José Lezama Lima
Varios integrantes de la la comisión encargada de la colaboración militar con EE.UU. en la Primera Guerra Mundial vestidos de civil, en la entrada del hotel Willard. De izquierda a derecha: capitán Ernesto Tabío Espinosa, teniente coronel José María Lezama Rodda, capitán de fragata Alberto Carricarte, general Martí Zayas-Bazán, comandante Carleton Romig Kea, agregado militar de EE.UU. en Cuba, teniente coronel Edmund Wittenmeyer, teniente José Van der Gutch y el agregado naval E. Bonick (1917). Estudio Harris & Hewig, Library of Congress.

La Guerra de la Chambelona había coincidido con la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial.[1] En abril de 1917, días después de que el presidente Wilson leyera su famoso mensaje de guerra y el Capitolio aprobase su decisión, Menocal anunciaba que la isla se sumaría a los Aliados. “Cuba no puede permanecer neutral en este supremo conflicto porque […] ello sería contrario a la esencia de los pactos y obligaciones […] que nos ligan a los Estados Unidos”, declaró el presidente cubano ante el Congreso. Ese mismo mes, el teniente coronel Lezama Rodda viaja a Washington como parte de una Comisión encargada de precisar los detalles de esa colaboración militar.

La Comisión, designada por un decreto del 25 abril y embarcada en el S. S. Olivette el 28, estaba compuesta por el general José Martí Zayas Bazán, el teniente coronel Alberto Carricarte, el teniente coronel José María Lezama Rodda, el capitán Ernesto Tabío Espinosa, el teniente José Van der Gutch, el ataché americano, teniente coronel Wittenmeyer y el comandante Carleton Romig Kear, instructor de la marina cubana.

La selección de los cubanos no era arbitraria: todos eran militares que gozaban de un trato preferente con los americanos. Durante la segunda intervención, EE. UU. había designado a Martí Zayas-Bazán como edecán de William H. Taft, Secretario de Guerra y enviado especial de Teddy Roosevelt para poner orden en el revuelto avispero cubano. Ahora era el Secretario de Guerra y Marina de Menocal. Carricarte Velázquez (1882-1936), un capitán de fragata que fungía como ayudante del presidente y capitán del puerto de La Habana, sería luego el director de la Academia Naval. Tabío, que había estudiado en West Point, también tuvo una brillante carrera militar. Van Der Gutch, capitán de la marina cubana y ajedrecista notable, terminará recibiendo la Medalla del Servicio Distinguido de la Armada, “por su servicio excepcionalmente meritorio y distinguido en una posición de gran responsabilidad para el Gobierno de los Estados Unidos, como miembro de una fuerza aliada durante la Primera Guerra Mundial”. Wittenmeyer y Kear eran los representantes del Ejército y la Marina norteamericana en la isla.

Los cubanos estuvieron en Washington del 29 abril al 10 de mayo y se alojaron en el famoso Hotel Willard, en cuyo vestíbulo, frecuentado por el presidente Ulysses S. Grant, se dice que nació el concepto de lobbying. Hay numerosas fotos de ese viaje y un espléndido retrato de Lezama Rodda en uniforme, hecho por el famoso estudio fotográfico Harris & Ewing.[2]

De ese viaje a la capital norteamericana también nos quedan cinco cartas[3] enviadas por Lezama Rodda a su esposa, y varias postales a su hijo, entre ellas una que muestra la sala de lectura de la Biblioteca del Congreso, junto con “un abrazo de tu papá”.[4]

El 6 de mayo, en un arrebato epistolar, el coronel le dice a su esposa: “No dejes, mi idolatrada reina, de escribirme, pues no sabes la tristeza q. estoy [sic] por la falta de tus cartas, aunque sean dos líneas, es todo lo q. quiero. Pienso, loco de desesperación, q. no me quieres, que ya tu amor se ha extinguido y un terrorífico delirio se apodera de mí”.

Hotel Willard, en Washington, c. 1920
Hotel Willard, en Washington, c. 1920

La situación familiar es inquietante. Al enterarse de que su esposo desea irse a combatir a Europa, Rosa Lima ha quedado trastornada, hundida en la melancolía. Deja de comer, de pasear e, incluso, de atender a los niños. El coronel trata, entonces, de que su esposa reaccione: “Piensa en tus dos hijitos –le escribe– cuya vida y felicidad solo dependen de tu existencia, piensa en lo desgraciados que son los niños que no tienen el auxilio y amparo de una madre, piensa en nuestra Rosita sin tu ejemplo, y quizá puede llegar hasta á ser una desgraciada el día de mañana”.[5]

La Comisión cubana asistió a un Consejo de Guerra en Washington y fue agasajada casi cada día por diplomáticos y anfitriones, pero su misión no tuvo demasiado éxito. Sabemos por la prensa que los cubanos ofrecieron fortificar los puertos de la isla y ejercer “una estricta censura y una vigilancia especial sobre aquellos individuos que puedan tener relaciones con los complotistas alemanes”.[6] Tras su regreso, Menocal estableció el Servicio Militar Obligatorio, aprobó el envío de un pequeño contingente militar a Europa (que nunca llegó a viajar) y recibió un préstamo de 30 millones de dólares para los gastos de guerra.

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Ese mismo año, el U.S. National Defense Board había mandado a Henry Morgan a la isla para estudiar la situación económica y la posibilidad de un esfuerzo militar cubano que apoyara a las tropas norteamericanas en el frente francés. El informe de Morgan fue negativo: el envío de tropas cubanas a Europa afectaría la producción de azúcar, que era lo importante.[7]Sin embargo, al año siguiente, ya aplacada la revuelta de La Chambelona, se aprobó que un pequeño grupo de oficiales participaran en un entrenamiento para una eventual participación en la guerra. “Los cubanos, listos para tomar parte activa en la guerra contra el Kaiser”, anunciaron los periódicos norteamericanos, al reseñar unas declaraciones de Martí Zayas Bazán. “Cuba está en cuerpo y alma en la guerra, y todo lo que tenemos, todo lo que podamos producir lo daremos con alegría para ayudar a ganarla”. Tras detallar que “nuestra marina trabaja mano a mano con la norteamericana patrullando nuestras aguas”, reconocer que “la mayor contribución que puede hacer Cuba a los aliados es el azúcar” y agradecer “a los 6 500 guardias rurales que han protegido los campos de caña de los espías alemanes”, el general Martí aseguraba que “Cuba está lista para aportar no solo material sino también hombres”.[8]

En enero de 1918, Lezama Rodda asume la jefatura interina del Sexto Distrito Militar, en el campamento de Columbia, cargo que desempeña hasta el mes de julio. El 19 de ese mes la Secretaría de la Guerra y Marina pide a una comisión militar, al frente de la cual se encontraba el tenien­te coronel, que se traslade al campamento militar de Fort Barrancas, en Pensacola, Florida.[9]

El nuevo viaje y la perspectiva de una guerra cruenta en Europa atormentaron otra vez a la madre de Lezama, afectando su salud. Para calmarla, su esposo volverá a escribirle con frecuencia.

