InicioRialta Magazine_Ensayo y críticaJosé Lezama Lima: el sable del coronel (1905-1919)

José Lezama Lima: el sable del coronel (1905-1919)

Presentamos, en la segunda de tres entregas, el segundo capítulo del libro en preparación: 'José Lezama Lima: una biografía'.

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¿Cómo había llegado el padre de Lezama a convertirse en alto oficial de la importante guarnición militar de Columbia? En su entrevista con Joaquín G. Santana, el escritor dice:

Mi padre forma parte de la clase militar cuando la Universidad se incorpora al Ejército. Era un hombre de carrera: un ingeniero, un arquitecto, un hombre que sabía idiomas. Cuando se constituyó el Ejército, allá por el año siete u ocho, él se incorpora a las fuerzas armadas. Pero en realidad forma parte del aluvión universitario que engrosó el Ejército en aquellos años, que fueron los mejores del Ejército en Cuba, desde el punto de vista de la disciplina y del prestigio que llegó a adquirir.[1]

Un compañero de armas, por su parte, describe a Lezama Rodda como “un hombre de una voluntad de acero” y “un enamorado de la gloria que ambicionaba honores, no por los bienes materiales en que suelen convertirse en estos tiempos, sino por el honor en sí, por el prestigio y el buen nombre que pueden lograrse con el patriotismo, el estudio, el valor y el esfuerzo personal”.

Si bien durante sus estudios aquel joven impetuoso había sido un estudiante “rebelde y díscolo”, en el Ejército será “el prototipo del Oficial disciplinado y respetuoso, que cumplía fielmente sus deberes y los hacía cumplir a sus subalternos”. Para ilustrar los valores morales del joven oficial Lezama Rodda (“se cuidaba de su nombre con más esmero que una mujer de su belleza”), este mismo militar cita una anécdota reveladora:

En la liquidación de su herencia paterna había alcanzado una cantidad importante, ascendente a algunos miles de pesos que le fueron entregados en efectivo. Con ese dinero formó una sociedad con otros jóvenes, ingenieros como él, para dedicarse al negocio de construcción de casas. La sociedad prosperó rápidamente, porque todos los socios le dieron gran impulso con su actividad e inteligencia, pero el vértigo de los negocios mercantiles e industriales los llevó a acometer empresas superiores a sus fuerzas económicas y ante la posibilidad de que llegase un día en que no pudiesen cumplir sus compromisos, decidió Lezama separarse de la sociedad, cediendo a sus socios el capital que había aportado y los beneficios obtenidos.

Mis socios –me dijo un día– que son muy inteligentes y honrados, tienen la seguridad de que podremos terminar la última gran obra que hemos contratado y cumplir todas nuestras obligaciones con el capital social y la utilidad que nos produzca… Pero a mí eso me hace el efecto de una jugada de bolsa… Si sale bien obtendremos un gran beneficio, y si sale mal vendrá la quiebra y mi nombre, que para mí vale más que las riquezas y el bienestar que proporcionan, se verá envuelto en un escándalo… Prefiero perderlo todo y limitar mis aspiraciones a mi modesto sueldo de Oficial del Ejército.[2]

A juzgar por este episodio de su vida, que detalla cómo Lezama Rodda dejó perder su herencia y único patrimonio, es evidente que el joven militar no tenía una mentalidad mercantil. Su carrera militar, en cambio, resume muy bien la historia de los comienzos del ejército en Cuba.

Tras las complicadas negociaciones que siguieron a la entrada de las tropas norteamericanas en la Guerra de Independencia que los cubanos libraron contra España se produjo oficialmente el desarme del Ejército Libertador. Los americanos quedaron a cargo de mantener el orden en la isla con la ayuda de una Guardia Rural (policía militar para las zonas no urbanas) que se caracterizó por su absoluta lealtad a las autoridades interinas de ocupación. Muchos militares cubanos obtuvieron puestos políticos; otros tramaron fracasadas rencillas, quedaron relegados o fueron perdiendo el control real. A la sombra del poder norteamericano, el primer presidente cubano, Tomás Estrada Palma, se dedicó a imaginar una República que necesitaba “más maestros que soldados”.

