Ernst Stadler: poemas

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Viaje nocturno por el puente del Rin en Colonia

El expreso avanza a tientas y cruza impetuoso la oscuridad.
Ninguna estrella quiere salir. El mundo entero no es más que la estrecha galería de una mina, entre los carriles de la noche.
Donde a veces pozos de luz azul desgarran horizontes repentinos: un círculo de fuego
de faroles, tejados, chimeneas, humeando, fluyendo…
por segundos tan solo
y de nuevo todo negro, como si viajáramos a las entrañas de la noche a ocupar nuestro turno.
Ahora, luces que oscilan… extraviadas, desesperadamente solitarias… más luces… y se reúnen, cada vez más cerca unas de otras.
Los esqueletos de fachadas grises, desnudos, palidecen en la penumbra, muertos –algo debe pasar… oh, siento pesadez
en el cerebro. Canta en la sangre una ansiedad. Luego retumba el cielo, de pronto, como un mar:
volamos, elevados regiamente por un aire arrancado a la noche, sobre el río. Oh, arco de innúmeras luces, guardia silenciosa
ante cuya revista centelleante las aguas corren lentas. Fila interminable, formada en la noche para saludar.
¡Como antorchas al ataque! ¡Alegre! ¡Salva de barcos sobre el mar azul! ¡Fiesta estrellada!
Palpitantes, moviéndose con ojos luminosos. Hasta donde las últimas casas de la ciudad despiden a su huésped.
Y luego las largas soledades. Riberas desnudas. Silencio. Noche. Contemplación. Recogimiento. Comunión. Y ardor y ansia
hacia el final, bendiciendo. Hacia la fiesta de la cópula. Hacia la voluptuosidad. Hacia la oración y el mar. Hacia el declive.

En estas noches

En estas noches mi sangre siente frío por tu cuerpo, amada.
Ah, mi ansia es como agua oscura contenida por las puertas de una esclusa,
tendida en la calma del mediodía, inmóvil, acechante,
ávida de abrirse paso. Tormenta de verano
emboscada pesadamente dentro de nubes cargadas. ¿Cuándo caerás, rayo
que la desencadene, cargada de deseo, barca
que abra de par en par el baluarte de muslos rígidos? Quiero
traerte a mí entre las almohadas como gavilla de fresco trébol
a la tierra surcada. Yo soy el hortelano
que te coloca suavemente en el lecho. La nube que
te rocía y el aire que te envuelve.
En tu tierra quiero enterrar mi ardor delirante y
floreciendo con ansia resucitar sobre tu cuerpo.

Final de jornada

Dan las siete. Hora de cierre en los comercios de toda la ciudad.
Desde oscuros pasillos, saliendo de lujosas galerías por patios estrechos y angulosos, las vendedoras salen en tropel.
Todavía un tanto ciegas y como aturdidas por el largo encierro.
Entran, levemente excitadas, en la voluptuosa claridad y la suave apertura de la tarde estival.
Las calles malhumoradas se iluminan y de pronto marcan un ritmo claro.
Las aceras están atestadas de blusas de colores y risas de muchachas.
Como un lago agitado por la corriente impetuosa de un río joven,
la ciudad entera es inundada por la juventud y el regreso al hogar.
Entre los rostros indiferentes de los que pasan se interpone un destino desigual.
La excitación del joven vivir, deslumbrado por el fuego de esta hora crepuscular
en cuyo dulzor todo lo oscuro se transfigura y todo lo pesado se funde como si fuera libre y leve,
como si ya no estuviera esperando, unas horas después, la triste uniformidad
de la diaria servidumbre; como si no estuviera esperando el regreso al laberinto de sucias casuchas del suburbio encajadas entre las grandes casas de vecindad, desnudas,
la comida frugal, el agobio de la habitación donde se reúne toda la familia y la estrecha alcoba que se comparte con los hermanitos
y el reposo insuficiente, que la madrugada expulsa del dorado país de los sueños–
ahora todo eso está bien lejos, cubierto por la tarde, y sin embargo acecha como animal maligno echado junto a su presa.
Y hasta las más dichosas, las que ligeras y con paso esbelto
andan dando salticos del brazo de sus amantes, arrastran en la soledad de sus ojos una sombra lejana.
Y a veces, cuando sin una razón la mirada de las muchachas que conversan cae al suelo,
un espectro cierra el paso a su alegría con burlona mueca.
Entonces se estrechan más al amigo, con mano temblorosa lo toman del brazo,
como si ya estuviera tras ellas la vejez, arrastrando sus vidas hacia la extinción en medio de las tinieblas.

Manicomio

(Le Fort Jaco, Ucele)

Aquí hay vida que ya nada sabe de sí–
conciencia que se ha hundido mil brazas en el todo.
Aquí resuenan por fríos pabellones los corales de la nada.
Aquí hay sosiego, refugio, regreso al hogar, habitación de niño.
Aquí nada humano amenaza. Las miradas fijas,
que cuelgan perturbadas y espantadas en el vacío,
solo tiemblan ante horrores de los que han escapado.
Pero en algunos se aferra todavía lo terrenal a los cuerpos imperfectos.
No quieren abandonar el día que se desvanece.
Caen al suelo entre convulsiones,
lanzan gritos penetrantes en los baños
y se acuclillan gimientes y vapuleados
en los rincones.
Y sin embargo, para muchos están abiertas las puertas del cielo.
Oyen rodeándolos las voces muertas de todas las cosas
y la música del universo, suspendida en los aires.
A veces dicen incomprensibles palabras extranjeras.
Sonríen serenos y amables como niños.
En sus ojos ensimismados que nada corporal retienen mora la dicha.

Pequeña ciudad

Las numerosas callecitas que cruzan la larga calle mayor
van a parar a lo verde. Por todas partes empieza el campo.
Y fluye el cielo y el olor de los árboles y el fuerte aroma de los sembrados.
Por todas partes se extingue la ciudad en la húmeda magnificencia de los prados.
Y entre el recorte gris de los tejados bajos oscila
la montaña, por la cual trepan las vides, que brillan al sol con las claras varas que las sostienen,
pero arriba hay un pinar cerrado, que tropieza
como ancho muro tenebroso con la roja alegría de la iglesia de arenisca.

Al atardecer, cuando cierran las fábricas, la calle mayor está llena de gente.
Andan despacio o se detienen en medio de la calleja.
Ennegrecidos de trabajo y hollín. Pero en sus ojos hay aún
un poco de terruño, fuerza tenaz del suelo, y la luz majestuosa de los campos.


* Sobre la traducción: ver créditos.

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