Un libro es un objeto de lujo. Eso dicen. Eso digo también, a veces. Pero en algunas ocasiones no lo es. Hay personas que buscan con desespero las palabras que otro estampó en un papel. Esos delirantes repiten frases completas de sus autores preferidos, discuten sobre la forma de actuar de los personajes, hacen una escalera de jerarquías literarias y van por la vida como si eso fuera lo más importante del mundo. Una vez que se penetra en ese territorio enloquecido no hay más futuro que el de empeorar los síntomas. Entonces uno se descubre diciendo: “tú nunca podrás llegar a Lezama y por eso no eres capaz de leer Paradiso” o “tu nivel de lecturas no pasará de García Márquez” o “eso que lees no es literatura, sino una sarta de palabras enlazadas con poca gracia que no van más allá de la anécdota”. Es así. De todas formas yo sigo reverenciando esa locura, aunque la considere estéril. Será porque la vez que leí la primera oración de “El Aleph” abrí una puerta al vacío.
Cuando me enfrento a las cajas de libros que tengo que colocar en los exhibidores en la mañana sufro siempre una angustia profunda. Trabajo en un pequeño espacio al que llamamos librería aunque solo tenemos tres libreros medianos y una mesa para plantar los volúmenes. Frente a las cajas llenas me da ganas de no poner hoy en la primera línea a los pocos best-sellers que tenemos para atraer a los caminantes que pudieran convertirse en clientes. Esos días de los que hablo tengo deseos de exhibir Onoloria junto a Paradiso, y al lado poner La carne de René (he tenido la experiencia traviesa de colocar juntos a Virgilio y Lezama, tal como decía Piñera que podría ocurrir en una librería cualquiera; quiero pensar que soy yo la encargada de hacer realidad esa frase y sonrío por dentro, como hacen los budistas, siento que en cada célula se me despierta la alegría y considero la idea de que tal vez sea esa la manera de llegar al satori, ese al que Borges accedió una mañana gloriosa).
Al final se impone la costumbre, voy colocando los mismos libros que ayer puse en línea, trato muchas veces de jugar con los colores, como si desde la acera alguien fuera a fijarse en la delicadeza de la variación de una gama de azul que he dejado pasar del lapislázuli al turquesa. He tenido la esperanza oculta de que cualquiera repare en semejante detalle y me diga que soy una artista del montaje de libros, que existe en mí el perfecto sentido del color y que mi trabajo es ahora una obra mayor. Pero no pasa. Nunca pasa. Peor, siempre llega algún curioso antes de que termine y desordena todo lo que he hecho y luego tengo que arreglarlo. He sentido, además, que en este país la gente ha perdido el poder de la observación, continúan preguntando por cosas que tienen al nivel de los ojos y, lo más importante en este caso, son incapaces de ver como el lomo del libro que está a la derecha descansa, delicadamente, sobre el de su izquierda, y que es así como se debe colocar de nuevo en el estante. He querido pensar que el miedo hace que nadie quiera observar mucho, porque cuestionarse la realidad aunque sea en el plano más simple ha estado mal visto por mucho tiempo, para después darme cuenta que es simple desidia. Cuba y la estética sufren, desde hace más de sesenta años, diferencias irreconciliables.
Cuando termino, envuelta en ese vaho tremendo que provoca el sol de frente en el portal donde tenemos la librería, me tomo un café. Hemos desarrollado la costumbre de compartir un café en la mañana. Ale, mi jefe, invita. Ese mismo expreso cuando empezamos a comprarlo, luego de que volvieran a abrir las cafeterías que habían cerrado en el peor momento de la pandemia, costaba cinco pesos. Luego subió a diez. Luego valía diez y el plus de pagar el vasito plástico donde lo sirven. Ahora cuesta veinte pesos, pero, oh capricho divino, el vaso se incluye en el precio. Mañana puede ser que valga treinta o que quieran cobrar el azúcar que le ponen a gusto del consumidor. Todo es posible en este país. Por eso bebo desde hace unas semanas el café sin azúcar. Por eso y porque si el polvo es malo, de la bodega, o mezclado con quien sabe qué, sin azúcar se hace más llevadero su sabor. Pero beber café, muchos sabemos, no se trata solo del golpe de cafeína, algo nada despreciable, sino además de un acto social. Con Ale, mi librero preferido, es el decirnos mil cosas, el compartir frases de historias, chismes de Facebook, pedazos de series y películas, hablar de gatos y de amores, comentar qué clientes han separado libros que él ha anunciado en las redes, respirar la amistad.
