FOTO Adriana Normand
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Ya hace un año que perdimos a Enrique Saínz. En la mañana de ese día supe que estaba mal, ya en un hospital; en la tarde me dijeron que había fallecido. Él era uno de esos seres que por alguna razón que no me explico me provocaba ternura. No soy dada a la ternura ni al cariño manifiesto, pero Enrique me motivaba una ola de afecto y simpatía como si fuera alguien de la familia, uno de esos tíos amados que casi no veo pero que recuerdo con un amor que me hace sonreír hacia afuera.

Me place pensar que tengo una gran capacidad para la empatía, pero la verdad es que me resulta más fácil empatizar con un animal, con una planta o con una obra de arte que con las personas.

Voy por las calles abierta a la observación, buscando imágenes. Adoro hacer fotografías de las cosas que me encuentro en el camino. Tengo una serie de flores, otra de juguetes abandonados, otra de cadáveres de animales, otra de arquitectura habanera, otra de gatos… Me gusta llamarle series, aunque no lo son; más bien se trata de temas recurrentes, de manías que se fijan con el tiempo. Debe ser esa cualidad humana que se empeña en clasificar las cosas, en encerrarlas en cajitas con un membrete, en acumular información.

A veces, me sorprendo desechando una foto potencial. Entiendo que lo que veo no va a poder traducirse en la imagen que resultará de la captura del instante, entonces lo dejo pasar, como quien le perdona a un niño una travesura, como quien ve entre la muchedumbre un antiguo amor y prefiere no saludarlo: solo lo observa y se alegra de habérselo encontrado, y de que esté bien.

FOTO Adriana Normand
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Otras veces, me doy cuenta de que estoy armando en mi cabeza una foto idéntica a una que ya hice antes. Puede que sea la misma flor, el mismo paisaje o el mismo gato. He llegado a tener lugares o felinos modelos. Tengo, por caso, este gato blanco y negro que he venido viendo y fotografiando desde pequeñito. Estoy segura de que me reconoce, aunque nunca se acerca a la distancia de mi caricia. Prefiero imaginar que me mira y sabe que no le haré daño, que lo admiro, que verlo y hacerle una foto alegra mi día y hace que quiera que alegre el de otros. Luego él bosteza, desinteresado, y regresa a hacerse un ovillo, hasta que un par de días después se repita mi visita al parterre donde vive con su madre y sus hermanos.

Por lo general no me gusta hablar con las personas en la calle. Con los años me he vuelto menos esquiva, pero siempre recuerdo lo mucho que me molestaba de niña todo el despliegue de camaradería de mi abuela cuando salía con ella. A los cinco minutos de estar en la parada de la guagua, ya ella había entablado conversación con alguien, y esa persona sabía mi nombre, el de ella y a donde íbamos. ¡Imaginen los viajes a Matanzas en el tren de Hershey! Mientras yo me pegaba a la ventanilla y revisaba en un papel que tenía cada una de las paradas, inacabables, que hacía el tren en diversos pueblos, ella ya había hecho una amiga y andaba intercambiando confidencias. Eso no habría tenido mayor trascendencia si no fuera porque muchas veces la conversación me involucraba. Mi abuela contaba que me llevaba a casa de mis familiares paternos, en Matanzas, porque, aunque mis padres estaban divorciados, mi familia toda me adoraba. O contaba en qué lugar había quedado yo en el escalafón escolar de ese curso, o de todas las veces que ese año había pescado piojos –o ellos a mí–, y entonces yo me desvanecía en una fatiga que ni siquiera el olor dulzón del central de Hershey o los turrones de maní de los vendedores ambulantes que subían al vagón en las paradas, podían disipar.

