Yo preferiría, con mucho, ser feliz a tener la razón
Adam Douglas, Guía del autoestopista de la galaxia
Hay gente que camina sobre los puentes suspendidos como si fuera tierra firme
Jian Nan
Para mí, Héctor Trujillo es apenas un nombre sonoro. Eso, y una foto pequeñita junto al link de un perfil de Facebook al cual no me atrevo acceder desde el móvil, por temor a que se gasten demasiados megas de mi siempre tembloroso paquete de datos. No sé nada de él ni de su obra. Ni siquiera tengo un número telefónico. Así que mientras aparece una vía económicamente viable de revisar Internet, tengo que conformarme con esa imagen minúscula, de siete por once milímetros. Una jaba roja, bocabajo, suspendida sobre un fondo naranja.
Trato de pensar en un simbolismo adecuado y todo lo que me viene a la mente es mi amigo Virgilio. Si llegara a encontrarse en el camino una jaba roja bocabajo, probablemente se encerraría en su cuarto un mes. O dos. Él vive sumergido en un océano de cábalas y elucubraciones, y decide si vale la pena salir a la calle por la forma en que caen las hojas de la mata de yagruma del vecino.
Ya tengo algo que agradecerle a Héctor Trujillo, tocayo mío de iniciales. Ha hecho que piense en alguien a quien quiero mucho y veo poco. Se supone que para eso sirve el arte, para conectar con uno mismo y con los demás. Reconozco que la vía es un poco retorcida pero no deja de ser un buen comienzo. Sigo buscando. No soy tan exigente. Me conformo con un anuncio o el comentario de algún periodista. Me sirve cualquiera y aun así no encuentro mucho: un perfil en Linkedin, referencias a su participación en la Bienal de La Habana y en la #00Bienal. Dos artículos escritos por la misma persona, uno en español y otro en inglés. Uno de ellos con una galería de fotos asociada.
Los artículos me hablan de arte contextual, pop, Paul Ardenne y Jan Świdziński, street art, graffiti, bad painting, naïf, creación colectiva y povera. Demasiadas cursivas. Precisamente el tipo de coctel que me da dolor de cabeza. Cierro los ojos y enseguida se materializa en un estudio de televisión un sujeto escuálido, con barba falsamente descuidada y un t-shirt azul. Dice, como si fuera una verdad suprema, que el trabajo de Héctor Trujillo es es-pec-ta-cu-lar, que su inspiración es el entorno urbano y que él (el escuálido) sí le va a Industriales. Me molesta que un ciudadano como aquel hable de pelota. Me molesta el secuestro de los capitalinos del término ciudad, como si el setenta por ciento de este país no estuviese urbanizado, según las estadísticas.
Entonces abro los ojos y veo que todo está en mi mente. No hay tipo flacucho, ni estudio de televisión, y sí un par de textos por leer. Según ellos, Trujillo es un creador a tiempo completo al que la crítica no le ha puesto mucha atención. Nunca se sabe qué esperar de él. Es difícil de encajar en algún estilo. Palabras dichas otras veces, de otra manera, sobre otra gente. Pero ahora me las creo, quizás porque me gusta la redacción, y también porque recuerdo a Pedrito Valerino, a quien se acusó de no tener estilo y acabó moviéndose con igual soltura en la artesanía, el diseño de interiores, la pintura y la restauración. Pedrito, que tomaba como inspiración lo mismo la Serie Nacional de Béisbol que una revista de turismo, y tenía cuadros por los cuales estuve a punto de dejarle de hablar y otros dignos de estar colgados en el MOMA.
No se le puede hacer mucho caso a los críticos, siempre atados a su mundo de referencias. No es que sean malas personas, aunque a veces parezca que deliberadamente ensalzan o ignoran a un artista. El problema es más serio. Todos ellos, incluso los que no escriben ni hablan en los medios, pero opinan (y deciden) desde su posición de funcionario-ilustrado o artista-ya-establecido, son culpables, dicho sea al estilo guevariano, del mismo pecado original: intentar traducir a un lenguaje común lo que es una experiencia íntima y personal. Y no importa que esta comunidad sea un grupo cerrado de colegas, amigos (o enemigos). En materia de disfrute e interpretación del arte, todo lo que vaya más allá de uno mismo es pura multitud. Para mí, el primer Jackson Pollock siempre me remitirá a Los cuentos de Mamá Oca y estaré eternamente bien dispuesto hacia todo lo que haga Cirenaica Moreira porque me encanta su nombre. Ante la obra se está siempre solo, y hay sólo una pregunta válida: me gusta o no me gusta.