Se conservan 44 cartas de Lezama Rodda a Rosa Lima de Lezama, escritas entre el 22 de julio y el 14 de octubre de 1918 (Ms. 94­1, ns. 2010 al 2052). La primera está fechada el propio día de su llegada a Pensacola, el 22 de julio de 1918: en tres pági­nas le describe el viaje y el recibimiento a su llegada (Ms. 94­1, nº. 2011). En las siguientes le cuenta sobre su estancia en el campa­mento norteamericano, se interesa por sus hijos, le expresa su cariño y manifiesta su intranquilidad por no recibir cartas. También menciona el envío de postales, paquetes y fotos a La Habana.

Hay más cartas, del 10 y el 22 de agosto de 1918, en las que comenta a su esposa la imposibilidad de que viaje con los hijos (Ms. 94­1, nº. 2022), y otra relacionada con un posible viaje de ellos a Pensacola (Ms. 94­1, nº. 2031); una del 29 de agosto donde re­fiere que no ha recibido la licencia que debe firmar para que Rosa viaje, y otra del 31 del mismo mes donde trata de convencerla para que no incluya a los niños en el viaje (Ms. 94­1, nº. 2037). El tono general es de angustia por la separación y expectativas de reencontrarse cuanto antes. El 18 de septiembre, tras enterarse de que Rosa está en cama, le confiesa su preocupación: “Acabo de recibir tu carta, donde me dices que no vienes, y que estás en cama, esto me tiene muy alarmado. ¿Qué tienes? No dejes de tenerme al corriente y sobre todo cuídate mucho, y no hagas disparates”. Al final de su carta, le deja caer una nota optimista: “La orden que tenemos nosotros es para regresar a fines de octubre, es de­cir que solo nos queda un poco más, no creo que haya que prolongar nues­tra estancia aquí pues el curso y las prácticas de tiro los tenemos arreglados para terminar en esa fecha; además los instructores están esperando el terminar con nosotros para irse para Europa”.[10]

El 7 de octubre vuelve a preguntarle a su esposa por su salud (Ms. 94­1, nº. 2050) y el 14 en una tarjeta postal le dice que se cuide mucho (Ms. 94­1, nº. 2052). Para entonces Rosa Lima experimentaba los síntomas del nuevo embarazo, gestado justo antes de la partida de su esposo. Es comprensible su perpetua zozobra, detallada en 26 documentos (cartas, postales y telegramas) enviados desde Columbia, en los que le cuenta al militar sobre los niños y asuntos personales, pero sobre todo manifiesta sus deseos de viajar a verlo cuanto antes. Entre estas cartas resaltan la del 4 de septiembre de 1918 (Ms. 94­1, nº. 2072), en la que acusa recibo de la li­cencia para viajar y le comenta sobre su estado de salud; la del 9 del mismo mes (Ms. 94­1, nº. 2075), donde le dice que ya no viajará, pues espera su pronto re­greso a Cuba; y la del 24 (Ms. 94­1, nº. 2076) donde se alegra de esta posibilidad.

Sin embargo, el 11 de octubre, al enterarse de que su esposo demorará en regresar más de lo previsto, Rosa le precisa la fecha y detalles de su próximo arribo (Ms. 94­1, nº. 2082).[11] Desembarca por fin en Cayo Hueso con sus dos hijos y Baldomera, el 22 de octubre de 1918.[12]

El Fuerte de San Carlos de Barrancas, que todavía está en pie, data de finales del siglo XVIII, la época de la Florida española, aunque fue reconstruido entre 1839 y 1844. Enclavado en la cima de un cerro, domina toda la bahía de Pensacola y se comunica con una batería naval a través de un túnel. Fue construido para defenderse tanto de los barcos que entraban en el puerto como de los ataques por tierra. Se usó brevemente durante la Guerra Civil norteamericana y luego en la guerra Hispano-Estadounidense. Sirvió como prisión para el famoso jefe apache Gerónimo, una de cuyas viudas quedó enterrada allí. En 1918, era sede de un regimiento de artillería costera, un sitio de entrenamiento y comunicaciones, bastante inhóspito, con lúgubres túneles y húmedos barracones de mampostería. Allí tuvieron lugar las prácticas militares de los cubanos bajo el mando del coronel John L. Hughes.

Varios integrantes de la la comisión encargada de la colaboración militar con EE.UU. en la Primera Guerra Mundial. Sentado, al centro, el Secretario de Guerra cubano, general José Martí Zayas Bazán. De pie, de izquierda a derecha: capitán Ernesto Tabío Espinosa, capitán de fragata Alberto Carricarte Velázquez, teniente coronel José María Lezama Rodda, comandante Carleton Romig Kear y teniente José Van der Gutch (1917). Estudio Harris & Hewig, Library of Congress. Una copia de esta foto (con las personas mal identificadas) se conserva en el Fondo Lezama Lima de la BNJM.
Varios integrantes de la la comisión encargada de la colaboración militar con EE.UU. en la Primera Guerra Mundial. Sentado, al centro, el Secretario de Guerra cubano, general José Martí Zayas Bazán. De pie, de izquierda a derecha: capitán Ernesto Tabío Espinosa, capitán de fragata Alberto Carricarte Velázquez, teniente coronel José María Lezama Rodda, comandante Carleton Romig Kear y teniente José Van der Gutch (1917). Estudio Harris & Hewig, Library of Congress. Una copia de esta foto (con las personas mal identificadas) se conserva en el Fondo Lezama Lima de la BNJM.

Aquel entrenamiento conjunto en la Florida quedó muy pronto obsoleto porque ese mismo verano, en el frente europeo, los Aliados emprendieron exitosas ofensivas e hicieron retroceder a los alemanes. El 3 de noviembre de 1918, el Imperio Austrohúngaro firmó un armisticio. El 11 de noviembre Alemania se rindió, poniendo fin a la guerra.