Por mucho tiempo he evitado, mediante el uso de audífonos, este tipo de contacto casual en la calle. Es una solución perfecta. No solo se escucha música, lo cual es una de las cosas que más me gusta, sino que, además, se construye una barrera contra la invasión del otro, se aísla el ser en sí mismo y no se permite la más mínima intromisión. Incluso cuando algún despistado o indiferente se anima a interrumpir, su intención queda aniquilada ante el gesto de molestia de tener que apartar los audífonos de los oídos. Así que en casi todos los casos se asegura que no habrá más interrupciones, que la persona entenderá que soy una pesada que prefiere no ser molestada.

FOTO Adriana Normand
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Toda esta estrategia, resultado de un estudio de años de deseos de pocos amigos, es desechada cuando llego a la librería. Cuando uno trabaja con público no puede andarse por esas ramas. Uno, yo, tiene que ponerse su mejor cara y respirar mucho antes de contestarle a los clientes, no solo porque, como reza esa frase conformista, ellos siempre tienen la razón, sino porque sin esa comunicación no existe venta posible. Hay que volcarse en comprensión y entendimiento hacia el otro y permanecer con una sonrisa, porque eso ayuda a un buen vendedor.

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Cuando llego a la librería, entonces me parece que soy un personaje en una película. Imagino que siempre soy la protagonista, lo cual es bastante egocéntrico. ¿Qué tal si el papel principal es el de uno de esos muchachos que vienen buscando algo de ciencia ficción rusa mientras yo los redirijo a un libro de Chely Lima? ¿Quién sabe si esa lectura hará que algo crezca en su ser y yo sea solo el personaje pala que le ofreció la vía para evolucionar? Todo es posible, pero, al fin y al cabo, siempre nos percibimos como centro del universo. Es una condición humana articular el mundo alrededor de nuestros cuerpos como si fuéramos una estrella, acaso el Sol.

Los libros llaman locos. Es una frase de Alejandro, mi jefe, y es una verdad como un templo. Yo diría, además, que llaman a un tipo de loco muy particular. Es ese que se mueve entre lo que llamo el loco de sobretodo y el loco discursante o manos libres.

El loco del sobretodo es un ser que, aunque haya 40 grados centígrados de temperatura, va siempre con un abrigo, generalmente por debajo de la rodilla, y otros trapos de vestimenta. Suele acompañar esta indumentaria con un bolso de papeles y otros muchos tesoros que guarda con cuidado. Es casi siempre un vagabundo, lo que llaman eufemísticamente los medios oficiales “un deambulante”, y por tanto carga con todas sus pertenencias, y tiene lugares ya determinados para pernoctar.

El loco discursante o manos libres es ese que va por la calle como quien está parado en el púlpito de una iglesia. Ese va dando lecciones de vida al aire, a veces hace contacto visual con un transeúnte y da una sentencia, muchas otras veces va soltando sus enseñanzas al Universo como quien presta un servicio, como quien tiene una misión.

De esos dos tipos fundamentalmente son los que se acercan a la librería.

Muchas veces son conocedores de la literatura universal o cubana, manejan nombres de autores, de libros, saben de tramas y de estilos literarios, lo que hace que yo trate de investigar si antes de perder la cabeza tuvieron una familia funcional o si, incluso, fueron profesionales de alguna especialidad ligada a la literatura o las artes.

Recuerdo de mi época de estudiante de la Escuela de Técnicos en Bibliotecas, durante mi tiempo de prácticas en la Sala General de la Biblioteca Nacional, que allí estaba siempre este señor mayor que se veía que había extraviado el contacto con la llamada realidad, y que era casi reverenciado por los trabajadores del lugar. Al poco tiempo supe que se trataba de Walterio Carbonell, un enorme intelectual cubano caído en desgracia por desavenencias con el poder, que, luego de haber enloquecido, fue ubicado en un puesto en la biblioteca, una especie de botella que servía como pretexto para darle un salario. Se sabía que muchas veces ese dinero se le perdía en cuanto lo cobraba, o lo gastaba todo esa misma tarde, lo que no era ni ha sido nunca nada difícil en este país a partir de los años noventa, cuando los salarios se divorciaron totalmente de los precios y de las necesidades de los trabajadores.

