Margaret Atwood
Margaret Atwood durante la presentación de una antología de sus relatos en Cuba en 2017

Ignorar no es lo mismo que la ignorancia, uno tiene que trabajar en ello
Margaret AtwoodEl cuento de la criada

Como estudioso de Cuba, estudiante de literatura y política, y lector entusiasta de la obra de Margaret Atwood, a lo largo de los años he recopilado artículos y clips de medios relacionados con las numerosas visitas privadas y oficiales de la Gran Dama de CanLit a Cuba. Francamente, el archivo es delgado. Generalmente, los académicos se involucran con su importante trabajo (más de sesenta libros entre ficción y no ficción), sin nunca mencionar este tema. Una nota al pie interesante, nada más. ¿Por qué interesante? Porque ilustra, en su caso y como patrón, cómo una mente inquisitiva, sinceramente comprometida con los derechos humanos y los valores democráticos, puede apagar sus antenas críticas. Atwood se permitió convertirse en una invitada complaciente en un país que marca casi todas las casillas del totalitarismo, menos el terror extenso: un Estado de partido único, sin estado de derecho, arrestos arbitrarios (dos mil de ellos durante los primeros ocho meses del año pasado), medios embrutecedores (incluso Raúl Castro lo dice), y un régimen de censura que no permite la libertad de expresión, asociación y sólo una limitada libertad de movimiento; un país con librerías medio vacías que venden a los mismos pocos escritores oficiales y hagiografías de los queridos líderes.

No estoy diciendo que alguna vez se convirtiera en una apologista entusiasta, como lo hicieron muchos escritores e intelectuales occidentales durante la década de 1960 hasta el juicio-espectáculo de Heberto Padilla en 1971. Esto no es como, digamos, un Sartre que regresa de Rusia y anuncia que las vacas producen más leche bajo el socialismo. Atwood apenas ha dicho casi nada públicamente sobre Cuba, que yo sepa. Más bien, Atwood en Cuba se parece más a un Sartre bajo la ocupación, felizmente despreocupado por lo que sucede a su alrededor. Sospecho que, si le preguntaran si considera que Cuba es una dictadura, se haría eco de la respuesta del primer ministro canadiense Justin Trudeau a la misma pregunta en 2016, y estaría de acuerdo en que lo es. Tal vez, como Trudeau, su respuesta seguiría a una pausa embarazosa, pero sería poco probable que negara esa realidad cuando se viera obligada a afrontarla. Sin embargo, con un poco de trabajo ha demostrado que es capaz de ignorarla.

Atwood viajó a Cuba por primera vez a principios de la década de 1980. Ella y su esposo, el escritor y ávido observador de aves Graeme Gibson (1934-2019), habían sido invitados a participar en un intercambio cultural por su exasistente de investigación, que entonces trabajaba como agregado cultural en la embajada canadiense. Atwood cuenta esta historia en la introducción de un hermoso libro de mesa, titulado Cuba: Grace Under Pressure, escrito por la escritora canadiense Rosemary Sullivan con fotografías de Malcom David Batty. Sullivan se centra en la vida privada de los cubanos, no en el régimen o su política; “presión” aquí se refiere a las dificultades económicas, no a lo que resulta de vivir en un estado policial, y “gracia” es un cumplido para la nación cubana por permanecer ferozmente independiente. De modo que, después de todo, se trata de un libro político, aunque subrepticiamente.

Atwood no dice mucho, pero sí aborda la cuestión política. “Nada en ningún lugar es tan simple como nos gustaría que fuera”, escribe sabiamente, “pero hay dos verdades con las que se puede contar: 1) ningún gobierno es su gente, y 2) los pájaros no votan”. Esto es particularmente cierto en los países en los que ni las aves ni los ciudadanos pueden votar. También escribe esto:

Graeme fue arrestado de inmediato porque había salido temprano en la mañana para observar pájaros y no había tomado su pasaporte –“Tenemos muchos problemas con la gente que se hace pasar por espías”, bromeó un cubano más tarde–, y se había extraviado. Estuvo atrapado en una comisaría durante horas mientras intentaban encontrar un intérprete. Por lo tanto, llegó tarde al almuerzo cultural y tuvo que explicar por qué. Hubo bastantes risas: mucha gente en la mesa había sido arrestada, bajo un régimen u otro, o en una fase u otra de la Revolución cubana. La historia del arresto de Graeme sigue circulando en Cuba, donde les parece bastante divertida.

