Fotograma del documental ‘CoroNation’, Ai Weiwei, dir., 2020

Esto que vemos emerger entre la pesada bruma del invierno en la secuencia de apertura de CoroNation (Ai Weiwei, 2020) no es Wuhan, la ciudad donde presumiblemente se originó la pandemia global, sino el triunfo del autoritarismo en el nuevo mundo pospandémico. La imagen brota de la neblina, tan rara como es: una urbe vacía, los trenes aparcados, las autopistas desiertas, mientras el animal invisible del Estado erige hospitales y siembra cada encrucijada de retenes militares, controles, chequeos de temperatura corporal e identidad. Aunque cada espectador medianamente enterado sepa de qué va esta escenografía, una pesada sensación fictiva sobreviene en una película donde la realidad es tan inusual que acaba siendo en extremo complicado aceptar el pacto testimonial del documental.

El mundo-de-diseño-seguro que nos protege del enemigo invisible del virus es la utopía definitiva del Estado autoritario. Uno donde los flujos de información son vitales para instrumentar ese régimen de control biopolítico donde somos sujetos limpios o individuos a aislar, tratar, higienizar. Donde el peligro se agazapa en el aliento, en los fluidos que emite el organismo y, por tanto, en los cuerpos. Ese cuerpo que empieza a ser controlado con pases, pasaportes de vacunación, permisos oficiales, aplicaciones informáticas…

En su película, Ai Weiwei subraya la eficiencia de ese modelo de control donde todos somos un riesgo potencial para el Estado que busca controlar la pandemia. Pero esa ingeniería de control, que nos permitirá salir del estado de alarma y del caos epidemiológico, que hará que retorne la dinámica económica, el turismo, los flujos de multitudes, se antoja en CoroNation el ensayo perfecto de la sociedad totalitaria donde los cuerpos de los sujetos son el objetivo de la dominación, el centro de la pesquisa, del escrutinio de un aparato de biopoder. Mientras nos sometemos a tales rutinas de control para salir inermes de una amenaza mortífera, la imaginación artística muestra cómo el biopoder es capaz de articular sus tácticas de forma cada vez más invisible.

Wuhan mismo es un laboratorio para el biopoder: una ciudad de 11 millones de habitantes, que estuvo confinada durante 76 días, mientras el Gobierno de China decidía qué hacer, y los científicos entendían cómo enfrentar la amenaza. El éxito en contener la enfermedad, que muestra la eficiencia del Estado-total chino, exhibe a su vez la inmensidad del modelo de control donde la democracia queda en suspenso a nombre de la seguridad. Y esa lógica pone en entredicho la idea de soberanía individual de los cuerpos, esa hija deliciosa de la modernidad que decidimos ceder por el bien común mientras la inteligencia estatal afina sus procedimientos de monitoreo de los individuos.

De ahí que la secuencia en que los familiares de los fallecidos hacen cola para recoger las cenizas de sus parientes víctimas del Covid-19, de quienes nunca pudieron despedirse, sea insoportable. Porque en ella el monstruo invisible del Estado recupera su peso material y su ejecutoria visible, emergiendo de la neblina del inicio. La escena, resuelta a partir de un plano fijo, exhibe a dos agentes del Estado que cumplen su cometido con la misma lógica gélida con que se administra la enfermedad: ante un buró, extraen el saquito de restos humanos carbonizados y, como si de una tarea fabril se tratara, uno de ellos los aplasta metódicamente, las manos enguantadas, para que quepan en el osario donde, bien envueltos en paños de raso rojo, son entregados al doliente.

Una ceremonia absurda, ante la que los asistentes dan la espalda. Ninguno de los testigos consigue tolerar con altura la actividad de embutir lo que fuera un ser humano en su recipiente definitivo. Después de la operación, el buró termina cubierto de cenizas, que uno de los funcionarios retira con la mano. Luego, su compañero esparce gel hidroalcohólico para dejarlo pulcro otra vez. La misma práctica sanitaria que facilita eliminar las trazas del virus en los espacios públicos garantiza la extinción de toda huella de sus víctimas. Y tras ese gesto descuidado de olvido, la maquinaria puede seguir funcionando.

La obsesión higiénica del poder es lo que convierte estas operaciones en algo siniestro. Una asepsia que se traslada a la administración del disenso: un hombre que lucha contra la burocracia para conseguir las cenizas de su padre, muerto en Wuhan, denuncia ante la cámara que la empresa donde el fallecido trabajaba le ha puesto una traba tras otra. Son ellos, en vez de los dolientes directos, quienes deciden hacerse cargo del obrero extinto. Y el sujeto no consigue que las instituciones encargadas le respeten un derecho que le asiste. Para el Estado resulta más urgente orquestar el olvido que hacer honor a sus obligaciones o reconocer el error de haber subestimado en un primer momento la gravedad de la pandemia.

