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James Salter: la paz reina en las cumbres

En 'Solo Faces', de James Salter, el protagonista debe garantizar su existencia en un mundo sin dioses, indiferente al hombre y todos sus afanes.

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Anota en su diario de Borges, Adolfo Bioy Casares: “Visito a Borges. Me dice que los norteamericanos no saben ser realistas. Pueden ser románticos, como Poe. Pueden ser Melville, Hawthorne o Faulkner, pero cuando quieren ser realistas no son convincentes y son sentimentales. Cuando quieren ser muy duros –ser Hernández o Ascasubi– se vuelven indefectiblemente lacrimosos”. Por insostenible que resulte, esta afirmación borgiana no debería sorprender a nadie familiarizado con el mayor escritor argentino y sus obsesiones: después de 1960,[1] atenazado en igual medida por la ceguera, la fama, el dinero y la desdicha (“el antiguo alimento de los héroes”), Borges se había parapetado tras su concepción del fenómeno estético como si se tratase de una cámara acorazada, y le resultaba imposible admitir que existiese algo más allá de su muy idiosincrásica noción de lo que debía ser la literatura.

Así, sus juicios de valor sobre cuestiones estéticas ya no eran meras opiniones sino decretos definitivos, inapelables ucases que él prodigaba sin conocer jamás la duda.[2] Como es natural, a menudo se equivocaba, ¡y de qué manera! Sin embargo, es mucho lo que podemos aprender incluso de sus excesos retóricos:[3] en efecto, basta con invertir los términos de la frase citada y nos encontramos inmersos, abruptamente, en el vórtice mismo de cualquier indagación ambiciosa sobre los modos de representación en la narrativa norteamericana. Pues, ¿acaso es posible dudar de que esta literatura (o al menos su principal tendencia) constituye precisamente la apoteosis del realismo?:[4] si Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Mailer, Ellroy y Cormac McCarthy no son “realistas”, entonces, ¿quién podría serlo? En cuanto a Hernández y Ascasubi, por mucho que admiremos sus textos, es preciso reconocer que son la dulzura misma comparados con Blood Meridian. Pero ni siquiera es necesario mencionar a estos ilustres autores para refutar la invectiva borgiana: hay, en este casi infinito espacio literario, decenas de obras maestras inexplicablemente olvidadas que lo consiguen sin el menor esfuerzo: pienso en Fast One (1934), de Paul Cain,[5] en Hard Rain Falling, de Don Carpenter; también –sobre todo– en la extraordinaria narración Solo Faces, de James Salter.

Existe una mediocre novela inglesa que parece haber sido escrita con el exclusivo propósito de forjar un título memorable: The Loneliness of the Long-Distance Runner.[6] Esta afortunada coordinación de palabras resulta singularmente apropiada para expresar, con las permutaciones de rigor, cualquier situación en la que un individuo debe afrontar circunstancias de la mayor dificultad imaginable, allí donde solo su coraje, habilidades y mera voluntad de sobrevivir podrán, tal vez, garantizar su existencia en un mundo sin dioses, indiferente al hombre y todos sus afanes: ciertamente no conozco un subtítulo mejor para el libro de Salter.

En Solo Faces todo gira en torno a Vernon Rand, un áspero, huraño y lacónico alpinista profesional que, por algún motivo jamás develado, lleva más de una década sin escalar montaña alguna y sobrevive realizando trabajos ocasionales en el sur de California. Un día, sin embargo, decide enseñar a un conocido los fundamentos del deporte y, mientras suben –se trata de un ascenso relativamente sencillo– Rand tropieza con su amigo Jack Cabot, otro alpinista del más alto nivel, y este le menciona que pronto escalará el Mont Blanc, una de las cumbres más difíciles del mundo. Para el hasta entonces apático protagonista, aparentemente resignado a su vida monótona, la noticia supone una auténtica conmoción: “Rand notó los latidos del corazón, lentos, envidiosos. Se sentía desdichado, abrumado de pesar […] recordó su juventud: tras un comienzo brillante había desertado. Algo se le había debilitado. Sucedió cuando tenía veinte años, mucho tiempo atrás. Era como un animal que ha hibernado en un rincón, a la sombra de un seto o un granero, y una mañana, sucio de barro y aturdido, se sacude y vuelve a la vida. Sentado allí recordó la gloria de tiempos pasados. Recordó la emoción de la altura”.

