No es extraño que la libertad atemorice a los mismos revolucionarios. No sólo por desfallecimiento, sino por razones más profundas y, tal vez, universales. Como la exigencia de una libertad nueva es una apuesta hecha sobre posibilidades del hombre que todavía le son desconocidas, toda libertad naciente es esencialmente riesgosa. No sólo porque ella se abre sobre lo desconocido: si es verdaderamente nueva, lleva a franquear límites que se presentaban hasta entonces como naturales, infranqueables, pues, en principio. No puede ella dejar de turbar también el orden del terror íntimo de la moral, de volcar en el alma muchas de las prohibiciones que, bajo formas diversas, han mantenido al hombre a través de los siglos en un plano de intimidación, tal que la pretendida naturaleza humana o el pretendido destino humano son desde hace mucho tiempo los tímidos sinónimos de lo que conviene nombrar con más exactitud: la absoluta sumisión, la servidumbre inmemorial del hombre.

Vano sería creer que es suficiente un progreso de la consciencia o un simple movimiento de rebelión para liberarse por siempre de esos miedos antiguos. Metafísicos, ellos sobreviven largo tiempo en la transformación práctica del mundo, de donde surge que la libertad no es dada nunca, y que, bajo pena de alteración grave, ella no puede ser designada más que como una negación indefinida de lo imposible. Ocurre en efecto, que el viejo hombre de Dios, convertido en revolucionario, presenta la libertad conquistada como una “verdad nueva”, como un nuevo límite, infranqueable, a su vez, creando un nuevo imposible, que por añadidura le sería de nuevo prohibido el querer sobrepasar, por lo cual también la exigencia de una libertad inédita puede aparecer de nuevo al revolucionario lo mismo como expresión de una mala voluntad, de no se sabe qué exageración del deseo.

La revolución, entonces, se ensombrece. Todo ocurre como si para ciertos hombres imbuidos de justicia e igualdad, pero persuadidos en que no se puede confiar en ninguno de los instintos fundamentales del hombre, e incapaces de admitir los dones gratuitos de la suerte (de la pasión creadora, de la imaginación, del amor), la libertad conquistada debiera ser pagada, y pagada con la más grande penitencia posible, castigada en la ilusión que se había hecho de que podía acompañarse de dicha, de placer, y sobre todo, del placer de acrecerse. Entonces, la libertad se entristece bajo el reinado de una nueva moral, de una nueva división de la realidad entre Bien y Mal, entre obligaciones y prohibiciones, para ahogarse rápidamente en el mundo cerrado de nuevos límites. Aunque convertida en laica, la vieja “Verdad” religiosa reaparece bajo especie de puritanismo quisquilloso, sospechoso, malévolo, fenómeno posrevolucionario, tan frecuente que acaba por desencantar los corazones.

Ha sido así, al menos, como ha ocurrido en la mayor parte de los movimientos revolucionarios hasta nuestros días. Y para que no ocurra así, sin duda, es necesario que los revolucionarios hayan extirpado definitivamente de sí mismos toda idea de falta, de pecado, de castigo, de expiación, es necesario que desde hace mucho tiempo hayan tenido la audacia suprema de concebir la humanidad como inocente de los males que sufre. Lo que más impresiona en la Revolución cubana es precisamente la ausencia casi total de esta metafísica infelicidad.

El hecho de que el Dios cristiano no parezca haber marcado nunca profundamente a la Isla con su huella ofrece, tal vez, en gran parte, la posibilidad maravillosa que se ha ofrecido al pueblo cubano de dar al mundo el ejemplo de un comunismo nuevo de nuevo estilo. Que la hipótesis aquí anticipada sea o no fundada, el toque de luz imborrable que él ha dado al movimiento revolucionario mundial ha comenzado ya a disolver sombras que, por largo tiempo, habían enlutado, en nuestras vidas, a la libertad.

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