Y la respuesta es sí, me gusta. Sé que no es la obra en vivo. Sé que los colores se distorsionan. Sé que despojadas de su contexto, legitimadas por el lente, las piezas ganan en autonomía y glamour, y hasta parecen mejores de lo que en realidad son. Y qué, ¿eso también es el arte, no?
De todas maneras me alegra comprobar que no me han engañado. Vistas en conjunto, las obras parecen formar parte de una exposición colectiva. Es como cambiar de artista en cada clic. Aparentemente no hay tanto en común entre la (por la expresión de la modelo) insolencia pop de Desconocida 01, la apropiación grafitera de Electra, el colorido semicarnavalesco de Naraanja y esos trabajos sobre madera que me hacen pensar en Carlitos Gil, tatuador, poeta y pintor que tuvo el coraje de inventarse un Santiago de Cuba abstracto, ocre, moteado de chapapote, a pesar de los maestros que la han retratado con minuciosa veracidad y misterio.
Pero aquellas piezas totémicas del santiaguero poco tienen que ver con Trujillo, mucho más tradicional. Hay que admitirlo, estos tablones recuperados (no me imagino otra cosa dado el precio de la madera) suelen formar parte de propuestas instalativas, lo cual no tiene nada de malo excepto por el hecho de que algunos agarran una tabla cualquiera, le colocan una cabeza de Barbie, media bandeja de aluminio, y dos pomitos plásticos y un lazo, le ponen un título al estilo Decepción en agosto No. 34, y dicen que es una instalación. El capitalino, en cambio, dice no al demonio de lo improvisado, por muy tentador que sea. Sin renunciar a las venas naturales del material y sin llegar a la exquisitez de la pintura religiosa (siempre hay que pensar en pintura religiosa cuando se trabaja sobre madera) su ejecución es limpia y serena. Un acabado excelente para un abanderado del reciclaje.
Y supongo que parte de esa limpieza tenga que ver con el uso de plantillas que me ha sido advertido. Por supuesto, me ayuda saber que se ha usado el spray. Pero lo adivino, sólo lo adivino, en las caras que se repiten con exactitud y también en esos elementos ornamentales, cuya inspiración pudieran ser lo mismo las clásicas volutas, la herrería y los tatuajes, que la bisutería, los mosaicos, la heráldica, las telas estampadas, las vajillas, el reverso de las cartas y aquel decorado de miedo de los animados de Tusa Kutusa. A veces ocupan toda la superficie, otras apenas se insinúan, como en aquella Decoración, que parece arrancada de una estructura más grande, tal vez una hermosa casa en ruinas. La mayoría se mezclan con rostros para esconderlos o realzarlos, y al menos en una ocasión (Dragón Chino), se me antoja que toda la composición ha sido hecha a base de fragmentos, para que nosotros podamos ensamblar nuestra propia obra.
Son estas formas las que amenazan con definir el estilo de Trujillo. Sobrevuelan las piezas que tengo a mano. Son añadidos que aportan un toque de elegancia, ternura, burla, algún dolor oculto, a las fotografías caladas (la técnica no me queda clara, pero no importa), y les dan cuerpo a los ¿lienzos? que giran, de manera más evidente, en torno a figuras o rostros de mujer. No se notan tanto en Sunshine y Muchacha y mariposa. Ni falta que hace, esa muchacha (mismo modelo, misma plantilla) agachada, hermosa, inteligente, inalcanzable, como parecían todas en mi primer viaje a La Habana, basta para partirme el alma. En Muchacha por la mañana, mi favorita, son como pausas en una orgía de color. Por una cuestión de carácter tanto colorido debiera espantarme, pero en cambio, condicionado por el título, busco entre los trazos el indicio de ojeras, secreciones, marcas de sábana, granos y hasta olores que las mujeres tratan de ocultarnos sin saber que, si las ha sorprendido el amanecer, no hay vuelta atrás. No es una obra del todo alegre, sin embargo. Hay demasiado oculto en el frente y demasiado gris en el fondo.
Es, eso sí, una pieza modelo. Mucho en común con las ya mencionadas Naraanja (una es casi una versión de la otra), y con Electra (Mile), de una visualidad más alejada. Son como dípticos no declarados. De un lado una figura, y del otro, un plano más cercano de la misma, a veces un detalle. Es como ver una viñeta de cómic. Es publicidad y cine. El tipo de cosas que valdría la pena reproducir a tamaño gigantesco a la entrada de cualquier ciudad.