La obsesión oficial por mostrar calma, orden, control, se interpone incluso ante los exabruptos de dolor y desesperación de los que sobreviven. La asepsia del biopoder se expande al campo de las emociones, del duelo legítimo de la pospandemia. ¿Quién se acuerda de los muertos que se fueron en silencio cuando el deseo magnífico del Estado es celebrar su victoria sobre la amenaza invisible? Si la palabra de orden es actuar juntos para seguir adelante, ¿para qué la memoria? ¿De qué sirve preguntarnos si este desastre pudo ser evitado? ¿Para qué echar a rodar el escrutinio civil sobre las decisiones del poder? Nadie quiere saber qué no se hizo a tiempo, quién abrió los aeropuertos o convocó reuniones públicas sin medir el riesgo del contagio. Hacemos un homenaje descuidado a los caídos y priorizamos reverenciar la eficiente ingeniería del Estado. Cantamos su himno de victoria y dejamos en suspenso la soberanía civil que corresponde al que hace las preguntas incómodas.

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Si no fuera por la existencia misma de la película, todo lo anterior sería menos que una interrogante. CoroNation, como pieza filmada de manera clandestina por colaboradores del artista exiliado, discute el esquema de visibilidad de la pandemia autorizado por el biopoder. Son registros domésticos, que van de los apartamentos a los hospitales, las salas de espera, los vecindarios confinados, los albergues temporales para sospechosos de contagio. El poder que todo lo ve también puede ser visto mientras modela la realidad a su voluntad en las noticias, los informes oficiales, los decretos. Pero la realidad, allí donde el albur quiebra las tácticas de control, es un material extraño y peligroso para la narrativa del Estado. Allí el orden puede enfermar de impotencia, contagiarse de inseguridad y miedo.

CoroNation puede pasar por un testimonio subterráneo de un estado de sitio absoluto donde la soberanía humana queda aparcada, si no fuera la prefiguración de cómo los valores democráticos pierden fuelle ante la voluntad de poder del “más frío de todos los monstruos fríos”. China es un ejemplo de ingeniería absoluta, así como de las víctimas que esa eficiencia deja, y de las que nadie habla. Allí el big data, el reconocimiento facial, la monitorización de Internet, han dado lugar al sistema de crédito social que produce una nada sutil marginalización del disenso a nombre de la higiene, de la extirpación del virus de la desobediencia y de lo que el Estado denomina una “cultura de la sinceridad”, que no es más que la internalización del panóptico de Jeremy Bentham.

Pero el monstruo totalitario está ya en la Hungría de Orban, la Cuba de GAESA y el PCC, la Norteamérica de Trump y el Brasil de Bolsonaro. Estas, más Putin, Erdogan, Bin Salmán, son apenas las figuras más visibles de la deriva autoritaria que ofrece su abrazo tibio al sujeto roto del presente, para quien el ejercicio de lo racional ya no es tarea del individuo soberano, sino del especialista, del tecnócrata, del modelo aceitado del aparato de control.

Para nosotros, los súbditos de las autocracias de la pospandemia, la película de Ai Weiwei es la prefiguración de una distopía a la que pudimos asomarnos, ansiosos por volver a un “mundo normal” en el que podamos ocuparnos de nuestros asuntos sin que el Estado nos moleste. Pero CoroNation advierte que ello es apenas una quimera. Si tal y como denuncia su director, la pieza ha sido rechazada por festivales y plataformas como Netflix y Amazon, y sólo puede verse bajo demanda en Vimeo debido a temores por probables represalias de China, algo como el “mundo normal” ya no es posible.

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2 comentarios

  1. Dean Reyes olvida que la exigencia de que no se llamara “virus chino” a este regalito envenenado vino de la izquierda, formalizada como orden ejecutiva por Biden bajo presión de la todopoderosa cultura de la cancelación. Que el Papa Francisco prohibió la entrada del cardenal Zen al Vaticano en el momento en que firmaba el acuerdo que da derecho a Xi para elegir cardenales adictos al Partido, y que en los mismos momentos de aprovechaba la pandemia para lanzar la campaña de reorganización electoral que permitió votar masivamente por correo y cambiar en una noche los resultados. Sus dictadores están escogidos según el manual del PC y los síntomas de totalitarismo según los parámetros ideológicos de la izquierda más ingenua.

  2. Y mientras la película de Weiwei es rechazada en todos los festivales y las corporaciones mediáticas controladas por la izquierda, con tal de mantener intacta la versión falsa de la pandemia, A Dean le preocupa Orban!!

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