Sin embargo, a Cuba las noticias llegaban con retraso. El 5 de noviembre de 1918 la Secretaría de la Guerra y Mari­na de La Habana, en otra Orden Especial, la número 197, nombraba a una nueva dotación militar para que se trasladase a Fort Barrancas. Los soldados llegaron el día 10. Lo que iba a ser una sustitución de personal se convirtió en acogida y entrenamiento. Como el teniente coronel Lezama Rodda había sido designado instructor, guía e intér­prete de los oficiales cuba­nos, se hacía imperativo que dilatase su permanencia en el fuerte unos meses más. El militar, obligado a cumplir las órdenes, inició entonces los preparativos para llevar a los suyos a la Florida. Abrió una cuenta en el American National Bank de Pensacola y trató de alquilar una casa con las condiciones necesarias para establecerse en aquel lugar con su familia.

*  *  *

Entre septiembre y noviembre de 1918, mientras la Primera Guerra Mundial llegaba a su fin, otra guerra silenciosa asolaba el planeta: el virus de una gripe mortal, que mató entre 20 y 40 millones de personas. En apenas unos meses murieron más norteamericanos por la llamada “gripe española”[13] que la suma de todos los fallecidos en las dos guerras mundiales, junto con las de Corea y Vietnam.

La enfermedad, que había comenzado en marzo en un campamento militar de Kansas, se extendió muy pronto por los cinco continentes, cobrándose tantas víctimas que algunas ciudades tuvieron que convertir los tranvías en coches fúnebres y otras se vieron obligadas a recurrir a las fosas comunes porque se quedaron sin ataúdes.[14]

A través de los soldados norteamericanos que cruzaban el Atlántico, la primera ola de la epidemia llegó a Europa en la primavera de 1918 como una dolencia respiratoria leve. Otra segunda ola, en otoño, fue mucho más mortífera: el virus había mutado y se extendía muy rápido. No respondía a la tipología habitual de la gripe, que tradicionalmente infectaba el revestimiento interno de las vías respiratorias, dañando los alveolos de pulmones y bronquios, y provocando, a veces, neumonía, pero remitiendo casi siempre con el tiempo. La nueva sintomatología era mucho peor: donde antes los pulmones parecían una esponja seca y con aire, ahora los encargados de las autopsias se encontraban órganos rojos, firmes y densos, como esponjas llenas de agua. Los alveolos estaban tan encharcados que hacían imposible respirar, los pacientes simplemente se ahogaban. Había tanto líquido en sus pulmones que un fluido sanguinolento les solía brotar por la nariz. Cuando morían, dejaban empapadas las sábanas del hospital.

Registro del viaje de Rosa María Lima de Lezama con sus hijos desde La Habana a Key West, en el SS Miami, el 22 de octubre de 1918
Registro del viaje de Rosa María Lima de Lezama con sus hijos desde La Habana a Key West, en el SS Miami, el 22 de octubre de 1918

Sin oxígeno suficiente, los enfermos también sufrían de cianosis, una coloración azulosa o negruzca de la piel. “Dos horas después de la admisión, tienen manchas color caoba sobre los pómulos”, escribe un médico de esa época, encargado de atender la epidemia en Camp Devens, Massachusetts. “Y en unas pocas horas puedes empezar a ver cómo la cianosis se extiende desde las orejas por toda la cara, hasta que es difícil distinguir a los blancos de los hombres de color”. Las enfermeras solían clasificar a los pacientes que ingresaban por el color de sus pies; mientras más oscuros, más cerca de la muerte.

La epidemia de 1918 también tuvo otra peculiaridad, y fue la edad de las víctimas. Antes la gripe se cebaba en los muy jóvenes o viejos, cuyos sistemas inmunes eran menos robustos, pero esta vez el patrón de mortalidad se invirtió. En EE. UU. los hombres entre 25 y 30 años triplicaron las víctimas de entre 70 y 75 años. La muerte, además, era más rápida: al segundo o tercer día de comenzar los síntomas.[15]

Uno de esos jóvenes enfermos de “gripe española” fue José Lezama Rodda. Por culpa de aquella pandemia, su esposa e hijos solo estuvieron a su lado menos de tres meses. El 20 de enero de 1919, el militar falleció junto a otros siete oficiales en un abarrotado hospital de Pensacola.

La muerte del padre está descrita en el capítulo VI de Paradiso. Los detalles parecen corresponder a los hechos (véase, por ejemplo, la mención de que el rostro del muerto no tenía el color de la cera, pues debió de estar un poco cianótico):

Llegaron al hospital. Cemí notó el silencio que rodeaba la habitación donde supuso estaría su padre. El ordenanza empujó, con respeto ciertamente temeroso, la puerta que cedió como soplada. Se dirigió a la cama, donde sospechaba alguien tapado. El ordenanza descorrió las sábanas. Vio, de pronto, a su padre muerto, ya con su uniforme de gala, los dos brazos cruzados sobre el pecho. La piel no se parecía a la cera que veía en sus pesadillas en el rostro de Santa Flora, que le traía su primer recuerdo de la muerte. Esperó un momento, su padre permanecía inmóvil.

La prensa de la época informó del fallecimiento del militar y la repatriación de tres cadáveres. Por causa de esas muertes, y por el fin de la guerra en Europa, todos los oficiales y soldados que quedaban en Pensacola regresaron a la isla el 30 de enero en el crucero Cuba y el buque-escuela Patria, convertido en barco-hospital. En Pensacola los despidieron con honores militares y una banda de música.

Los dos buques llegaron a La Habana de madrugada. En el Cuba, donde viajaba la familia Lezama, iban también, según nota aparecida en el Diario de la Marina, un coronel del ejército norteamericano (mencionado como Doldemar y Goldomar, posiblemente Goldeman), su familia, y “el capitán de la Policía del Puerto señor Pereaman, hermano político del teniente coronel Lezama”.[16] Tras atracar en el Muelle de Caballería, donde se había congregado “numeroso público”, un doctor visitó el barco, dio un rápido visto bueno y los pasajeros comenzaron a desembarcar. La primera en bajar fue Rosa, la viuda, “que se encontraba un tanto indispuesta puesto que por efecto del duro trance moral que ha experimentado con la pérdida de su esposo, y su estado fisiológico, se enfermó temiendo que pudiera dar a luz a bordo”. Hay otra posible razón para que una ambulancia del ejército condujera a la viuda del muelle a su domicilio. Una nota del diario hispano La Prensa, de San Antonio, nos informa en primera plana que “se ha sabido que la esposa del teniente coronel Lezama, que acaba de fallecer en ese puerto americano [Pensacola] se encuentra atacada también de Influenza”.