Hoy estamos esperando la visita de una amiga escritora. Ella viene a buscar un libro y también una pegatina en forma de corazón con los colores de la diversidad sexual que estamos repartiendo por la campaña a favor del Nuevo Código de Familia. Hay calor y el ambiente se siente espeso, como si hubiera que cortarlo con una tijera de jardinería para poder avanzar. Es junio de 2021 y desde el 27N todo me hace llorar. Debo estar envejeciendo. Debe ser la maldita circunstancia del cambio hormonal. Debe ser que soy madre y ahora me siento madre de todos los muchachos valientes que veo en las redes. Debe ser que, efectivamente, al acercarse más a la muerte uno pierde poco a poco el sentido del ridículo. ¿Será empatía? No lo sé y me avergüenza. La yo de veinte años se ríe a carcajadas de mí. Esa era más cruel pero leía más, esa pensaba que había que abrir los sentidos y no conmoverse con nada.
Marthica llega. Ella es la Minipunto. Recuerdo que cuando la vi por primera vez eso me dio curiosidad. También su interés por las hormigas. Todavía no me había dado cuenta de su poder de observación y su capacidad para sacar de todo, hasta de lo más mínimo, un poema magnífico. La conocí en un homenaje que hicimos hace un par de años al poeta Ángel Escobar junto a otros escritores y a la primera esposa de Escobar, Marina, que es mujer de teatro. En la actuación había una escena donde Marthica era Ángel atormentado por los enfermeros en uno de sus ingresos en Psiquiatría. Yo, la enfermera más cruel, como aquella de Atrapado sin salida, le tocaba la frente, tomaba su pulso, violentaba su brazo que no dejaba de agitarse y le empujaba en el hombro una inyección invisible, dolorosa y violenta. Mientras eso ocurría alguien decía para el público: “Yo vi a Rimbaud amarrado en una cama y al Papá Protagónico amarrándolo duro… y luego a cada cual según su síntoma le entregaron su píldora, sus ojos, su cuaresma”.
Aquellos días de ensayo con los textos de Escobar nos unieron a todos. A mí, además, esos poemas tremendos se me metieron en la piel y me dolían. Aún no podía saber por qué era tan lacerante cada palabra, cada pausa. Es algo que supe luego, cuando entró por la puerta de mi casa la palabra suicidio.
Ale, Marthica y yo nos hacemos selfies juntos. Para hacerlo ni siquiera retiramos la mascarilla de nuestras caras. Yo adivino la sonrisa magnífica de Marthica debajo de su nasobuco, esa sonrisa que contagia y llena todo con sus dientecitos hermosos.
Entonces se escucha un golpe y un grito y todo se abalanza sobre nosotras dos. En la calle de frente a la librería han atropellado a un perro. No es cualquier perro, es Duque, un animal tranquilo y amable que veo cada vez que llego y me voy del trabajo. Duque es un perro del barrio, de esos que todos quieren, de esos que uno piensa que pudo haber tenido de beagle o de cocker, da lo mismo, uno de esos satos adorables en los que uno quisiera ver un pasado de raza, porque uno es horrible y necesita de esos linajes y esas analogías.
El perro dormía apacible debajo de un automóvil que estaba parqueado y el chofer lo aplastó con una goma al arrancar el motor. Al darse cuenta y escuchar los gritos de la gente quiso escaparse y para eso volvió a pasar por encima del cuerpo del animal. Todos gritábamos, más de veinte personas gritando a un hombre dentro de un auto que ni siquiera se detuvo para mirar la vida que había quitado.