Afortunadamente, Gibson, un destacado invitado canadiense con línea directa a la embajada, nunca se sintió inseguro. Es un privilegio poco común poder trivializar el arresto arbitrario de esta manera, como material para la conversación durante la cena.

En 2017, Canadá fue el país invitado de honor en la Feria Internacional del Libro de La Habana. Se invitó a un contingente de más de treinta autores canadienses, más varios artistas escénicos. Atwood, para quien no fue la primera vez como invitada de la feria, fue la estrella de la delegación. El presidente del Senado canadiense presidió la ceremonia de inauguración del pabellón canadiense. Nadie pareció darse cuenta de cuán altamente parametrizado este evento siempre es. Los stands están llenos de libros para niños, pero la literatura crítica es un bien escaso. Cualquiera que quiera ver una feria del libro verdaderamente internacional en América Latina, repleta de discusiones libres y debates vigorosos sobre libros y autores, debe ir a la de Guadalajara, México, y luego comparar.

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Barbara Maseda, periodista del medio independiente Havana Times, informó que, durante una de las veladas oficiales, le preguntaron a Atwood sobre sus escritores cubanos favoritos. Su respuesta: “Carpentier, por supuesto. Martí, Miguel Barnet, Nancy Morejón, Pablo Armando [Fernández], Abel Prieto”. Sabe que hay más, pero esos fueron los nombres que le vinieron a la mente. Tal vez esa fue sólo una respuesta no ensayada. Atwood nunca escribe sobre literatura cubana, y su trabajo de no ficción incluye sólo un breve comentario sobre un escritor latinoamericano: Gabriel García Márquez, al que todo anglosajón educado conoce. Su mundo es la literatura angloamericana, y este es seguramente lo suficientemente amplio para una persona. Pero como Maseda observa perceptivamente, sus elecciones parecían estar “sacadas de un manual de escritores oficialmente aprobados”. “La selección”, agrega Maseda, “habla, quizás, de la naturaleza de los vínculos que ha mantenido con el país y su cultura”: construidos a base de “acciones diplomáticas y eventos oficiales, donde parece estar ausente la curiosidad insaciable que uno esperaría de la brillante crítica literaria”.

Margaret Atwood
Margaret Atwood, el diplomático canadiense George Furey, Abel Prieto y el esposo de la escritora Graeme Gibson, en Cuba en 2017, durante la Feria del Libro de La Habana (FOTO Ladyrene Pérez, Cubadebate)

Martí es el “apóstol” de la nación, y se le considera entre los mejores escritores latinoamericanos de su tiempo. Carpentier fue, en verdad, un gran escritor. Barnet escribió un libro memorable de etnología y fue el jefe del “sindicato” (en el sentido soviético) de artistas y escritores; Morejón y Fernández son autores respetados pero menores, y Morejón también ocupa cargos políticos en la burocracia cultural cubana. Casi nadie lee los libros de Abel Prieto, pero todo el mundo conoce a Prieto, el ministro de cultura y miembro del aparato cultural. El otoño pasado, denigró especialmente a los jóvenes artistas y periodistas independientes que se manifestaban por una mayor libertad de expresión en Cuba.

Según el Canon Occidental del crítico literario Harold Bloom, cinco de los 18 más grandes escritores latinoamericanos modernos eran cubanos: Alejo Carpentier (1904-1980), José Lezama Lima (1910-1976), Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), Severo Sarduy (1937-1993) y Reinaldo Arenas (1943-1990). A excepción de Arenas y Cabrera Infante, los demás escribieron la mayoría de sus libros antes de la revolución y, a menudo, en el extranjero (Carpentier y Sarduy). Lezama Lima fue censurado durante décadas por su homosexualidad, al igual que Arenas y otro importante escritor cubano, Virgilio Piñera (1912-1979). Cabrera Infante (ganador del Premio Cervantes) y Arenas permanecen censurados en la isla hasta el día de hoy. Como lo fueron Pablo Armando y Morejón durante la década de 1970. Arenas y Cabrera Infante fueron feroces y críticos de la dictadura y murieron en el exilio. Hasta hace muy poco, estaban oficial y completamente ninguneados en la isla, lo que significa que fueron borrados activamente de la memoria oficial. Para ponerlo en el lenguaje empleado por Atwood en The Handmaid’s Tale, estaban unpersoned (no existían como personas).