Fotografía de Rosa Lima de Lezama y sus dos hijos, José y Rosa, presentada al Consulado de EE.UU., junto con la solicitud de viaje para reunirse con su esposo José Lezama Rodda (octubre de 1918). Fondo Lezama Lima, BNJM.
Fotografía de Rosa Lima de Lezama y sus dos hijos, José y Rosa, presentada al Consulado de EE.UU., junto con la solicitud de viaje para reunirse con su esposo José Lezama Rodda (octubre de 1918). Fondo Lezama Lima, BNJM.

Ese mismo 30 de enero la prensa local avisa del “sepelio del teniente coronel José Ma. Lezama y Rodda y el capitán Francisco Chomat y de la Cantera en capilla ardiente en la Iglesia de Belén”. Chomat y de la Cantera había salido en el segundo grupo que llegó a Fort Barrancas y llevaba al morir poco más de dos meses en la Florida.[17] El tercer cadáver, del teniente Virgilio Grau, fue llevado a Güines.

Las esquelas mortuorias detallaban los nombres de los deudos:

E.P.D. José María Lezama y Rodda. Teniente coro­nel del Ejército fallecido en Pensacola, U.S.A., el día 20 del corriente mes. Y dispuesto su entierro para las cuatro de la tarde de hoy, su esposa, hijos, hermanos, madre política, hermanos políticos, tíos, tíos políticos y demás familiares y amigos, que suscriben, ruegan a sus amistades que con­curran a la Iglesia de Belén, para conducir el cadáver al Cementerio de Colón, por lo que les quedarán reconocidos. Habana, Enero 30 de 1919. Rosa Lima Rosado viuda de Lezama, Rosa y José Lezama Lima, Enriqueta Rodda; Eloísa, María Teresa y Enriqueta Lezama y Rodda; Celia Rosado viuda de Lima; José Mooqui; doctor José López; Juan Porearnau; Alberto Rodda; Ger­vasio Cueto; doctor José Rosado Aybar; Augusto y Ángel Lezama; Aurelio Hevia y Prieto; doctor Alberto Santos; doctor José Rosado Llambí; Fernando y Ventura Méndez; doctor Francisco Por­tela; Patricio Sánchez; comandante José María Bonich; teniente coronel José Manuel Guerrero.[18]

Al son de otra banda musical, dos coches fúnebres llevaron los cadáveres hasta la iglesia, donde fueron velados. Al día siguiente, la crónica social habanera dio los pormenores de la ceremonia luctuosa:

La sociedad cubana, ha recibido ayer sentida demostración de duelo, en los funerales del te­niente coronel José M. Lezama y del capitán Francisco Chomat. Los cadáveres fueron tendidos en capilla ardiente montándose guardias de honor las que se sucedieron durante todo el día. La primera guardia, junto al cadáver del capitán Chomat, la montaron los capitanes Silveira y del Monte, comandantes Capmany y Ortega y el señor José R. Franca. Cada cinco minutos eran rele­vadas las guardias. Los cadáveres se hallaban vistiendo uniforme, teniendo las manos cruzadas sobre el pecho. La Iglesia de Belén, que era el lugar donde se tendieron los cadáveres se hallaba iluminada y el público estuvo durante todo el día desfilando por delante de los cadáveres. Las ofrendas de flores y coronas llegaron en números considerables desde los primeros momentos. Al acercarse la hora señalada para el entierro, la concurrencia se hizo mucho más numerosa aún. Momentos antes de salir el cortejo, el Padre Cándido Arbeloa cantó un solemne responso en sufragio de las almas de los pundonorosos militares… Una vez que se dio la señal de partida fueron colocados los cadáveres sobre armones de artillería, cubriéndose los sarcófagos con la bandera nacional. El orden del entierro fue en la forma siguiente: Abría la marcha un piquete de policía montada, al mando del sargento señor Marrero. Marchaban después una gran mul­titud de personas del pueblo: la Banda del Cuartel General dirigida por el teniente Luis Casas, ejecutando la marcha fúnebre “La última lágrima”. Al mando de todas las fuerzas iba después el comandante señor Gustavo Rodríguez con su escolta. Seguía a este el armón con los restos del Teniente Coronel Lezama. Detrás iba conducido por un asistente el caballo que usaba el finado. La silla aparecía enlutada.[19]

El cortejo fúnebre, presidido por el comandante Gustavo Rodríguez, partió de la Iglesia de Belén por la calle Compostela, y luego tomó por Muralla, hasta la Plaza de las Ursulinas, donde se encontró con los coches de los acompañantes. Después prosiguió por las calles Dragones, Amistad, Reina y Zapata hasta el cementerio de Colón. Cuando los restos del militar fueron depositados en la tumba, un batallón de infantería hizo tres descargas de fusil.[20]

Crónica del entierro del teniente coronel José María Lezama Rodda en el Diario de la Marina (30 de enero de 1919)
Crónica del entierro del teniente coronel José María Lezama Rodda en el Diario de la Marina (30 de enero de 1919)

La desolación de la familia era absoluta: aquella muerte los había tomado por sorpresa. La madre, embarazada y todavía convaleciente, apenas podía tenerse en pie. Rosa, la hija mayor, trataba de asistirla y de ocuparse de su hermano, hundido en el silencio. No solo sus allegados, sino también los funcionarios que se ocupaban de tramitar la pensión del ejército dudaban de que aquel bebé sobreviviera y pidieron que un médico militar vigilara el alumbramiento para fijar el monto definitivo de la ayuda a la familia. El 19 de marzo de 1919 se emitió un decreto firmado por el propio presidente Menocal, que establecía la pensión anual del teniente coronel, “fallecido en campaña”: 2 409 pesos y 72 centavos de acuerdo con lo dispuesto en los artículos 14 y 15 inciso C de la “Ley Orgánica del Retiro para las Fuerzas Cubanas de Mar y Tierra”. Aquel dinero constituía “el 50% de los haberes y asignaciones que disfrutaba el causante en la fe­cha de su muerte”.[21]

El 8 de abril de 1919, Rosa dio a luz a Eloísa Carmen Lezama y Lima, la hija que nunca llegó a conocer a su padre. La vida seguía su curso.