Los (fundados) prejuicios antimilitaristas de Estrada Palma y su austera política económica convirtieron a Cuba en un país sin ejército permanente. En su primer mensaje al Congreso, el 26 de mayo de 1902, el presidente había afirmado: “La tranquilidad pública y el orden descansan en la disciplina del país mismo”. De ahí que su única medida en el sector militar fuera reforzar la Guardia Rural, que dobló su presupuesto y efectivos, alcanzando un total de 3 020 oficiales y soldados. Ese aumento de presupuesto permitió, además, que el Cuerpo de Artillería, una unidad más bien ceremonial, incorporada a la Guardia en 1901 para ocuparse de las fortificaciones costeras, se reforzara y llegase a los 700 hombres. En un primer momento, el Cuerpo “constaba de 150 cubanos de raza blanca reclutados siguiendo los mismos requisitos en cuanto a calificaciones que en Estados Unidos”. En 1904, Estrada Palma le añadió más soldados y los distribuyó en seis compañías bajo sus órdenes directas. Uno de los propósitos de esa reestructuración era deshacerse de las ocho baterías de artillería norteamericana que habían permanecido en Cuba después de la ocupación. Otros historiadores creen que, en realidad, el presidente cubano estaba formando un cuerpo de confianza que pudiera servirle de guardia palaciega.[3]

La importancia cobrada por el destacamento de Artillería provocó el resentimiento del general Alejandro Rodríguez Velasco, jefe de la Guardia Rural, que llegó incluso a quejarse al ministro estadounidense Herbert G. Squiers. Este pidió la disolución del cuerpo, pero Estrada Palma no se doblegó y explicó, paciente, al Ministro: “Yo quiero tener alrededor mío un grupo de hombres en quien pueda descansar absolutamente en tiempo de peligro”.

Bajo el gobierno interventor de Leonard Wood se sentaron las bases de un nuevo ejército cubano, un entramado de motivaciones y lealtades que nada tenía que ver con las del Ejército Libertador. Seleccionados entre una amplia cantera de reclutas blancos, la mayoría de ellos veía con buenos ojos la ocupación y no tenían el menor escrúpulo en prestar el requerido juramento de fidelidad a Estados Unidos ni en rendir cuentas a los comandantes norteamericanos. Se crearon también escuelas militares y programas de enseñanza para oficiales, con el objetivo de convertir el nuevo ejército en una fuerza apolítica, donde resultara inaceptable el partidismo y primara la vocación de servicio.

A mediados de 1906, los liberales casi habían conseguido derrocar a Estrada Palma: su reelección fue calificada de fraudulenta. El 13 de septiembre, el presidente pidió oficialmente la intervención de Estados Unidos y anunció su decisión irrevocable de renunciar y entregar el gobierno de Cuba al representante designado por esa nación. Para mantener el orden y la estabilidad de cualquier Gobierno cubano se hacía indispensable un cuerpo armado, capaz de desalentar a los instigadores de las numerosas revueltas. De lo contrario, Estados Unidos no podría retirarse nunca de la isla, aun cuando Roosevelt contemplara la ocupación como algo temporal. William H. Taft y, luego, Charles Edward Magoon buscaron concretar el proyecto de un ejército libre de interferencias políticas, tarea casi imposible en un país como Cuba.

Retrato de José María Lezama Rodda en 1906, dedicado a Rosa Lima Rosado.(Archivo JLL, Biblioteca Nacional "José Martí").
Retrato de José María Lezama Rodda en 1906, dedicado a Rosa Lima Rosado.(Archivo JLL, Biblioteca Nacional «José Martí»).