Sin hablar apenas, Marthica y yo cruzamos la calle hasta donde estaba Duque. Buscamos un cartón de una caja desarmada, pusimos el cuerpo encima, lo cargamos hasta la esquina y lo dejamos, con delicadeza y respeto, encima de la hierba al lado del basurero. Cuando terminamos, Marthica se echó a llorar, pero yo no. Me descubrí diciéndole, como si lo creyera, que todo iba a estar bien. Debí haberle dicho que nada nunca más iba a estar bien, que las manchas de sangre en nuestras manos, que luego quitaríamos con agua y jabón, estaban estampadas en nuestros cerebros. Yo no supe qué más decir. Ella me sorprendió más tarde con un poema donde hablaba de eso, de aquel lugar donde antes hubo un perro.
Volví a mi silla detrás de la mesa de los libros e intenté componer mi día. Vinieron las mismas muchachas que piden las novelas de las escritoras inglesas e ignoran mis sugerencias de leer a Ena Lucía Portela, o a Clarice Lispector o a Margaret Atwood, sí, les digo, esa misma, la que escribió la historia fabulosa en la que se basa la serie El cuento de la criada. Es una gestión infructuosa, si tuviéramos veinte ejemplares de Cumbres Borrascosas, Orgullo y Prejuicio o Jane Eyre no habría siquiera que colocar en media hora seis cajas de libros en tres estantes y una mesa pequeña.
—Buenas, tienen Había una vez
La mujer que pregunta tiene puesta una bata de médico y en ella tiene prendido un identificador que la califica como Especialista en Obstetricia. Ronda los cuarenta años.
—Sí, mírelo en la mesa, a la derecha –sale mi voz casi sin pensarlo.
Ella toma el libro que señalo y revisa la cubierta y la contracubierta con cara de disgusto.
—Este no es Había una vez. Había una vez tiene la portada blanca y una mariposa de colores dibujada.
Respiro.
—Bueno, esa edición de la que usted habla es anterior a esa que tiene en sus manos, pero es el mismo texto.
Ella insiste y me mira con cara de quien ha descubierto que yo soy muy estúpida y ella es muy brillante y debe rebajarse a explicarme.
—No, este no es Había una vez. Muchacha, si mi abuela me lo leía y yo me acuerdo perfectamente de lo que tenía adentro. Estaba Pulgarcita, Ricitos de Oro… este no es el mismo.
Respiro otra vez.
—Mire, puedo asegurarle que es el mismo texto, si revisa el índice verá que están esos cuentos que usted dice y otros que seguro recordará también.
—Ay, chica, tú no me entiendes, te digo que este no es Había una vez, no sabré yo, no tiene el mismo texto ni tiene nada, este es otro libro, me lo vas a decir a mí.
—Bueno, señora, entonces el que usted busca no lo tenemos. Hasta luego.
Antes de irse aún alcanza a decirme:
—Ahhh, y para trabajar en una librería hay leer y saber de libros, me oíste.
Es entonces que vuelvo a ver en mi cabeza el cadáver de Duque en medio de la calle y la sangre aún rojísima saliendo de su boca y pienso que a la hora de irme ya no será roja sino casi negra, que otro auto pasará por encima de ella, que dentro de dos días nadie recordará los ojos amables de ese perro hermoso, y que esta señora no sabe que nunca volverá a encontrar el libro que le leía su abuela cuando ella era pequeña porque ese solo existe en su recuerdo.
Qué hermoso texto.
No es que la pasión de madre me ciega, es que es un texto precioso: Adriana logra captar la esencia de la cotidianidad, de expresar lo más profundo de manera sencilla, de llevarnos de autor en autor, de obra en obra, de la alegría de compartir un café, caro y amargo, pero puente de amistad, hasta la tristeza de sufrir con la muerte de Duke como si de un perrito conocido se tratase.
Y aunque el paso del tiempo, engañoso y artero, parezca aminorar el dolor, sigue ahí, agazapado, para traernos de vuelta sus garras cuando menos lo esperamos.
Gracias, Adriana.
Creo que necesitaré aún un par de lecturas más para agarrar el aftertaste, pero la historia de Duque, y antes la lucha cotidiana contra la desidia ajena, me han tocado de cerca, muy hondo.
Gracias, Adriana.
Gracias Adriana, este es uno de esos textos que al terminar de leerlo, uno se dice que pudiera haberlo escrito….¿pero cómo?
No todos estamos tocados por la magia del arte.