*  *  *

A lo largo de toda su vida, en su obra literaria pero también en entrevistas y cartas, Lezama Lima volvió varias veces sobre el tema de la ausencia de su padre. En una entrevista muy citada achaca su fallecimiento a una “tonta pulmonía”. No se entiende por qué el escritor restó importancia a una de las mayores pandemias que ha conocido la humanidad, pero el ejemplo puede servir para ilustrar el solipsismo que caracteriza su reconstrucción del mito familiar. Algo tenía de irónico, sin duda, el hecho de que un militar que había combatido en varias guerras acabase muriendo en la cama de un cuartel de la Florida.

La muerte del teniente coronel Lezama Rodda significó un cambio radical en la vida de su familia, sobre todo en la del único hijo varón, a quien el padre había dedicado atenciones especiales. Provocó, también, un proceso de mitificación donde aspectos de la historia familiar quedaron al margen o fueron acomodados en una versión “literaria” de los hechos. Esa reconstrucción pasa, intacta, a la obra crítica sobre Lezama. Su célebre frase en otra entrevista (“La muerte de mi padre me alucinó desde niño, esa ausencia me hizo hipersensible a la presencia de la imagen”) es la cómoda coartada que permite dar forma a la confusa materia biográfica que está en el origen de una vocación literaria.

A partir de 1919, la vida del niño Lezama y de sus dos hermanas, Rosa y Eloísa, comenzó a gravitar alrededor de la madre y la familia materna. Pero estas cuatro personas siguieron girando sobre la muerte del padre, orbitando alrededor del hecho trágico que los obligaba a vivir un poco como zombis o fantasmas, a profesar el culto de una ausencia. Es lo que el escritor, en una carta a Reynaldo González, llama “una dimensión egipcia”: “Sabíamos que después de muertos seguiríamos viviendo, que teníamos que seguir cumpliendo y acercarnos a la energía solar”.[22] Aquella muerte repentina sería contada una y otra vez; las anécdotas paternas se convirtieron, recuerda Eloísa, en los diálogos recurrentes de “la Terrestre Obispa”, como llamaban a su madre. Tampoco cuesta imaginar los otros diálogos, mudos, de toda la familia con la mascarilla fúnebre o las fotos del militar muerto, imágenes detenidas en el tiempo, omnipresentes, como una especie de reto admonitorio o un gesto de vigilancia perpetua.

En Paradiso, esa foto del padre en uniforme se acrece y se despoja de cualquier mácula. José Eugenio Cemí es presentado como un hombre sin tacha, amante de la disciplina, inteligente, de mente matemática, que habría heredado la “delicadeza de su madre criolla” y la “energía acumulada” de su padre vasco. Su imponente físico, su elegancia y sus buenos sentimientos lo convierten en “un punto de rara confluencia universitaria […] igualmente querido y buscado por los estudiantes que por los remeros, por los profesores maduros y por los novatos de ojos avizores. La seguridad de su alegría, la elegancia de su voluntad, la magia de su ejercitada disciplina intelectual, le regalaban centro, le otorgaban gracias, que sin ofuscas de súbito, mantenían una cariñosa temperatura, de criollo fuerte, refinado, límpido, que hacía que se le buscase, y, como uno de los signos de fortaleza, sin agotarse en su intimidad ni debilitarse en arenosas confidencias”.[23]

A pesar de la estricta jerarquía familiar de la época, el coronel siempre es recordado en sus momentos más distendidos. Lo castrense se compensa con “la alegría, la fuerza expansiva, la salud de la familia”. “El sitio que mi padre ocupaba en la mesa –recuerda Lezama– quedó vacío, pero como en los mitos pitagóricos, acudía siempre a conversar con nosotros a la hora de la comida”. En esas conversaciones a la mesa, donde extrañamente se incluían a los niños, es que se establece el verdadero abolengo, concebido por Lezama como privilegio del lenguaje.

Mi padre, a pesar de ser un militar, no era un ser bélico prendido a los galones ni a las jergas caudillistas o de infantería o al verbo ceñudo y encabritado. Podía ser que en los cuarteles su voz de mando se endureciera y pronunciara el sonido hosco y apremiante de las órdenes, pero en el hogar y con los familiares y amigos su ruido se distendía afable, risueño, humorístico, y no dejaba latitudes innombradas, de manera que recuerdo haber oído de su boca las palabras adelfa, torbellino, veleidad, sacrosanto, azor, inmaculado, cornucopia, migajuela, vivaqueo, desnudez, estatuaria, baobab.[24]

Ese lugar del padre fue también, para el niño, el de cierta cultura libresca, que se precisa como un juego de roles familiares. “El padre es el que posee la cultura, aunque esta sea limitada a «la Enciclopedia Británica, las obras de Felipe Trigo, novelas de espionaje de la primera Guerra Mundial», con lo que demuestra que tiene una obra de consulta de importante rango, y dos tipos de novelas de entretenimiento, eróticas y policíacas, normalmente propias de los varones, ya que tanto unas como otras no solían ser aconsejables a las mujeres”.[25]

A esa somera bibliografía hay que agregarle ejemplos de una tradición pragmatista de corte anglosajón. Uno, que suele ser tradicionalmente ignorado por los comentaristas de Lezama, es el autor que leía el teniente coronel en el momento de su muerte: el escocés Samuel Smiles.

Smiles fue nada más y nada menos que el fundador del género de autoayuda, un escritor que proponía un positivismo individualista de corte victoriano, asociado al “evangelio del trabajo”, del deber y el sacrificio. Además de Character,[26] considerada su obra más influyente, escribió una serie de biografías, Lives of the Engineers, que fueron lectura habitual en inglés y español desde finales del siglo XIX. El padre de Lezama Lima, ingeniero y militar, se formó con estos libros y trató de transmitir esos valores a su hijo varón. Smiles, por cierto, también sedujo a José Martí, que en un artículo de La Edad de Oro, “Músicos, poetas y pintores”, glosa y reedita varios de sus perfiles biográficos.