Es posible que los artistas que formaban parte de la delegación canadiense no supieran todo esto (aunque, cuando visito un país, siempre tengo curiosidad por saber si la gente como yo es bien tratada allí), pero Atwood es patrocinadora de Index on Censorship, ardiente defensora de Amnistía Internacional y ganadora del premio PEN Pinter inglés por su trabajo en defensa de los derechos de los escritores. Y, como se mencionó, es una visitante frecuente de la isla. Imagínese visitar Moscú por enésima vez durante la Guerra Fría, asistir a algún evento cultural canadiense-soviético u otro, y anunciar que los mejores escritores rusos fueron Maksim Gorki, Fiódor Gladkov y Alexander Fadéyev, en lugar de, digamos, Vladímir Mayakovski, Anna Ajmátova o Vasili Grossman.

En este caso, cuesta trabajo ignorar la realidad porque se requiere de un esfuerzo consciente para mirar hacia otro lado. La marca particular de distopía imaginada de Atwood (fantasías de derecha amplificadas) no se ve afectada por el medio en que navega. No se requeriría de mucha valentía para denunciar este estado de cosas, al menos, no del tipo de la que tuvieron precursores como Yevgeny Zamiatin o George Orwell, quien es uno de sus autores favoritos.

Desde 1984 hasta El cuento de la criada

El agradecimiento de Atwood por la hospitalidad oficial que recibió en la Cuba comunista ha hecho que algunas de sus obras hayan sido traducidas al español y estén disponibles en la isla: un libro de poesía, así como una antología de escritores canadienses titulada Desde el invierno, pero no El cuento de la criada.

Atwood escribió El cuento de la criada en Alemania, justo antes de la caída del Muro de Berlín. Cuando se estrenó la adaptación cinematográfica del director alemán Volker Schlöndorff en 1990, hubo dos proyecciones, una en Alemania Occidental y la otra en Alemania Oriental. “Y la reacción del público fue muy diferente”, recordó Atwood más tarde. En Alemania Occidental, “están hablando de estética y dirección y, ya sabes, elecciones de color, biografías y cosas por el estilo”. En Alemania del Este, “lo vieron muy, muy atentamente. Y dijeron: «Esta era nuestra vida». Se referían a la sensación de que no se podía confiar en nadie”. Como también comentó, “había mucha gente informando sobre mucha gente. No porque fueran mujeres y no porque fueran hombres, sino porque eso es lo que pasa en los totalitarismos”. ¿Adivinen qué país entrenó al régimen de Castro en inteligencia y para la vigilancia de su propia población?

La inspiración literaria para su best-seller fue 1984 de Orwell, la novela distópica más famosa de nuestro tiempo. Atwood lo releía a menudo. 1984 fue censurada en Cuba hasta 2015. Ahora a los cubanos se les permite tener su propia copia, asumiendo que puedan encontrar una. Las dos novelas pertenecen a la misma familia de ficción política, pero difieren en cómo se aplican a un país como Cuba. 1984, como Rebelión en la granja, es una alegoría sobre el comunismo. También se trata de un caso paradigmático de crítica intramuros, ya que la URSS estaba en la cúspide de su popularidad entre la intelectualidad occidental en ese momento, y Orwell era un intelectual socialista. Atwood sabe de la naturaleza de la vida bajo este tipo de régimen, como lo ilustra su comentario sobre Alemania Oriental.

El cuento de la criada se basó, por el contrario, en sus estudios sobre la Norteamérica del siglo XVII y sus valores clasistas y puritanos. La Divina República de Galaad no se inspiró en los estados policiales ateos de Europa del Este o América Latina, sino en la historia de Estados Unidos de caza de brujas religiosa en Salem y en otros lugares: una mezcla de cristianismo estadounidense reaccionario y teocracia de Jomeini en Irán, aunque Atwood considera que el peligro proviene del poder absoluto, no de la religión per se. A pesar de todas sus deudas declaradas con 1984, su novela tiene más en común con el notable libro de Boualem Sansal, 2084, La Fin du Monde, que describe el extremismo religioso en algún califato totalitario. Por otro lado, en uno de sus ensayos sobre Orwell y la posibilidad del totalitarismo, habla de cómo están surgiendo nuevas amenazas en los “mercados abiertos” y los “avances tecnológicos”. Dado que esos peligros llevaron a la desaparición del comunismo europeo, espero que los funcionarios cubanos estén de acuerdo rápidamente.

