Harold Bloom
Harold Bloom y Roberto González Echevarría (foto cortesía del autor)

Unas palabras más sobre Harold Bloom, de quien fui en una época muy amigo, y cuya muerte reciente he llorado. En los últimos años, con sus accidentes y enfermedades, no era fácil vernos. De él aprendí mucho, pero con serias reservas, que discutíamos a grito pelado en la sala de su casa, antes de pasar a hablar de béisbol (era devoto de los Yankees) o a chismes de colegas. Él me acusaba de afrancesado por mi admiración de Lévi-Strauss, Barthes, y cierto Derrida. Leí The Anxiety of Influence cuando salió en 1973. Yo estaba en Cornell, en Diacritics, y estábamos al tanto de todo lo que salía de crítica literaria. También conocí a Harold por esos años porque vino a Ithaca, Cornell era su alma máter, a dar una conferencia. Me impresionó su muy cuidada dicción y pausada manera de exponer. A esta artificialidad se sumaba su acento ligeramente británico, raro en alguien procedente del Bronx, donde el inglés tiene inflexiones propias muy peculiares. Me quedé un poco atónito por su teoría, cuyos fragmentos, las manifestaciones poéticas de la angustia de la influencia, con enrevesados nombres tomados de la retórica, se me hacían difíciles de entender. Pero me daba cuenta de que para Harold toda literatura era siempre además crítica.

Cuando regresé a Yale en 1977, Harold me buscó, me ofreció su amistad, y hasta organizó, como ya dije, cenas en mi honor en su casa con otras celebridades del momento como Paul de Man. ¡Qué generosidad! No hay que olvidar que, en la clase media norteamericana, sin criados ni cocinera, dar una cena representa un esfuerzo considerable –Jeanne, su esposa, cocinaba, mientras que Harold siempre lavaba la vajilla.

Yo pienso que Harold veía con satisfacción que, aparte de todas las teorías que yo manejaba, mi genuino interés por la literatura predominaba, y que mis autores preferidos eran los mayores de la lengua española: Cervantes, Calderón, Góngora, Carpentier. En efecto, que yo practicaba el acto de evaluación crítica y me inclinaba hacia lo canónico. Creo que, en términos generales, la mayor contribución que hizo Harold a la crítica literaria fue poner en primer plano hacer juicios de valor, algo que habitualmente se hacía de manera solapada, de soslayo, como con vergüenza. Harold sostenía que la labor del crítico era descubrir lo valioso, ensalzarlo y perpetuarlo. Esa fue, para mí, su gran lección, y además que el crítico americano, del Nuevo Mundo, debe ser original y hasta extravagante (esto era una pulla contra los timoratos críticos ingleses). Había que hacer ruido, llamar la atención, destacarse por encima de los entregados a modas pasajeras, para no hablar de los esclavos de ideologías dizque políticas, lo que él denominó “la escuela del resentimiento”. Harold tenía un gran talento para la invectiva. A las feministas que lo atacaban por patriarcal él las llamó feminazis (lo cual pegó), y a los anticuados profesores del Departamento de Inglés, los moldy figs, o “higos mohosos”.

Si Harold me tildaba de afrancesado, yo a él de romanticón, que no había trascendido las doctrinas de los románticos ingleses a los que había dedicado sus primeros libros. Pero yo estaba de acuerdo con sus ideas mayores, que he podido poner en práctica en un medio, como el latinoamericano, en que el marxismo y sus derivados constituyen una clerecía cuyos principios predominan en todo lo escrito, generalmente por individuos que nunca han leído a Marx. Ninguno ha dado una obra digna, por cierto.

Pero yo tenía una visión crítica de Harold que se me hace más profunda y que en realidad nunca llegué a discutir con él. Lo de la angustia de la influencia me parecía válido, tal vez, para la literatura romántica y posromántica en las que el yo del autor, en tanto que autor, está siempre en juego, y su relación con los precursores puede ser importante, y hasta decisiva. Pero en el Renacimiento los escritores querían imitar a los clásicos, y todos los poetas querían ser Petrarca, y los españoles Garcilaso. La ansiedad consistía en lograr la imitación más perfecta posible. Con Freud como base, el mundo literario de Harold es contencioso, e irónicamente basado en el resentimiento.