A la larga, el alzamiento provocado por la reelección de Estrada Palma en el verano de 1906 demostró que en Cuba seguían mandando los norteamericanos y que, en caso de inestabilidad política, Estados Unidos tendría que asumir, una vez más, la responsabilidad de gobernar la isla. Fue bajo la llamada Segunda Intervención (1906-1908) que el nuevo Ejército cubano tomó forma definitiva, bajo la supervisión del mayor Herbert J. Scolum y con el coronel Edmund Wittenmeyer como agregado militar de la Legación estadounidense.

Por esa época, en mayo de 1907, José Lezama Rodda se incorpora como segundo teniente al selecto Cuerpo de Artillería de Costa. En diciembre de ese mismo año fue ascendido a primer teniente. Ese cuerpo recibía una intensa instrucción técnica por parte de oficiales norteamericanos. Una de las compañías fue equipada con obuses y otra con diez ametralladoras Colt, que aparecen en la insignia del cuello del uniforme en una de sus fotos más conocidas.

En los primeros meses de 1908 se discutió y aprobó la ley que constituía el nuevo instituto armado en tres cuerpos independientes: Milicia, Guardia Rural y el llamado Ejército Permanente. La decisión fue muy polémica. Las dos principales fuerzas políticas cubanas de la época, liberales y conservadores, hacían todo lo posible por controlar la nueva institución. Pero la ocupación llegaba a su fin y los norteamericanos estaban obligados a tomar una decisión rápida.

El esfuerzo norteamericano por despolitizar la naciente institución militar no había llegado a cuajar: cada bando político reclamaba alguna de las partes de la nueva fuerza militar: los conservadores tenían más arraigo entre la Guardia Rural, mientras que los liberales esperaban controlar al nuevo Ejército Permanente. Se trataba de un sistema militar desequilibrado y frágil, que el Gobierno provisional había concebido para complacer a los liberales. Como bien advirtió el ataché Wittenmeyer, aquél protoejército estaba colocando frente a frente instituciones armadas que sucumbirían a las rivalidades políticas locales tras la retirada norteamericana.

Postal de oficiales del Ejército cubano en 1909.
Postal de oficiales del Ejército cubano en 1909.

La designación de Faustino (Pino) Guerra como comandante supremo del Ejército al menos garantizaba a los americanos que contra cualquier intento de revuelta se emplearía mano dura. “Nadie querrá verse perseguido por Pino –escribía Magoon a Taft el 9 de abril de 1908– porque saben que no hará prisioneros. Sirvió demasiado tiempo a las órdenes de Maceo como para hacerlo”. Magoon, sin embargo, pasó por alto que Guerra militaba en una de las facciones liberales: era zayista (partidario de Alfredo Zayas) y detestaba a los miguelistas (partidarios de José Miguel Gómez).

Una de las primeras funciones del entonces teniente Lezama Rodda fue como ayudante de campo de Guerra, que tenía su sede en La Cabaña. El cargo le duró unos pocos meses. Las luchas intestinas de los liberales provocaron que el 22 de octubre Guerra fuera víctima de un atentado bajo los portales del entonces Palacio Presidencial (hoy Palacio de los Capitanes Generales). No murió, pero quedó cojo, y después renunció. Ello abrió el camino para que la Guardia Rural y el Ejército Permanente se acabaran mezclando bajo el mando del general José de Jesús Monteagudo.

En noviembre de 1908, tras una estruendosa campaña, Cuba celebró elecciones bajo la tutela norteamericana y los liberales obtuvieron una contundente victoria. El 28 de enero de 1909, los norteamericanos transfirieron el poder a un sonriente José Miguel Gómez. La purga política en el Ejército no se hizo esperar. Al mando de la Guardia Rural quedó Monteagudo, amigo íntimo del presidente electo, que pronto sería nombrado jefe del Estado Mayor.

La carrera militar de Lezama Rodda no fue ajena a estos rejuegos políticos. Una parte la hizo en el periodo de Gómez, si bien sus simpatías políticas estaban con el Partido Conservador. Por encima de todo, aquel joven oficial creía en la obediencia al superior y defendía la idea norteamericana del ejército como cuerpo apolítico y profesional.