A estas alturas ya alguien ha cedido a mis presiones y me ha abierto las puertas de su oficina y su PC. Así que, por fin, salto hasta el perfil que antes no me atrevía a abrir y noto al instante que Pedro Valerino es un amigo en común. Trato de conectar ambos universos y no lo logro. Pedrito es bastante fiel al lienzo y a los grandes formatos. Trujillo está todo el tiempo a la caza de cualquier material. Lamento no poder enviarle un grupo de CDs viejos que él reclama desde el muro de Facebook. Supongo que el ritmo de su pensamiento no se acopla al paso del día. Supongo que, como Pedrito, es capaz de decirte una idea genial como si estuviera hablando de lavarse los dientes. Y eso hace que, de cierto modo, me decepcione su página.
No hay obras allí. Reconozco en una de las fotos personales su cara, que ha usado como motivo en una de las piezas que ya vi. Lo demás son fotos de casas o partes de casas. Una vivienda de madera, en Los Pocitos, desvencijada. Me digo: otro más protestando por los problemas de vivienda, pero no hay etiquetas problemáticas. Sólo #monumentoviviente y #marianaovivi. Aparece una segunda casa de madera, que mantiene dignamente sus dos pisos en pie. Y me digo: otro abanderado de lo cool dentro de la pobreza. Y entonces veo un par de casas más, prósperas, hijas del racionalismo, y con tanta área exterior que me hace dudar si estamos en Cuba.
Después vienen celosías y baldosas. Las baldosas están en el interior de una casa en Ayestarán. No hay declaraciones, sólo imagen. Pienso en la calidad de esas losas de otra época. Pienso que Trujillo quizás trabaje como albañil de vez en cuando. Pienso que estas imágenes también son obras, aunque sienta que pude haberlas hecho yo, y el autor no se haya tomado el trabajo de ponerles título.
Tampoco le puso título a la imagen del perfil, que ahora puedo ver en toda su dimensión. Dios santo. No se puede confiar en los móviles ni en mí. Para empezar, la jaba roja no es sólo roja, y no se encuentra suspendida en el aire, sino cubriendo una cabeza que según los comentarios es la del pintor. Una amiga pregunta si lo han secuestrado y a mí se me parece más a un encapuchado, como aquel que en las fotos interiores del Big Calm de Morcheeba lanza botellas a los tanques. El fondo pudiera ser una pared de azulejos, o tal vez uno de esos calados que ya sé que se le dan de maravilla. No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que sea una fotografía. No tengo pie de obra ni etiqueta para guiarme y con estos muchachos nunca se sabe.
Aquí debiera terminar, y de hecho lo hago, pero una buena amiga me hace entender que si quiero escribir sobre un artista debo hablar mas del artista y menos de mí. Y aunque tiene razón no doy mi brazo a torcer. Argumento que no tengo cómo contactar con el tipo, y ella me lo sirve en bandeja: teléfono, presentación virtual, nombre de la novia. Me quedo sin argumentos para no hacer lo que no quiero hacer, que es contaminar mi criterio, o lo que es peor, descubrir que mis opiniones son un montón de sandeces, o que el artista es un gruñón arrogante.
Todo tiene su lado bueno, sin embargo. Se aclaran muchas cosas. La repetición de imágenes forma parte de un concepto bien elaborado. Las baldosas son en verdad una referencia. Las plantillas se hacen con placas recuperadas de rayos X, y a veces sirven como obras en sí mismas, lo cual explica, creo, la llamada M, que lleva hasta al límite las posibilidades expresivas de una simple letra.