Aludo con esto a un componente nunca mencionado de Harold, por ser algo delicado e íntimo, pero fundamental: su judaísmo. Nació en el Bronx, en 1930, en el seno de una familia judía ortodoxa de clase trabajadora. Fue un niño prodigio que leyó montones en las bibliotecas públicas a su alcance. Así llegó a Cornell con una beca, porque de otro modo esa universidad habría estado fuera del alcance económico de los Bloom. Es decir, Harold creció en los años treinta y cuarenta en la época en que los judíos europeos estaban siendo sometidos a las peores atrocidades en la historia de la humanidad, y el antisemitismo, a su manera, también cundía en los Estados Unidos. Esto, además de las enseñanzas en su hogar y en la escuela judía suplementaria a la que asistía aparte de la pública, dejó una huella profunda e indeleble en Harold, que marcó su obra crítica. En sus inicios y después, Harold se opuso sostenidamente a T. S. Eliot, quien en los cuarenta y cincuenta presidía sobre la crítica en lengua inglesa; era el príncipe de la Nueva Crítica. Eliot era antisemita, y su maestro Ezra Pound, un fascista en toda la regla. Harold puso rodilla en tierra y luchó, a la postre con éxito (pero él no fue la única causa), contra la dictadura de Eliot –manifiesta en departamentos de inglés en las universidades norteamericanas, como en el de Yale, donde Harold hizo su doctorado y toda su carrera de profesor.

Pero el rastro más visible del prejuicio judaizante de Harold se encuentra en su popularísimo libro The Western Canon: the Books and School of the Ages (1994). El abarcador conocimiento que despliega Harold de la literatura occidental es notable, aunque sus juicios son en su mayor parte convencionales, sólo que expresados con su arrebatadora tendencia a la exageración y a lo axiomático. Pero no debe olvidarse que la única lengua que Harold conocía era el inglés (aunque decía saber el yiddish), así que, fuera de las obras escritas en esa lengua, todo lo demás lo leyó en traducciones. El libro es la obra de un profesor de inglés. La mayor falla de The Western Canon, sin embargo, es la total omisión de los Evangelios. Esas cuatro versiones de la vida y muerte de Cristo constituyen la base de toda la tradición occidental, que es esencialmente cristiana. Es un vacío inmenso que debilita los cimientos del libro de Harold.

Mi otra discrepancia con Harold es más técnica. Él analiza los textos a partir de su contenido. Siempre llegamos al mismo callejón sin salida sobre la inevitabilidad de la muerte, expresado con una vehemencia y belleza retórica extraordinarias. Formado en la filología, la estilística y el estructuralismo, yo trabajo el texto de manera más cercana, al nivel léxico y sintagmático, y si hay una meta predecible sería cuando se llega a la imposibilidad de expresar lo que se quiere expresar. El modelo tal vez sea Leo Spitzer, pero con claras influencias de Paul de Man y Jacques Derrida. En esa dificultad de significación se aloja lo literario, a mi ver. En torno a ella gira mi discurso crítico.

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* Este fragmento pertenece al libro inédito “Memorias del archivo: una vida”, de próxima aparición en el catálogo de la editorial sevillana Renacimiento.

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ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Roberto González Echevarría (Sagua la Grande, Cuba, 1943). Investigador y ensayista. Es miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias y Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale. Impartió cátedra en Cornell (1971-77), donde fue uno de los primeros editores de la revista Diacritics. Ha dado conferencias en Estados Unidos, Canadá, Hispanoamérica y Europa, y fue el primer hispanista en dirigir un seminario en la School for Criticism and Theory. Entre sus libros destacan Myth and Archive: A Theory of Latin American Narrative (Cambridge, 1990), Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home (1977), Isla a su vuelo fugitiva: ensayos críticos sobre literatura hispanoamericana (1983), La ruta de Severo Sarduy (1986), entre otros. En 2004 la revista Encuentro de la Cultura Cubana (Madrid), n. 33, le hizo un homenaje. En marzo del 2011, el presidente Barack Obama le otorgó, en la Casa Blanca, la Medalla Nacional de Humanidades. Ha recibido becas de la Guggenheim Foundation, la National Endowment for the Humanities, el Social Science Research Council y la Fundación Rockefeller, entre otras. Su trabajo ha sido publicado en español, inglés, francés, alemán, portugués, polaco, italiano, persa y chino. Ver más de RGE aquí.

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