Como una grulla, parado en una pierna.
me corto la otra
y te la ofrezco, hermano
para que al fin conozcas
el sabor de mi carne
Virgilio Piñera
Cuando la obra de un artista visual, en su constante devenir, va sumando un número significativo de símbolos, códigos y otras señales que se relacionan con lo enigmático y nos conducen por diferentes caminos tanto a lo mítico como a lo místico, ese trabajo, que se va gestando desde la intensidad del nervio y sus lógicas fluctuaciones, se adueña de un espacio que, sobre todas las cosas, lleva impresa la huella caprichosa de su sujeto protagónico; tras esa experiencia arribo a la parcela que dentro del panorama del arte cubano contemporáneo le corresponde a Jesús Selgas (Cienfuegos, 1951).Territorio donde saltan a la vista la hegemonía de lo singular y el acto creativo como una cuestión ineluctable, un destino al que resulta imposible presentar la renuncia y con celeridad se transforma en energía o fuerza capaz de generar las más sorpresivas ficciones.
En el trabajo de Selgas se establece un diálogo donde el cuerpo se presenta en diferentes estadios y transiciones, primeramente hablemos de un cuerpo con indiscutible profundidad filosófica (conceptual y estética), capaz de contener tanto lo tangible como lo intangible que forma parte de cada una de las piezas: dentro de él respiran los otros cuerpos, figuras que contemplamos, seres y cosas sustraídos de la existencia lineal para que con eficacia sean capaces de representar un carácter pictórico y una voz que se adueña de manera irreverente de lo figurativo; enriqueciendo dicho lenguaje y colocándolo en cierta aventura expresiva totalmente diferente y, por lo tanto, revolucionadora. En ese espacio orgánico visualizamos al cuerpo que surge para representar deidades y encarnarlas según la exigencia de cada segmento narrativo y también palpamos al cuerpo humano, sin el cual prácticamente no tendríamos conflictos ni la necesaria complejidad que exige la imagen, pero que en este contexto se acopla a la regencia de los otros cuerpos mencionados.
Ya sabemos que la religiosidad es uno de los ejes esenciales en su poética, el amplio sendero donde fabula ayudando a dilatar la capacidad imaginativa del espectador. Selgas que lleva en sí los diferentes modos de creer a los que se expone el cubano, logra ser diáfano en esas tendencias, y sobre todo su imaginería se muestra a la altura de las grandes exigencias que significa seguir el rastro de la fe entre nosotros.
En algunas de sus piezas, se entremezclan sentimientos provenientes de la autobiografía, con el amplio caudal de las creencias que constituyen fondo sustancial del frenesí visual, donde además interviene una especie de fricción con lo que reconoce la norma como lógico, para provocar pinceladas de un absurdo que respalda la sospecha de lo filosófico y alude con controlado sarcasmo a rasgos que definen la vida en la Isla. En esta medida, la pintura de Jesús Selgas se aboca consciente o inconscientemente al abismo piñeriano, así nos desconcierta y seduce de modo simultaneo, utilizando la disparidad del ensamble como una forma premeditada de violencia contra la imagen, para que al llegar a ella nos sintamos ante lo desconocido que es capaz de nutrirnos y sorprendernos.
En la dinámica creativa de Selgas el camino hacia la imagen incluye desafiar la densidad urbana, partir del dibujo que convierte al boceto en una instancia de vigor y estimulo. La preparación de la pintura más parece un evento mental que mecánico, ahí está presente la energía capaz de concretar el gesto y transformarlo en suceso estampado sobre la tela, esto se desenvuelve como un ritual que no pocas veces suele desembocar en una alianza entre el rodillo y el pincel. El blanco aparece obsesivo, como una premonición o mandato, dominante y sosegado en el bregar de las tonalidades, así los oscuros y acentuados llegan a ser claros consiguiendo aplacar lo ríspido, y complacer al que mira sin declinar la rudeza del golpe.
Las figuras se adueñan del lienzo; un pincel muy fino labra todos los detalles necesarios. El blanco vuelve a azotar y es definitorio, a través de su empuje la pieza adquiere unos matices fabulosos, varios niveles o gradaciones donde lo ritmos expresivos atrapan al espectador; se llega al gris con el retorno de exabruptos de un carmelita intenso que produce manchas, y el dorado es otra recurrencia que consolida el desplazamiento de la mano a la profundidad del silencio.