*  *  *

Mientras el ejército se convertía en escenario de los conflictos políticos de la naciente República, el militar Lezama Rodda fundaba una familia. Cuenta la leyenda que conoció a su vecina, Rosa Lima y Rosado, por medio de un hermano de esta, y que se vieron por primera vez en una fiesta en casa de la mejor amiga de Rosa, Panchita Suárez Murias, hija de ricos tabaqueros. A aquel fastuoso baile, que debe haber tenido lugar en 1905 en la mansión de las calles San Nicolás y Lagunas, acudió el entonces presidente Tomás Estrada Palma.

La fecha del noviazgo es corroborada por una foto dedicada del padre que aparece en el Fondo José Lezama Lima de la Biblioteca Nacional. Está fechada en enero de 1906, y lleva al pie unos versos apasionados: “Rosa: Es mi deseo mas [sic] vehemente, / Es mi única felicidad, / que por toda una eternidad/ Floresca [sic] mi amor en tu mente. / J. M. Lezama”.[4]

La escena del baile está recreada en Paradiso con un deje irónico que no excluye la emoción.[5] Paran los valses de Strauss y Estrada Palma atraviesa ceremonioso el salón “con la lentitud de una reverencia gentil en el ornamento de una caja de tabaco”. Para todos es como un pater familias. Sale Rialta a su encuentro (“¿No se acuerda de mí, Don Tomás?”). Y sí, resulta que el presidente se acuerda muy bien de la hija de don Andrés Lima, y de las Navidades de Jacksonville, y de la desdichada tómbola…, pecios de una mitología familiar, memoria de un exilio rebelde, trocada en tristeza ante el pedido de Don Tomás: “No se olviden de traer sus restos, pues hay que mezclarlos con la tierra nuestra”.

La novela continúa regodeándose en los pormenores del cortejo:

José Eugenio observó dos detalles que le parecieron deliciosos en Rialta. Cuando se presentaba saludaba con una desenvoltura, que a José Eugenio criado en un ambiente provinciano y español, le parecía la quintaesencia de lo criollo, graciosa, leve, muy gentil. En seguida fingía con suma destreza dos detalles de encantadora cortesanía: un pequeño asombro, acompañado de un ¡Oh!, de ligero subrayado, como si despertase o le fuera conocido por alguna referencia familiar desde hacía tiempo, de tal manera que la presentación solo había precisado un recuerdo. Luego, se sonreía. Esa sonrisa era la culminación de la ancestral plenitud de su cortesanía.[6]

En realidad, desde niña Rosa Lima se había fijado en el apuesto vecino. Lo sabemos porque hay una carta en la que su esposo le recuerda cuando era “aquella chiquilla de 10 años q. soñaba con su José María”. El hermano de Rosa, Alberto Lima, uno de los pocos que aparece con su nombre real en la novela, había sido condiscípulo de Lezama Rodda en el Colegio Mimó, donde se hicieron amigos.

La boda entre Rosa Lima Rosado, con 19 años, y José María Lezama, de 22, tuvo lugar, finalmente, la noche del lunes 17 de febrero de 1908.[7] La prensa calificó la ceremonia de “distinguida y simpática”:

Ella es, como su nombre, es decir, un pleonasmo viviente; él, joven, gallardo, oficial del cuerpo de Artillería. Muy bella, resplandeciente, lucía esa noche la iglesia del Monserrate. Apadrinaron a los enamorados jóvenes la distinguida señora Celia Rosado viuda de Lima y el señor coronel Carlos de Rojas, caballeroso jefe del Cuerpo de Artillería; el doctor Julio Vidal, señor Antonio Bosch, concejal del Ayuntamiento y el doctor José Varela Zequeira, catedrático de la Universidad Nacional. Cuatro lindas señoritas formaban la escolta de honor de la novia: María Teresa Lefevre, Panchita Suárez Murias, Conchita Méndez y Enriqueta Lezama. A estas acompañaban los jóvenes siguientes: teniente Julio Sanguily Echarte, Alberto Lima, Héctor de Quesada y Ernesto N. Tabío.[8]

De esta lista se desprende que Alberto Lima, aquel “tío tarambana”, estaba noviando con Suárez Murias, heredera de una de las grandes fortunas tabacaleras de la isla, rebautizada en Paradiso como Paulita Nibú. Y que Julio Sanguily Echarte, hijo del célebre mayor general del Ejército Libertador Julio Sanguily Garritte y sobrino del no menos famoso coronel Manuel Sanguily Garritte, era uno de los mejores amigos del novio.