Cuba es uno de los pocos países reales mencionados en El cuento de la criada. En un momento, un Comandante –un funcionario autoritario de la clase dominante– se permite, con picardía, sintonizar una estación de radio ilegal operada por la oposición: “Malditos cubanos”, dice. “Toda esa inmundicia sobre la guardería universal”. Radio Free America, como se llama la emisora, por supuesto, no es (o no sólo) el anverso de Radio Free Europe, dirigida por Estados Unidos, sino posiblemente de Radio Martí, con sede en Miami. Un país no necesita ser comunista para tener una guardería universal, pero la referencia a Cuba nos invita a concluir que el distópico Gilead y Estados Unidos tienen en común disposiciones reaccionarias anticomunistas.

Además, aunque Atwood se resiste a la caracterización de su best-seller como una “novela feminista”, la trama gira principalmente en torno a la victimización de las mujeres. Los hombres (hombres blancos, en particular) han ocupado los pocos puestos reales de poder político en Cuba desde la revolución, pero oficialmente el gobierno apoya la igualdad de género y los derechos reproductivos de las mujeres no están en riesgo. Y la distopía de Atwood se desarrolla en un Estados Unidos futurista (pero, ella insiste, plausible). No es un mal comienzo de conversación con los funcionarios cubanos.

De camino a Cuba en 2017, Atwood dijo que tenía curiosidad por saber qué pensaban los cubanos sobre Donald Trump. Después de su improbable victoria en el colegio electoral, El cuento de la criada subió en las listas de los más vendidos de Amazon, al igual que el Orwell de 1984. Como ella dijo, hay elementos en la novela que “se asemejan cada vez más a las ideas de algunos legisladores estadounidenses”. Sin duda, ella y sus anfitriones encontraron muchos puntos en común sobre cómo Trump podría convertir a Estados Unidos en una dictadura. Pero Trump ya no está en la Casa Blanca. Burló las normas democráticas, pero el estado de derecho, la mayoría de los medios de comunicación y el sistema de pesos y contrapesos del país lo frenaron. Trump está fuera por algo que no ha sucedido en Cuba desde 1948: unas elecciones libres y justas. Fidel y Raúl se retiraron por propia decisión, después de décadas de poder total. Además, una gran cantidad de evidencia sugiere que el liderazgo cubano prefirió lidiar con un Trump grosero, antes que con un Obama más conciliador y cool pero más difícil de manejar. Su visita a la isla en 2016 generó pánico en los círculos gobernantes. Las dictaduras necesitan enemigos: ¿no dice eso Atwood en alguna parte?

Margaret Atwood
Margaret Atwood en Cuba, en 2017, durante la Feria del Libro de La Habana (FOTO Ladyrene Pérez, Cubadebate)

El cuento de la criada probablemente no se traducirá pronto en Cuba. Sigue siendo una poderosa advertencia contra la opresión, la vigilancia y los medios de comunicación estatales, el adoctrinamiento oficial y la represión. En la novela, la policía secreta se llama Ojos. En Cuba, los comités vecinales de vigilancia, llamados oficialmente Comités de Defensa de la Revolución (CDR), también se conocen como los “ojos y oídos de la revolución”. Como observó Mark Twain una vez, “la verdad es más extraña que la ficción, pero es porque la ficción está obligada a ceñirse a las posibilidades; la verdad no”.

La cuestión de la responsabilidad artística

Estos pensamientos conducen inevitablemente a una tradicional discusión sobre la responsabilidad del artista. Nunca he podido adoptar una posición firme sobre este tema. Así que aquí hay dos puntos de vista opuestos: prefiero el primero con respecto a Atwood, pero el segundo merece consideración.

1984 termina con un apéndice, del cual aprendemos que en un futuro aún más lejano, Gran Hermano aún no ha logrado imponer por completo la jerga totalitaria conocida como Newspeak. El cuento de la criada incluye un apéndice optimista similar, y no es una coincidencia. Atwood escribió una vez que “las novelas distópicas siempre deben terminar con una nota optimista” (o complementarse con una secuela optimista, como la continuación de Atwood en 2019, Los testamentos). Pero Orwell no era demasiado optimista; quería que sus lectores entendieran que el último baluarte contra el totalitarismo es el lenguaje mismo. Su novela me recuerda algo que el gran poeta mexicano Octavio Paz dijo una vez: “Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje. La crítica de la sociedad, por tanto, comienza con la gramática y con el restablecimiento de significados”.