La imagen que mejor resume el proceso de mitologización del padre es el relato de la aparición del rostro del militar en el caprichoso trazado de unos yaquis que el niño Lezama arroja al suelo mientras juega con sus hermanas, y la subsiguiente conclusión materna: ¿Ves, Joseíto?, tu padre ausente está ordenando que cuentes la historia de la familia. Tú tienes que…, tú vas a…, tú debes…

La escena aparece en el capítulo VII de Paradiso, y puede interpretarse como un remedo de ouija, el símbolo de la unidad de la familia con el padre vigilante desde el más allá, como un fantasma entrañable.[27] Con ese juego de yaquis, tiene lugar una iniciación de carácter mágico: el centro ausente de la familia se hace visible como una imagen inesperada. Ese padre muerto es nada menos que el genitor de lo poético porque su “ausencia presente” corresponderá, en la estética lezamiana, al lugar de la imagen, de la poesía.[28] En su sistema, el poeta será el demiurgo que llena con la imago ciertos vacíos, y hasta el vacío esencial, “el ser que crea la nueva causalidad de la resurrección”. Bien visto, no hay otra estética más esencialmente biográfica que esta: un escritor cuya misión literaria le será revelada por el vacío que provoca la muerte de su padre. “Por eso –dice Lezama– la poesía ha sido en mí siempre vivencial, alrededor de una pausa, de un murmullo se iba formando la novela imagen, yo iba reconstruyendo por la imagen los restos de planetas perdidos, de zumbidos indescifrables”.[29]

En la novela, la construcción del personaje José Eugenio Cemí se ajusta, como un traje de gala recién planchado, a la tarea encomendada al Lezama escritor por su madre: novelar la mitología familiar en donde la figura paterna encarna el principio de autoridad. Pero ese territorio literario es también uno en donde se disuelve cualquier pretensión de distinguir realidad de ficción: “La muerte del Coronel se había convertido en una ausencia tan latidora y creciente como la más inmediata e inmaculada presencia”. Al dar por bueno ese relato novelesco de un destino que “merecía ser relatado”, desgranado en capítulos donde la realidad brota de la imagen o se mezcla sin cortapisas con lo imaginario, los estudiosos lezamianos han descuidado la vida real de aquel “militar muy especial”. Prevalece el modelo de la “suma de sangres”, y apenas se indaga, por ejemplo, en el peso que tuvo la formación y la cultura norteamericanas en el joven militar, o en su historial marcial al servicio de gobiernos republicanos de dudosa moralidad.

Al narrar cómo ese descendiente directo de españoles termina juntándose con la familia Lima, de antecedentes independentistas dentro de la emigración revolucionaria, Lezama construye una genealogía perfecta para José Cemí. La formación de una identidad basada en ese contrapunteo étnico de lo cubano recreado en Paradiso, le permite al escritor igualar la historia de su familia con la epopeya de la identidad cubana.[30]

No faltan, por supuesto, matices en esa imagen. Cuando la revista española Índice le pidió fragmentos de Paradiso Lezama incluyó una escena del capítulo VI en la que el trasunto de su padre, José Eugenio Cemí, recibe su primera invitación a cenar en casa de los Olalla/Lima. Sentado a la mesa con la familia de su futura esposa, Rialta, tendrá que lidiar con la Mela, abuela beligerante, que desconfía de sus orígenes peninsulares y se empeña en cantar una tonadilla independentista con alusiones desdeñosas al español.

José Eugenio sonríe, le recuerda a la matrona que él también tiene antecedentes patrióticos por el lado materno (el coronel Méndez Miranda, primo de su madre, que visitaba el central Resolución, y reprocha en la cita pendenciera el equívoco de confundir independencia con odio, salmodia con imploración.

Por la línea de mi madre –dice el personaje en uno de esos diálogos brillantes e imposibles a los que se entrega Lezama en su novela–, reconozco esos cantos guerreros, recitados como gracioso aperitivo, pero la otra mitad es la que ahora tengo que buscar, pues estoy en una edad en la que siento que me es imprescindible incorporar algo que me aclare y me decida, que me haga momentáneamente completo. Necesito incorporar un misterio para devolver un secreto, o sea, una claridad que pueda compartir.[31]

Según este revelador pasaje, el padre de Lezama es el comienzo de cierta cubanidad, una que ya no depende del patriotismo pendenciero. También, al ser él mismo un huérfano, se convierte en modelo de la futura orfandad de su hijo: ambos tendrán que incorporar el misterio de una ausencia para devolver un secreto, para llenarla con la imagen. En una lezamiana “idea del mundo” esa imagen de una ausencia será la causa oculta, poética, de la historia.

Es como si el proceso mismo de lo histórico-biográfico solo pudiera explicarse a través de una serie muy sofisticada de imágenes, como las que aparecen en uno de los últimos poemas de Lezama, “Nacimiento del día”. Allí se habla de un sol que es también un padre, y de una casa cerrada donde “reconstruyen el sol por un hilo” para poder saltar luego por él, como un Ícaro en busca de una ausencia mayor que lo redima. “Toda comunicación con el padre –dice ese poema– se hace más allá del tejado, asciende y desciende como el mercurio”. A ese diálogo mercurial con una ausencia omnipresente dedicó el Lezama escritor toda su vida. En el cuaderno de juventud en que recogió unos pocos aforismos puede leerse este gnómico resumen de sus más íntimos duelos: “La vida del padre se llora aunque esté muerto, cuando llegamos a la madurez; la muerte de la madre se llora aunque esté viva, en nuestra niñez”.[32]


Notas:

* Se presenta aquí, en exclusiva para Rialta, uno de los capítulos (el segundo) del libro en el que llevo demasiados años trabajando: José Lezama Lima: una biografía (título provisional). Otro capítulo, titulado “Hotel Vedado”, fue incluido en mi libro Inventario de saldos. El cuarto, “Narciso en Upsalón (1929-1933)”, fue publicado en tres entregas en la revista El Estornudo, en febrero-marzo de 2020. Como se verá, se trata de un esfuerzo por mantener el análisis de la vida y la obra de Lezama a un nivel estrictamente biográfico, al margen del gigantesco corpus de exégesis literaria que ha generado su obra, y que se ha multiplicado en los últimos años. Para el biógrafo de Lezama, son especialmente útiles los testimonios de las personas que lo conocieron, muchos recogidos por Carlos Espinosa en su indispensable Cercanía…, y el deslumbrante trabajo de rescate de su archivo realizado por Iván González Cruz, con quien cualquier lector e investigador de Lezama estará siempre en deuda. Agradezco también algunas contribuciones documentales para este capítulo y/o sugerencias que hicieron, de manera privada, Ciro Bianchi Ross, Abilio Estévez, Rosa Ileana Boudet, Pedro Marqués de Armas, José Ignacio Rodríguez y José Prats Sariol. Las referencias usadas para este fragmento de un work in progress (que se dividirá en tres entregas semanales bajo diversos títulos) se abrevian aquí, por razones de espacio.

[1] Esa coincidencia dio lugar a que los liberales fueran acusados de “germanófilos” luego que el senador Claude A. Swanson asegurase, en mayo de 1917, que Alemania sostenía el movimiento sedicioso en Cuba. La pasmosa declaración causó estupor en la isla y dio origen a una frase que luego se volvería popular: “Se la comieron”.