FOTO Adriana Normand
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A la librería va este señor bajito que compra libros de Lezama y adora a Carpentier. Es un loco lector, o tal vez un lector loco. Tengo la impresión de que es un alcohólico rehabilitado que en el proceso de desvarío etílico perdió un poco el camino de regreso a la cordura. Es un ser cuya realidad parece transcurrir paralela a la de los demás, pero que tiene momentos de fuga, esos en los que él delira y se pone a contar sus paseos por Mazorra para ver a los locos, sí, porque, aunque él confiesa que ha tenido grandes períodos de ingreso en ese centro, no se siente en la misma condición que ellos.

¿Cómo habría de serlo si es capaz de recitar de memoria pedazos larguísimos de Fragmentos a su imán o la totalidad de los “Sonetos a Muchkine”? Lo hace así, de manera natural, como si consultara una página guardada en su mente, con la voz sosegada, sin dramatismo ni sobreactuación, como quien habla como hablaba mi abuela de mi familia paterna o de la última vez que me llevó al ortodoncista.

Aunque no me gustan las personas, me encanta que él visite la librería. Es como un bálsamo fresco, su gracia me hace reír con ternura, su ser todo me conmueve cuando se vuelca a describir sus aventuras en el gremio de los escritores y críticos de arte a los que accede porque es amigo fuerte de MMP, que lo invita a su casa y le da un trago de ron mientras discuten juntos acerca de las dificultades técnicas en la escritura de versos pareados, o la diferencia que existe entre el autor, el narrador y el sujeto lírico.

Todo eso me cuenta entre risas, mientras se mueve arriba y abajo su bigote y las frases le salen seseantes, porque ya no tiene ninguno de los dientes frontales. Eso me dice a la par que me alerta que, si voy alguna vez a Mazorra, tenga cuidado antes de tomarme el café que venden los internos, que a veces puede ser de semanas; y que por eso hay que probar solo un buchito, como hacen los catadores profesionales, y luego escupirlo si se siente muy amargo. El muy ocurrente está convencido de que en ese hospital circula solamente un billete de 10 pesos que era suyo y que pasa de mano en mano entre los pacientes que lo intercambian por cigarros, periódicos o el mismísimo café dudoso.

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Cuando se va, siempre con un libro que ha comprado bajo el brazo, empiezo yo a extrañarlo, porque por alguna razón tengo esa especie de fascinación por los locos, por las personas excepcionales, de quienes voy haciendo un mapa mental y a los que me gusta chequear in situ a cada rato, para saber que están todavía allí, al alcance de una conversación.

De alguna manera los que nos dedicamos a la literatura, a las artes en general, estamos todos un poco chiflados. Ponemos nuestra mente en cosas tan abstractas como un verso o el trazo de un color sobre una superficie lisa. Nos eriza una escena de película donde el movimiento del mecanismo de una caja de música va dejando salir las fotos que descubren que en realidad ese señor de cara buena, el padre de la protagonista, es el asesino despiadado del que se habla en testimonios. Somos todos loquitos, estamos de ingreso cuando preferimos pasar horas y horas de la vida en mundos irreales, esos mundos que tal vez sean los que habitan esos locos que tanto me atraen, esos mundos paralelos que ensanchan nuestro universo personal y nos convierten en obsesos, en verdaderos desquiciados. Sólo que nosotros podemos ir y regresar de una a otra condición. Quizás no por mucho tiempo.

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ADRIANA NORMAND
Adriana Normand (Berlín, 1976). Se graduó del primer curso del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha participado en antologías como El Ojo de la Noche: nuevas cuentistas cubanas (Letras Cubanas, La Habana, 1999); El hombre extraño y otros minicuentos (Luminaria, Sancti Spiritus, 2003) y El retrato ovalado (Unión, La Habana, 2015). Su libro Photomatum mereció el Premio Dador del Instituto Cubano del Libro en 2003 y fue publicado en 2007 por la Editorial Extramuros. Textos suyos han aparecido en Hypermedia Magazine.

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