Nuevas piezas me llegan en avalancha. Héctor Trujillo dice buscar la belleza en el entorno en que se mueve y vaya si lo hace. Entiendo que le motivan los lugares públicos, pero ahora está a otro nivel. Crea sus propios entornos, ideales, para luego intervenirlos. Fondos uniformes, regulares, y por encima, casi rabiosamente, una cabeza humana o un animal. Tengo que hacer caso de la información y creer que son calados en papel, aunque la riqueza de la (simulación de) textura me haga pensar en otra cosa. Hay toda una serie, inspirada “en las imágenes que crea la luz sobre la superficie del agua”. Instante en el agua, se llama, y lo obvio del nombre no le quita un ápice de delicadeza. Luego vienen serigrafías y xilografías sobre el mismo material, tan realistas, que creería estar en una tienda de cerámica si no fuera porque sé que nadie está tan loco como para sostener una losa de gres de 50 x 50 cm con la punta de los dedos. Serigrafías similares sirven para empapelar techos y paredes del interior de un edificio que, a partir de ahora, podría servir de escenario a una película sobre príncipes árabes y sus harenes y palacios. No sé si es a estos espacios que se refiere Trujillo cuando habla de “arquitectura casi extinta por el abandono del tiempo”. El que sí estoy segurísimo que entra en esa clasificación es esa casa de Los Pocitos, soporte del mural que, hasta donde sé, es su más reciente trabajo. El muchacho de El Cerro se erige aquí en albañil de lo imposible. El único individuo capaz de enlosetar la madera. El logo de la fundación Tercer Paraíso de Michelangelo Pistoletto, uno de los principales artistas y teóricos del arte povera, cubre la pared lateral de la casa. El relleno imita a los azulejos y el efecto tridimensional de la sombra hace pensar en una estructura adosada. Al acercarme, perdón, al agrandar la imagen, veo lo que sé desde el comienzo: es sólo pintura. Sobre las tablas, sobre las ventanas y, brevemente, sobre la pared de mampostería de lo que supongo es el baño o la cocina de la vivienda.
No quiero terminar, y prometo que lo haré pronto, sin hablar de la serie El mundo de los museos, inspirada, espero, en una pinacoteca del mismo nombre. Ya sé que Trujillo no es ajeno a la experimentación con obras ya hechas. Pero no son lo mismo las fotografías que le fueron cedidas por amigos, que los clásicos, aunque sean reproducciones. Si aquella vez se limitaba a pequeños elementos, que provocaban cierto distanciamiento a lo Brecht, ahora se trata más bien de un desafío. Un mira lo que hago para mejorar esto. Hay una visualidad de collage, una recolocación de fragmentos y detalles. Sus víctimas (o sus homenajeados, según se mire) vienen del Renacimiento y el Barroco. Lucas Cranach el Viejo (una de las varias versiones de Cáritas) es enriquecido con un ambiente op-art. De La última comunión de San Francisco (Rubens) sólo interesan los dos angelitos y la cabeza del santo. Los cuatro apóstoles (Durero) necesitaban un poco de colorido y decoración para atenuar la gravedad de sus rostros. Ni siquiera Jean Fouquet le parece suficientemente raro. Sus ángeles monocromos, azules y rojos, su Virgen, robótica y sensual a la vez (La Virgen con el Niño y ángeles), sufren por igual el delirio expresivo de Héctor Trujillo. Rubens aporta también la joya de la corona. Cristo crucificado entre dos ladrones (o La Lanzada) es probablemente la pieza más dramáticamente intervenida. Despojada casi totalmente del fondo, sangre colorida brotando del pecho de Jesús y del Mal Ladrón, líneas azules que atan, anulan a la Virgen. Una manera artificiosa de resaltar la enorme atrocidad que significa la crucifixión del Hijo del Hombre.
Hasta aquí puedo entrever un estilo: ese actuar de niño travieso, dejando su marca en el cemento fresco. Pero qué haré cuando vuelva a mutar y no sean reconocibles las plantillas, cuando no me encuentre esas cabezas que se sostienen en ningún lugar, esos efectos de silueta en el rostro. Tendré que recurrir a la cualidad Kate Beckinsale. Explico: ella es el tipo de mujer que cambia el rostro con cada peinado. Así que si veo una buena película y la actriz me resulta conocida pero no puedo definir el nombre me digo: Ah, debe ser Kate Beckinsale. Y pocas veces fallo.
Para mí es suficiente. No necesito que tu nombre, sonoro pero poco exclusivo (lo llevan un funcionario corrupto de la Federación de Fútbol de Guatemala y, al menos, otro artista plástico latinoamericano), signifique irremediablemente algo. Cuando así sea te habrás convertido en un ícono mundial, más allá de todo cuestionamiento, y tendremos que llamarte El Héctor, como al Benny (Moré) o al Michael (Jackson). Y no está mal, sobre todo por la economía, pero no hace falta tanto.
Me basta con encontrar una pieza que me anime, decir me cuadra, la tendría en mi casa. Y después enterarme de que el autor es Héctor Trujillo, ese chamaco de El Cerro. Pensar, ya decía yo, y alegrarme de que aún estés en forma, porque los artistas que te gustan son como viejos amigos o conocidos a los que no ves tanto, pero recuerdas aquella vez que, sin saberlo, hicieron que no te derrumbaras en un momento en que no andabas demasiado bien. No se le puede pedir más al arte. Sólo un poco de belleza en los malos tiempos. Algo de lo que sostenerse en los peores.