Si es cierta la sentencia de que, cuando miramos, tocamos, y que lo mirado devuelve su impronta hacia nosotros, al contemplar las pinturas de Selgas seremos escrutados por un universo reinventado por su manera peculiar de explicarse la realidad y los principales eventos que la constituyen, como mismo el artista experimenta en el espacio que ha intervenido, nosotros quedamos secuestrados por esa experimentación táctil desencadenada desde la irreverencia de dichas imágenes; así encuentro un ejemplo colosal de este fenómeno en la pieza Billingual Poet (1991), que nos dilata la compresión en un trance tan ambiguo como poético, existe un hechizo en la confusión, y es esa “cantidad hechizada” la que nos conmueve.
Como ya mencioné, lo autobiográfico atraviesa gran parte de su creación de manera intensa, pero a la vez elaborada con una rotunda fineza estética, en ese sentido todo tiene un valor que se encadena, que entra dentro de una sutil jerarquía capaz de obtener el equilibrito narrativo y el don de lo que trasciende. En este sentido, resulta imprescindible detenernos ante algunas obras puntuales que lo expresan con meridiana claridad; sobre todo se encuentran aquellas que comentan su tránsito hacia el exilio, instante clímax, momento de la fractura de una vida que en lo adelante tendrá que intentar reconciliar todo el tiempo sus dos mitades; y creo que de esto se trata en gran medida su pintura. Entre esas obras sobresalen: Virgen de La Caridad con tres marielitos (1987), Virgen de la Caridad III –“Bote” (1987), Escape del paraíso rojo (1985) y Ofelia como una isla: Un mapa sentimental (1992); entre ellas sentí un escalón más arriba Virgen de la Caridad III –“Bote”, al fundirse el cuerpo de la santa patrona con el cuerpo de la embarcación salvadora.
El mar es un protagonista indiscutible en todo esto, no hay un testigo fiel y cruel de lo que ha ocurrido; como símbolo dentro de este universo visual hay un torrente de conexión entre varios elementos que contribuye a la cohesión de sus contenidos. Selgas le ofrece un lirismo a la altura de su merecimiento, un eco rebelde que se manifiesta una y otra vez; en sus profundidades conviven lo sagrado y también la muerte, la muerte dura que ha dejado sin respiración a muchos de los que intentan llegar a la otra orilla; Notre-Dame de L’Eau [Yemayá] (1998), Mare Nostrum (2004), y Desde mi bote (1995) son piezas que ilustran muy bien la presencia de ese mar.
Los orichas entran y hacen de las suyas, ocurre una suerte de dislocamiento de las identidades que facilita entenderlas mejor desde sus reversos y también desde un espacio irrevocablemente sincrético donde tienden a occidentalizarse. Quizás la zona más retadora y atrevida de su creación sea justo allí donde pone a funcionar al cuerpo humano desde un original desmembramiento o dislocación; esa singular “violencia” es acompañada con frecuencia por elementos que la suavizan ante el observador y aprovechan su resonancia simbólica; elementos tales como: flores, espigas, palomas, que al final ofrecen una ilusión de la belleza.
Otra de las piezas que resalta por su gran virtud de esparcir significados es Children of Obbatalá (1992-2009), este es un momento intenso donde Selgas sobrepasa el contenido de la metáfora que nos conduce a la religión yoruba, su trasfondo filosófico y antropológico conduce a lo que Guilles Deleuze describió como el empalme: la boca se conecta al seno materno, primer paso que nos irá transformando en máquinas deseantes; lo admirable en este caso es como toda esa carga de pensamiento se vuelve plena, atractiva y original a nuestra vista. Construir un cuerpo o imagen con lo múltiple y que la figura madre enarbole la forma definitiva es otro de sus atributos, vinculado también a su contacto innegable con la geometría.
Más allá de todos los recovecos a donde lo conduce la memoria y hasta la propia nostalgia, Jesús Selgas es un artista que transgrede la comodidad de los moldes y de los esquemas, enfilando con el combustible que poseen las esencias hacia momentos donde su manera de expresar saca chipas de brillantez; esto experimento a través del segmento que contiene sus cuatro enigmáticas crucifixiones (Jesús I, Jesús II, Jesús III, Jesús IV, todas de 1990), piezas tremendas, en especial por la manera tan lograda en que transmiten su mensaje. En las cuatro, la sensación que provocan las texturas es muy creíble, dejándote enfrente una especie de abismo al que puedes caer en cualquier momento. Estas, además de tener implícito un desborde de intensidad, se dejan el lujo de ser narrativas, de contarnos nuevamente y con su aporte el imprescindible relato sagrado; el abstracto se manifiesta aquí como un canto clásico, demoledor en medio de cual se insertan algunos elementos figurativos capaces de alcanzar entre ellos una comunión de alto vuelo poético.