[2] Los historiadores de la fotografía coinciden en que el estudio Harris & Ewing es una pieza fundamental en la memoria visual de Estados Unidos. Sus fundadores, George W. Harris y la californiana Martha Ewing, se establecieron en Washington y acapararon la mayor parte de las fotografías políticas norteamericanas desde 1905. En 1915, Harris compró a Ewing su parte del floreciente negocio y contrató a fotógrafos anónimos para cubrir la mayoría de los eventos (reservándose él los más sobresalientes). Su estudio tomó más de cinco millones de fotos y se ocupó de los retratos presidenciales de la administración norteamericana, desde Teddy Roosevelt hasta Eisenhower. La firma llegó estar tan identificada con la iconografía del poder político que –según cuenta un cronista– los actores de teatro y las estrellas de cine mudo que estaban de gira en Washington visitaban Harris & Ewing para añadir algo de gravitas a sus apariencias festivas.

[3] Ms. 94­1, nº. 1195 al no. 2002. Manuscritos del Fondo Lezama, Biblioteca Nacional José Martí.

[4] Ms. 94-1, núm. 1196.

[5] Ms. 94-1 núm. 1197. Citado por Gema Arrieta Marigó: “Fatum y simpathos familiar”, en Laurence Breysse-Chanet e Ina Salazar (eds.), Gravitaciones en torno a la obra poética de José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976), Editions Le Manuscrit, París, 2010, pp. 53-54.

[6] “La Comisión de Cuba en los Estados Unidos”, publicado en Hispano América, San Francisco, California, 20 de mayo de 1917, p. 8.

[7] Morgan volvió a Cuba en 1918, ahora como comisario del War Trade Board para investigar casos de fraude en la aduana cubana. Su informe hizo notar que, a pesar del generalizado sentimiento de simpatía por la causa aliada que se respiraba en la isla, las autoridades cubanas habían importado de EE. UU. productos estratégicos como alimentos, y luego los habían revendido a Alemania vía España, y a otros países, con enormes beneficios.

[8] “Cubans Ready to Take Active Part in War on Kaiser”, Pensacola Journal, 25 de julio de 1918.

[9] Teniente Coronel José M. Lezama y Rodda; Capitanes Ricardo Antón y García, César Celorio y Cobo, Guillermo Santa María y Vilá, Jorge L. Silveira y Gálvez, Alfredo Roig y Alcid, Bolívar Vila y Blanco, Francisco Espinosa y Acanda; Primeros Tenientes Alfredo Suárez y Estrada, Arturo Lameréns y Lameréns, Pedro L. Díaz y Rivero, Horacio Márquez y Domínguez, Ramón Valls y Fundora, Felipe Munilla y Durán; Segundos Tenientes Mario Montoro y Saladrigas, Reinaldo Grau y Cabrera, Francisco Tabernilla y Dolz, Ricardo Adán y Silva, José M Ferro y Padrón, Luis López y Góbel, Leopoldo Cadenas y Aguilera, Pedro F. García y Fernández, José M. Heredia y Núñez , Joaquín Demestre y Xuriguer, José Acosta y Jiménez; 25 sargentos y además 1 Sargento y 1 Cabo, 2 cocineros y 11 soldados ordenanza, todos del 7mo Distrito Militar, con excepción del 1 Sargento y 1 Cabo y 3 soldados que pertenecen al 6to: se nombran en comisión del servicio para que se trasladen a Fort Barrancas, Pensacola, Fla., Estados Unidos de América, en cuyo lugar el Teniente Coronel Lezama se presentará para el servicio con todo el personal al Jefe de aquella guarnición, debiendo regresar a sus puestos tan pronto terminen esta comisión. Por orden del Secretario de la Guerra y Marina (f.) Eduardo Puyol, Jefe de Estado Mayor General. P.A. (sic)”. Fondo Personal José Lezama Lima. Carpeta no. 98. Área de Manuscritos. Colección Cubana. BNCJM. Citado por Valenciaga Díaz, ob. cit., p. 44.

[10] Ms. 94-1, nº. 2074. Esta carta y las previas están citadas en Carlos M. Valenciaga Díaz: “Del latido de la ausencia. La huella paterna de José Lezama Rodda en el Fondo Personal José Lezama Lima de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí”, en Revista de la BNJM, año 111, n.o 2, 2020.

[11] En el archivo Lezama de la Biblioteca Nacional hay también algunas postales (de 1917 y 1918) con breves textos anversos en las que el padre intenta compartir con “Joseíto”, también llamado Bolo o Bolín (“un diminutivo de bola, porque era muy gordito y de aspecto rozagante, a pesar de sus ataques de asma”, recuerda la hermana), Cuco, El Mono o Cangrejito (por la madre) varias imágenes (una vaca, unas naranjas, escenas del campamento) y orientar su formación: pórtate bien, la felicitaciones porque es un buen jinete; muestra de la esgrima con bayoneta, o la necesidad de que aprenda a escribir bien y rápido. En octubre se queja de que no ha recibido “ni una letra” de su hijo y lo insta a que aprenda a escribir “para que me mandes carticas”. Poco después, desde el hotel San Carlos, en Pensacola, le insiste: “Quiero que sepas leer cuando yo regrese a Cuba”. Y el 13 de octubre de 1918: “Estudia mucho para yo examinarte cuando llegue a casa”. En 1918 el niño le responde con una notita a su padre, donde le dice: “papaito/ tengo mucha gana de verte pues me parese que ase un año que no te veo te echa la vendisión José Lezama [sic]”.

[12] Ancestry.com: “Florida, Passenger lists: 1898­-1963”, en: www.Ancestry.com. [database on­line]. Consultado en mayo de 2009.

[13] En esa época, los países implicados en la Gran Guerra no informaban sobre la epidemia para no desmoralizar a las tropas, de modo que las únicas noticias sobre el tema venían en la prensa española. La gripe española debe su nombre, por tanto, a la censura de tiempos de guerra, y no a su origen, ya que el primer caso se registró el 4 de marzo de 1918 en Camp Funston, un campo de entrenamiento del Ejército de EE. UU. ubicado en Fort Riley, al suroeste de Kansas. En abril ya se había propagado por Norteamérica, y saltado a Europa con las tropas americanas.

[14] A Cuba la enfermedad llegó ese mismo otoño. Se dice que por culpa del vapor español Alfonso XII, que trasladaba varios contagiados y atracó en la isla el 6 de octubre de 1918. Un mes después, el virus se había esparcido por toda la isla (cfr. Leidelén Esquivel Sosa y Lumey Ávalos Quintero, “La gripe española en Cuba”, en Acta Médica del Centro, vol. 16, n. 3, julio-septiembre, 2022).