Para Orwell, esta regla se aplica especialmente, pero no exclusivamente, al totalitarismo; léase, por ejemplo, su ensayo de 1946, “La política y el idioma inglés”. Orwell argumentó que, dada la importancia del lenguaje y su centralidad para el pensamiento crítico y la autonomía individual, el escritor tiene una misión y responsabilidad especiales de “vivir en la verdad” –como diría más tarde Václav Havel–, incluso cuando es incómodo hacerlo, como ciertamente lo fue para un escritor de izquierda como Orwell después de la guerra. El apéndice de Orwell no trata sobre la esperanza, es una advertencia. Defender la libertad de expresión no es una responsabilidad de medio tiempo para un escritor, especialmente uno que espera exponer y denunciar la opresión política. Por lo tanto, escritores como Atwood tienen la responsabilidad particular de no bajar la mirada cuando se viola este derecho tan preciado.

Margaret Atwood en Cuba, en 2017, durante la Feria del Libro de La Habana (FOTO Ladyrene Pérez, Cubadebate)
Margaret Atwood en Cuba, en 2017, durante la Feria del Libro de La Habana (FOTO Ladyrene Pérez, Cubadebate)

El segundo punto de vista sostiene que los escritores tienen derecho a vivir vidas apolíticas. Atwood escribió una vez: “Los artistas siempre reciben lecciones sobre su deber moral, un destino que otros profesionales, los dentistas, por ejemplo, generalmente evitan”. ¿No tiene razón? ¿Por qué los escritores no pueden irse de vacaciones, física e intelectualmente, como todos los demás? La política no es su recinto. Su trabajo consiste en observar e imaginar varias posibilidades de existencia, como lo expresó Milan Kundera. Uno puede pensar en más de uno de los grandes escritores y artistas cuya moralidad dejaba mucho que desear. Lo que realmente necesitan, de hecho, es el permiso para estar libres de responsabilidad de vez en cuando.

En este caso particular, después de todo, las irresponsabilidades de Atwood han sido generalmente veniales. En su mayoría fue educada, en un país que no es Suecia, pero tampoco la Alemania nazi. Ella nunca dijo públicamente nada como “Viva Fidel Castro”, como lo hizo un exprimer ministro canadiense en 1976, durante el período más represivo del régimen de Castro. Nada de lo que ha hecho o dicho se aparta significativamente de lo que podría decir un senador liberal canadiense en circunstancias similares. El principal escollo para esta segunda opción es que Atwood es una profeta de la distopía, el canario en la mina de carbón de la libertad, lo que hace que sea más difícil darle un pase.

En cierto sentido, la aparente falta de interés de Atwood en las depredaciones del régimen autocrático de Cuba es muy canadiense. Canadá nunca ha apoyado el embargo estadounidense y las buenas relaciones entre los países son para muchos canadienses un símbolo de nuestra independencia. La política canadiense hacia Cuba, declaró Trudeau en 2016, es “una de las formas en que nos aseguramos de que somos nuestro propio país”. Detengámonos en esa oración por un momento y leámosla de nuevo. Es un declaración bastante asombrosa y patética para una nación con un primer ministro en funciones, pero ofrece otra posible interpretación del decreto de Atwood de que “ningún gobierno es su pueblo”: uno puede tener sentimientos cálidos sobre el primero, sin pensar o preocuparse mucho por el segundo.


* Este texto fue publicado originalmente en inglés por la revista Quillette. La traducción al español corrió a cargo del autor.

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YVON GRENIER
Yvon Grenier (Canadá, 1959). Profesor de ciencia política en la universidad St. Francis Xavier en Nueva Escocia, Canadá, y Resident Scholar del Mulroney Institute of Government. Es autor de Culture and the Cuban State: Participation, Recognition, and Dissonance under Communism (2017), Gunshots at the Fiesta: Literature and Politics in Latin America (con Maarten Van Delden, 2009), From Art and Politics: Octavio Paz and the Pursuit of Freedom (2001; Spanish trans. 2004), The Emergence of Insurgency in El Salvador (1999) y Guerre et pouvoir au Salvador (1994). Es editor de una colección de ensayos políticos de Octavio Paz, Sueño en libertad, escritos políticos (2001). Fue director de la Canadian Journal of Latin American and Caribbean Studies y es miembro de la Junta Asesora de la revista Cuban Studies/Estudios Cubanos, Contributing Editor de la revista digital Literal, Latin American Voices.

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