A partir de ese momento, en nada sino en su antigua pasión, hallará contentamiento: escalar es para él un rito sagrado, una ascesis, una forma casi perfecta de estar en el mundo sin pertenecer a este. Así, viaja a Chamonix, Francia, sin dinero, sin planes, sin boleto de regreso, para escalar las más arduas cumbres del Mont Blanc; una sola idea lo atenaza con apenas soportable intensidad: escala o perece: Rand es “el equilibrista que avanza descalzo sobre un alambre de púas”:[7] no hay nadie tan tenaz, frío y habilidoso como él; tampoco nadie tan fatalista: oscuramente intuye que perecerá, inexorablemente, en una de sus escaladas,[8] pero en vez de sentir miedo, experimenta una curiosa exultación que lo conduce a los límites mismos de lo posible: los demás alpinistas contemplan sus hazañas con una mezcla de admiración y estupor: ¿de dónde ha salido este adicto al peligro? No comprenden –no comprenderán jamás– a un tipo como Rand: su desdén por toda convención, su temeridad casi suicida, la agonía y el éxtasis que experimenta al conquistar una montaña.

“La paz reina en las cumbres”, escribe Goethe en uno de sus poemas y, aunque, como es obvio, el verso nada tiene que ver con el alpinismo,[9] describe a la perfección la serenidad casi budista que embarga a Rand en la cima del Mont Blanc: tras la exultación inicial, sobreviene una calma que no es de este mundo: el protagonista se siente invulnerable, más allá de la vida y de la muerte, sensación probablemente ilusoria pero no por eso menos estimulante. Tras una experiencia como esa la pregunta no es ya por qué escalar sino cómo es posible que alguien no lo haga.

En este punto, no resultarán superfluas, según creo, algunas observaciones sobre el estilo del relato. Aunque James Salter es un artífice de considerable refinamiento –pienso aquí en novelas como Light Years o A Sport and a Pastime— la grandeza estética de Solo Faces no reside en la complejidad de su arquitectura narrativa,[10] sino en la extraordinaria representación del protagonista, sin duda alguna uno de los tough guys más memorables en la literatura norteamericana contemporánea; y en las sinuosas metamorfosis de su estilo: una prosa dúctil que oscila entre el minimalismo extremo refractario a cualquier “poesía”[11] (la exactitud es ahí la meta) y un exuberante lirismo que brota de forma inesperada: “Una singular pared de granito, gris y aislada, se elevó en la imaginación de Rand separada del paisaje, más inconfundible aún. Oscuro, con líneas negras que caían como lágrimas, un templo babilonio derrumbado por los siglos, las columnas y los pasadizos desgajados, los enormes fragmentos cayendo desde miles de pies de altura hasta estrellarse en las lajas de la base, legendario, inescalable durante décadas: el Dru”.

Esta tensión entre dos estilos en apariencia incompatibles confiere al texto su perdurable extrañeza: pocos autores consiguen articular con tal destreza una urdimbre verbal semejante. Y eso no es todo: Salter también inserta pequeñas digresiones ensayísticas sobre el alpinismo profesional que le permiten ralentizar el movimiento –en ocasiones frenético– del relato: sutiles modulaciones de la diégesis que, ciertamente, la separan de cualquier mera “narración entretenida”.

Pero regresemos al análisis del enigmático protagonista: ya he observado la cualidad casi sacramental que, pese a su absoluto ateísmo,[12] para él posee escalar las montañas más arduas, y este rasgo, prominente desde el inicio mismo de la novela, solo se intensifica con el paso del tiempo: “Lo había acometido la pasión por la escalada […] su ambición nunca había sido extraordinaria, pero eso cambió después del Dru. Un júbilo enorme, indestructible, una plenitud secreta lo poseía,[13] más allá de toda dificultad, más allá del dolor mismo”.