[15] Los detalles sobre la pandemia pueden encontrarse en el libro de Alfred W. Crosby: Americaʼs Forgotten Pandemic. The Influenza of 1918, Cambridge University Press, 2003.

[16] “El ‘Cuba’ y el ‘Patria’ llegaron hoy de Pensacola”, Diario de la Marina, La Habana, 30 de enero de 1919, p. 1.

[17] “Cuban Artillery”, The Cuba Review, XVII (5), New York, April, 1919. “The Cuban Government had in course of training at Fort Barrancas near Pensacola, Fla., a number of artillery officers. The epidemic of influenza there caused the death of several of these officers and sickness of others, with the re­sult that it was deemed expedient to bring the entire number back to Cuba and for this purpose the cruisers “Cuba” and “Patria” were sent the latter part of January to Pensacola and returned with the bodies of the deceased officers and the balance of the men” (citado en Valenciaga Díaz, ob. cit).

[18] Los recortes de prensa se conservan en Fondo Personal José Lezama Lima. Área de Manuscritos. Carpeta 94. Colección Cubana. BNCJM.

[19] Citado en Valenciaga Díaz, ob. cit.

[20] Por lo menos hasta 1926, se le realizó cada año un homenaje militar en el Cementerio de Colón con la familia y todo el cuerpo del Ejército y la Academia Militar (cfr. Diario de la Marina, La Habana, 21 de enero de 1926).

[21] “Decreto 356. Emitido en la Gaceta Oficial de la República de Cuba el Año 18, N0. 67 del viernes 21 de marzo de 1919 con El ajuste de pensión. Causante T. C del Ejército JMLR. Fallecimiento en campaña,” a nombre de Rosa Eloísa Celia consignando una pensión anual de 2409 pesos y 72 centavos de acuerdo con lo dispuesto en los artículos 14 y 15 inciso C de la “Ley Orgánica del Retiro para las Fuerzas Cubanas de Mar y Tierra” a su nombre y de sus hijos que constituía: El 50 % de los haberes y asignaciones que disfrutaba el causante en la fe­cha de su muerte y la que será abonada a partir del día 21 de enero del año actual día siguiente al de su fallecimiento. Segundo que la parte de la pensión correspondiente a los menores Rosa María y Rosa María Andrés queda sujeta a modificación si al dar a luz Rosa María Lima y Rosado viu­da de Lezama el vástago adquiere personalidad conforme a lo prevenido en los artículos 29 y 30 del Código Civil (si al dar a luz el vástago naciere y viviere 24 horas desprendido por completo del claustro materno). Tercero que la pensión correspondiente al menor José María Andrés quede extin­guida el 19 de diciembre de 1932 fecha en que cumple la mayoría de edad si por otras circunstancias no queda extinguido por anterioridad. A todos estos eventos legales que tuvo que enfrentar Rosa Lima Rosado se suman las dolorosas comunicaciones también del Jefe del Estado Mayor Ge­neral y Jefe del Departamento de Dirección dirigidas a la calle 29, entre A y B, Vedado, donde vivía, el 20 de marzo de 1919, señalando que en función de tal pensión debía informar al Estado Mayor General la fecha aproximada en que debía dar a luz “para que se designe un médico del Ejército que vigile el alum­bramiento al objeto de modificar la pensión de retiro”. Fondo Personal José Lezama Lima. Carpeta No. 94. Área de Manuscritos. Colección Cubana. Biblioteca Nacional de Cuba José Martí (citado por Valenciaga Díaz, ob. cit.)

[22] Paradiso, Capítulo VI, pág. 116, de la edic. crítica, CSIC (Colección Archivos, n° 3), 1988.

[23] Carta del 12 de junio de 1970 (José Lezama Lima: Como las cartas no llegan, Ediciones Unión, La Habana, 2000, p. 223).

[24] Félix Guerra, Para leer debajo un sicomoro. Entrevistas con José Lezama Lima. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 130.

[25] Carmen Ruiz Barrionuevo: “El umbral de Paradiso: el capítulo primero y la poética de la narración en José Lezama Lima”, Casa de las Américas, nº 261, oct.-dic. 2010, p. 20.

[26] La tesis de Character (1871) se resume en un rigorismo voluntarista básico. Los hombres de excelencia genuina, en cada estación de la vida, hombres de industria, de integridad, de alto principio, de honrada honestidad de propósito, comandan el homenaje espontáneo de la humanidad. Es natural creer en tales hombres, tener confianza en ellos e imitarlos. Todo lo que es bueno en el mundo es confirmado por ellos, y sin su presencia en él, no valdría la pena vivir en el mundo. Aunque el genio siempre exige admiración, el carácter asegura el respeto. El primero es más producto del poder del cerebro, el último del poder del corazón; y a la larga es el corazón el que gobierna en la vida. Los hombres de genio se colocan ante la sociedad en la relación de su intelecto, como hombres de carácter de su conciencia; y mientras los primeros son admirados, los segundos son seguidos.

[27] La idea del padre como presencia fantasmal recurrente puede relacionarse con una frase de Lezama a Ciro Bianchi: “Mi padre murió fuera de Cuba. San Agustín dice que quien muere fuera de la ciudad no alcanza la resurrección”.

[28]Esta es una de las tesis del libro de Arnaldo Cruz-Malavé El primitivo implorante. El “sistema poético del mundo” de José Lezama Lima, Ámsterdam/Atlanta/ Rodopi, 1994. Para Cruz-Malavé, toda la obra de Lezama gira en torno al “vacío ontológico” que constituye la muerte del padre y el subsiguiente intento por llenar o restaurar con la imagen el logos paterno.

[29] Respuesta a una pregunta de Ciro Bianchi: “Interrogando a Lezama Lima”, en Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, serie Valoración múltiple, Casa de las Américas, 1970, p. 11.

[30] En su ensayo “Lo cubano en ParadisoRoberto González Echevarría se coloca bajo la sombra de Fernando Ortiz para analizar el contrapunteo entre el azúcar del central Resolución y esa familia de pinareños, descendientes de ingleses entroncados con cultivadores de la hoja de tabaco.

[31] Paradiso, capítulo VI, p. 111 edic. crítica.

[32] Fascinación de la memoria. Textos inéditos de JLL, Editorial Letras Cubanas, La Habana, p. 218.

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