Crónica de la boda entre José María Lezama Rodda y Rosa Lima Rosado en El Fígaro, febrero de 1908
Crónica de la boda entre José María Lezama Rodda y Rosa Lima Rosado en El Fígaro, febrero de 1908

Muchos años después, en una entrevista, Lezama incluye al jefe mambí entre sus primeros recuerdos:

El recuerdo más importante que guardo de mi infancia está ligado a don Manuel Sanguily. Mi padre estaba en cama por haberse caído de un caballo, y don Manuel, quien por aquellos días era director de todas las academias militares de la República, fue a visitarlo. Recuerdo los preparativos de mi casa para recibirlo y a mi madre diciéndonos: “Hoy va a venir un hombre muy importante”. Al fin llegó don Manuel, cuya figura no podía dejar de impresionarme. Era un hombre bajito, nervioso, de ojos verdes alucinados. Mientras conversaba con mi padre, yo pasaba de soslayo por el cuarto para verlo. Acompañaba la palabra con la mano y mostraba una gran locuacidad. Cuando decidió marcharse, mi padre hizo un esfuerzo para levantarse y guiarlo hasta la puerta, pero fue disculpado por don Manuel.[9]

Por aquella época, Manuel Sanguily era el Secretario de Gobernación de Menocal. Y su sobrino, presente en la boda del padre de Lezama, era el ayudante de campo del presidente.

Al año siguiente, en marzo de 1909, nace la primera hija del matrimonio: Rosa Eloísa Celia Regla Lezama Lima. El padre compagina las tareas militares con su tesis de grado como Ingeniero Civil, titulada, “Proyecto de Triangulación de la Provincia de Matanzas”.[10] En febrero de 1910 se gradúa y es ascendido a capitán del Estado Mayor.

En diciembre de 1910 nace su hijo varón, y en marzo de 1911 el nuevo mando lo designa para hacer obras de ingeniería militar en la futura escuela de cadetes del Morro, cuyo mando asume temporalmente, hasta la llegada del teniente coronel Philip S. Golderman, un oficial norteamericano que había servido en la Guerra Hispano-Estadounidense.

Lezama Rodda no solo estuvo a cargo de la Academia Militar, también dio clases de Topografía y Dibujo a los cadetes con los manuales de Golderman. Poco después, se le encargó la organización de un batallón de infantería, que será decisivo cuando en mayo de 1912 estalle una sublevación racial en el oriente de la isla.

*  *  *

Aunque la llamada Guerrita del 12 fue un levantamiento armado en toda regla las autoridades liberales y buena parte de la prensa la consideraron como un episodio de “bandolerismo” racial. Su sangrienta represión por el Ejército Nacional al mando de Monteagudo ha pasado a la historia cubana como la Masacre de los Independientes de Color.

El 20 de mayo de 1912 estalló la acción armada con la intención de obligar a que el Partido Independiente de Color (PIC), ilegalizado por una enmienda de la Ley Electoral, fuese legalizado de nuevo. Hubo varios levantamientos, sobre todo en las provincias de Oriente y Las Villas, y rápidos abortos de acciones en La Habana, Pinar del Río y Matanzas.