Y después, en una de las poquísimas veces que condescendió a escribir sobre sus experiencias:[14] “Me ha sucedido una cosa rara: he perdido el miedo a la muerte. Últimamente solo escalo en solitario. No puedo explicarlo”. Y nosotros tampoco… pero algo está claro, sin embargo: el alpinismo no es aquí sencillamente un deporte sino un camino de perfección secular, una vía dolorosa para los que han rechazado “el soborno del cielo” (Bernard Shaw). Tras comprender esto a nadie puede sorprender que, tras varios años en los que su adicción al peligro lo conduce al límite más extremo,[15] Rand decida que sólo el Eiger[16] será, acaso, suficiente para colmar su sed de absoluto: hacia el final del relato acomete el ascenso y desaparece –quizás para siempre– en las cumbres glaciales: taciturno, sombrío, inescrutable, un hombre solitario siguiendo rumbos desconocidos.


Notas:

[1] Tras compartir el premio Fomentor con Beckett, Borges, que había vegetado en la oscuridad casi absoluta durante treinta años, se convirtió en uno de los artistas verbales más famosos de su época.

[2] Y en esto iba mucho más allá de la estrategia que Piglia definió memorablemente como “lucha de poéticas”: entre 1930 y 1940 declaraciones como “Thomas Mann es un imbécil” o “cualquier relato de Stevenson es superior a toda la obra de Goethe” son comprensibles: el hombre buscaba crear un espacio para su obra. Pero, tras alcanzar la fama, estas boutades se intensificaron: al parecer había terminado por creer en su propia mitología.

[3] También resulta posible conjeturar que muchas de estas frases no tenían otro objetivo que epatar a los lectores y, en cualquier caso, casi siempre resultan ingeniosas: “Periodista: ¿Qué piensa de Sartre?; Borges: “Caramba, no suelo pensar en Sartre”.

[4] En el estrecho sentido que Borges parece conferirle a un término que, en rigor de verdad, es mucho más complejo. Pera esa cuestión no nos concierne aquí.

[5] Una novela negra cuya brutalidad y radicalismo estilístico prefiguran toda la obra de James Ellroy.

[6] La soledad del corredor de fondo.

[7] Poema soñado por el cínico escritor Marconi en Respiración Artificial, de Ricardo Piglia.

[8] Este desdén por el peligro recuerda los famosos versos de Yeats: “I know that I shall meet my fate somewhere among the clouds”, en su extraordinario poema “An Irish Airman Foresees his Death”.

[9] Sospecho que lo único que Goethe escaló en su vida fueron las escaleras del palacio ducal en Weimar.

[10] La estructura es bastante convencional, con narrador omnisciente en tercera persona, progresión lineal de la trama, ausencia de monólogos interiores o cualquier otra técnica más o menos sofisticada (aunque sí utiliza con cierta frecuencia el estilo indirecto libre).

[11] Oraciones cortas, secas, precisas: “Era mediodía. El cielo estaba limpio, el aire quieto. Marchaban sin hablar. Nevaba. Había placas enormes. El Dru, visible desde el glaciar, se había ocultado”.

[12] El tipo solo cree en sí mismo: su voluntad, su habilidad, su coraje.

[13] Los otros personajes también lo perciben: “A pesar de su aspecto desaliñado, lo encontraban francamente bien. Le brillaban los ojos. Estaba pletórico de vitalidad. Hablaron de eso después. –Parece una especie de santón, dijo Carol”.

[14] Hay algo desconcertante, casi atávico, en el rechazo del personaje por la escritura y su obsesión con los enigmas: “Creía que la auténtica forma de las leyendas era oral. No deseaba que conociesen su nombre. No quería que lo catalogasen”.

[15] Ante su temeridad casi delirante –que va mucho más allá del “culto al coraje” tan apreciado por Borges en la poesía gauchesca o las sagas islandesas–, uno de sus escasos amigos pregunta, perplejo: “¿Crees en la muerte, Rand?; Rand: No sé”. Respuesta asombrosa incluso para alguien cuyo ideal siempre había sido “escalar como si la cuerda no existiera”, pero que resulta absolutamente compatible con el credo de un místico ateo (aunque, como es natural, Vernon Rand, el más suspicaz de los hombres, rechazaría semejante definición).

[16] La más ardua y peligrosa montaña de Europa.

UBALDO LEÓN BARRETO
UBALDO LEÓN BARRETO
Ubaldo León Barreto (San Antonio de los Baños, 1981). Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana.

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