa prótesis simbólica del falo que es la camcorder, lo exponen como voyeur amoral cuyo fluir de lo erótico pasa (como en cualquier espectador normal) por la ansiedad de apresar al otro a través de la mirada.

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No obstante, hay una dosis enorme de síntoma social en el personaje protagónico masculino. Tony espía porque esa función es consustancial al mundo del que procede, dado que su padre es un profesional cercano al aparato represivo del régimen cubano. La vigilancia como instrumento de control e intervención en la vida privada de las personas se ha vuelto tan obscena y tangible como derivativa de una práctica normalizada de ejercicio del poder en Cuba, cuyo deslizamiento hacia la esfera cotidiana es inevitable. Si el Estado espía a los ciudadanos, ¿por qué no espiarnos entre todos? Ese rasgo abyecto de la sociedad de control sirve a los realizadores para activar la historia de amor entre Neysi y Tony, para convertir su encuentro en algo más que una anécdota inverosímil, y en el disparador de un idilio inexplicable, como lo son las pasiones de verdad.

Hay que reconocer que por lo anterior QHUP se ensucia las manos con el asqueante e imprescindible territorio de la ideología política. La impunidad de que goza el “hijo de papá” cercano a la clase dirigente –esa marca de perversión del espacio social en que viven juntos Tony y Neysi —, y que garantiza al primero escapar sin mayores tropiezos de su grave delito, es un elemento central en el giro definitorio del relato. La conversión de la cámara espía de Tony en un medio de indagación en manos de Neysi y, finalmente, en un instrumento de conocimiento y de encuentro entre ambos, es una salida elegante para un conflicto que Yimit consigue colocar lejos del alegato bienpensante que es la mayor parte del cine cubano.

Pero, ¿cómo se transforma un instrumento del poder que busca rasgar el velo de las vidas privadas para apoderarse completamente del subalterno, en una herramienta del encuentro y el amor? QHUP lo ilustra de manera ejemplar a través de la mutación de la misma cámara que Tony usara para apropiarse de los secretos de Neysi en un instrumento de autoetnografía, de interrogación y desahogo en manos de la muchacha. Ahora el falo ejecutor de la violación es parte de la venganza simbólica a través de la que Neysi obliga al criminal a cuestionar sus propias razones. Y de esa confesión surge, de manera imprevisible, la comunión y el amor.

¿Se comprende por qué digo arriba que QHUP luce una sencillez engañosa? Yimit Ramírez monta un teatro con una anécdota central inverosímil para describir cómo de un mundo basado en la sospecha puede emerger un universo de vigorosa confianza en el otro. ¿Cuándo dimos por cancelado el ideal del artista como héroe romántico que funda escenarios de esperanza? ¿Cuándo el nihilismo fue respuesta suficiente al deseo utópico que no nos abandona ni en los tiempos más hostiles?

No por gusto QHUP recurre casi al final, en un diálogo entre Neysi y Tony, a la figura de José Martí. Más que el Apóstol de la Independencia, el Héroe Nacional y otros ilustres títulos con que el nacionalismo cubano del siglo XX en adelante se ha servido de su obra y figura, el Martí de esta película es aquel cuya vida se consumió en ese deseo imposible por fundar algo más limpio y noble que un país donde un grupo ejerce su hegemonía a nombre de la mayoría. O sea, la encarnación misma del sueño utópico, del ansia suicida y negadora que inspira a su manera incluso al cine cubano independiente.

En la película de Yimit, que fuera censurada en Cuba justamente por quienes piden un cine del realismo socialista y ven en Martí un fósil para la admiración de los visitantes del museo de los dogmas, el espectro utópico del escritor patriota tiene además otra encarnación: el espíritu modernista de QHUP revela la crisis del cine como maniobra didáctica sobre la realidad y como expresión de una puntual percepción de lo nacional. La vocación universal de la ópera prima de Yimit Ramírez abraza incluso el profundo desacuerdo de su generación artística con las maneras convencionales de hacer cine en Cuba; su abigarramiento retoma la ambición renovadora del lenguaje formal, al tiempo que la ambigüedad consustancial a un ansia de reinvención, de polifonía, de indeterminación, de heterodoxia; todo lo cual dice mucho del apego a Martí como fuente de inspiración.

No por gusto uno de los primeros planos de QHUP es una secuencia del rodaje en La Habana de Rápido y Furioso 8, el blockbuster de Hollywood, que es el opuesto absoluto de una película donde impera la cámara subjetiva, los actores improvisan escenas y participan desde lo autobiográfico en la construcción del guion, hay situaciones coreografiadas y registradas en el más puro estilo documental, el modo de financiamiento original parte de un crowdfunding y la “suciedad” formal que tales operaciones generan da lugar a un texto imprevisible.

Aparte de la sintonía con el modernismo literario martiano en el anhelo de reinvención del modo de expresión particular del cine, QHUP semeja aquella invocación por una República “con todos y para el bien de todos”. Si en el perenne ensayo de un audiovisual cubano independiente cabe la posibilidad de una República para el cine fuera del “cine oficial”, en la nación imaginada por Yimit Ramírez hay cabida para una forma de relación humana más auténtica que la impuesta por un régimen donde todos sospechan de todos. Donde una frase que un personaje dice a otro basta para condenar a un filme al ostracismo y a sus defensores al escarnio público. Una República lejana, imposible, vale decirlo, pero que de no existir como aspiración nos convertiría en seres pueriles.

Por ello, despojar a un aparato de represión y control de una de sus herramientas predilectas para convertirla en un instrumento de acuerdo y curiosidad por el otro; la sustracción del Martí de plazas, bustos y billetes para integrarlo al diálogo liberal; y la propuesta de una película como espacio de reinvención de lo público, son todos gestos revolucionarios.

Me queda una última pregunta ante el debut en el largometraje de Yimit Ramírez. ¿Cómo un texto cargado de desacuerdos es capaz de convertirse en una invocación a la concordia? Como respuesta apenas se me ocurre que todavía quedan seres puros en el universo.

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