En poco más de dos meses, después de una intensa campaña de demonización llevada a cabo por la prensa, el Ejército cubano masacró a muchísimos negros y mestizos (las cifras de víctimas, tema polémico, oscilan entre los 300 y los 12 mil), incluidos los líderes del PIC. El alto mando de aquella contienda incluía, además de Monteagudo, a otros militares cercanos a Lezama Rodda: el coronel José Martí Zayas Bazán, como Jefe de Estado Mayor; el Brigadier Pablo Mendieta Montefur, Jefe de la Brigada de Infantería; y el comandante Alejandro Torriente Peraza como Ayudante General (Jefe de Despacho).

La noche del 27 de julio de 1912, después de la aplastante victoria, el gobierno y las grandes empresas ofrecieron un banquete de celebración en el Parque Martí (hoy Parque Central), de La Habana. En el acto, presidido por el hijo del Apóstol y con discurso de Monteagudo, estuvieron muchos de los soldados involucrados. Hubo brindis (“porque jamás en Cuba se derrame sangre cubana”) en el centenar de mesas. Se tocaron habaneras, danzones, operetas y el himno nacional. El menú incluyó jamón, queso de puerco, arroz con pollo y lechón asado. La prensa elogió la excelente organización y el orden que reinó en el banquete: “ni una miga de pan, ni una botella rota, ni un plato arrojado”. En la lista de oficiales que asistieron consta (aunque con erratas) el nombre de “José M. Lazama y Rodas”.[11]

Durante la Guerrita del 12, hubo también un desembarco de tropas norteamericanas que, aunque no significó una nueva intervención, sí indicó la disposición estadounidense de proteger a toda costa los intereses de sus inversionistas. A los políticos y periodistas norteamericanos también les preocupaba que la insurrección racial en Cuba se convirtiera un “mal ejemplo” para la población negra del sur de Estados Unidos.

En noviembre de 1912 hubo nuevas elecciones en la isla. El candidato oficialista Alfredo Zayas fue derrotado y en mayo del 1913 el general Mario García Menocal, candidato del Partido Conservador, llegó a la presidencia. Lo acompañaba, como vicepresidente, el destacado filósofo y sociólogo Enrique José Varona y Pera.

Retrato de José María Lezama Rodda en 1905
Retrato de José María Lezama Rodda en 1905

La era dorada de los liberales parecía haber llegado a su fin. Las bases del partido del “gallo y del arado”, los símbolos que lucían en su bandera, estaban, sobre todo, en el campo. Al principio, contaron con la simpatía de los campesinos y los negros, y explotaron a conveniencia el sentimiento antinorteamericano. Acaudillados por José Miguel Gómez, que había alcanzado los grados de Mayor General del ejército mambí, y por el candidato Zayas, abogado y hermano de un general insurrecto caído en combate, los liberales fundaron el populismo a la cubana. Gómez, hijo (sin estudios) de unos hacendados de Las Villas tenía un carácter campechano y dicharachero, y se vendía como hombre llano y un “macho a todas”. Pero la “guerrita” y la rampante corrupción debilitaron su popularidad. A los liberales se les acusaba de haber instaurado la Lotería Nacional y autorizado el juego y las peleas de gallos, fuentes de sobornos y prebendas. En la calle, Gómez era llamado “Tiburón” por su voracidad y sus mordidas al erario. La picaresca popular, sin embargo, reconocía que “Tiburón se baña, pero salpica”; es decir, el presidente robaba, pero dejaba que otros cargos públicos también lo hicieran.

Su contendiente, que también había tenido una participación destacada en la Guerra de Independencia, era un distinguido ingeniero, educado en Estados Unidos, de carácter frío y calculador. Era también el dueño del central Chaparra, en el norte de Oriente, uno de los mayores ingenios azucareros de Cuba. Aunque a Menocal no lo caracterizaba la simpatía expansiva de Gómez, sí era bastante popular entre las mujeres (en 1918 legalizó el divorcio en la isla, con la custodia de los hijos para las madres) y tenía reputación de buen administrador y de hombre recto y enérgico.

Las elecciones del 12, organizadas por Manuel Sanguily como Secretario de Gobernación, transcurrieron sin grandes sobresaltos. En 1913, también comenzó su mandato en Estados Unidos un nuevo presidente, Woodrow Wilson, y las relaciones entre los dos Gobiernos se volvieron cada vez más estrechas. Vendrá luego un período de prosperidad debido a la espectacular subida del precio del azúcar tras el estallido en Europa de la Primera Guerra Mundial, lo cual posibilitó una entrada masiva de divisas en la isla. Los negocios norteamericanos en Cuba florecieron e impulsaron el comercio entre ambas naciones. Hay bastante consenso en que los tres primeros años del Gobierno de Menocal fueron, para decirlo con las palabras del comandante y doctor Horacio Ferrer, “un período brillante en nuestra historia en el que progresaron de manera notable las industrias, el comercio, las ciencias y las artes”.[12]

Aun así, las rivalidades políticas entre liberales y conservadores se dejaban sentir en la calle. El 8 de julio de 1913, en pleno Paseo del Prado, ocurrió una riña tumultuaria entre el jefe de la Policía de La Habana, el general del Ejército Libertador Armando de la Riva Hernández, el gobernador civil de esta provincia, general Ernesto Asbert (muy amigo de Menocal) y el senador Eugenio Arias. La causa de la pelea: la persecución desplegada por el jefe de la Policía contra el juego, entronizado en círculos asbertistas. En el tiroteo, cayó muerto De la Riva. Asbert y Arias acabaron presos, pero poco después el primero fue amnistiado. El niño Lezama estaba en el Prado con su hermana (la gresca fue a la altura del número 84) y muchos años después incluirá la refriega entre sus primeros recuerdos.[13]

Fuente de la India y Paseo del Prado en 1915, postal, colección Cuba Museo
Fuente de la India y Paseo del Prado en 1915, postal, colección Cuba Museo

Salvo por estas escaramuzas callejeras en un país de políticos con revólver, la vida del capitán Lezama Rodda y su familia transcurre de manera apacible en esos años republicanos, dividida entre la casa de Habana 9 y la Academia del Morro, donde los cadetes se levantaban a las 5 de la mañana para estudiar Administración Militar, Artillería, Legislación Militar, Tiro, Topografía y Dibujo, Fortificaciones de Campaña e Inglés, además de fumar en pipa (los cigarrillos no están permitidos) y hacer esgrima y gimnasia sueca. El reglamento interior, redactado por el comandante Lezama y su segundo al mando, el capitán Fernando Capmany, es definido como “severísimo”. Con cierta guasa, la prensa da noticia de que de los 54 cadetes han quedado 50 porque 4 “arrepentidos” no han resistido las condiciones de la vida militar, y uno se ha quejado de vértigo al saltar. “Como ciertamente no reunían aptitudes, el Director no les puso ningún obstáculo para que se «eliminaran» discretamente”.[14]

Sus conocimientos de geografía militar también llevaron al oficial Lezama Rodda a proponer, en enero de 1914, una corrección del muy defectuoso Reconnaissance Map of Cuba 1906-1908 elaborado por el ejército norteamericano.[15] Desfasado y con problemas de lexicografía, el mapa no podía utilizarse para reconstruir teatros de operaciones y combates, ni efectuar estudios estratégicos ni tácticos en la escuela de cadetes. El proyecto de actualización fue aprobado por sus superiores y duró todo un año, aunque lo llevaron a cabo jóvenes oficiales del cuerpo de Artillería y cadetes de la Academia. En junio de 1914, Lezama Rodda recibe un importante nombramiento: Coman­dante del Estado Mayor.[16] Poco después, entre agosto y noviembre de ese año, viaja brevemente al campamento de Fort Leavenworth, en Kansas, donde irán a visitarlo su esposa e hijos.[17]

El 23 de febrero de 1915, el Diario de la Marina da noticia de una “visita de inspección” de Menocal y su Secretario de Gobernación, el coronel Aurelio Hevia (casado, por cierto, con Matilde Lima, hermana de Rosa), a las obras de la Academia Militar de La Cabaña, donde lo recibe su director, el “comandante José María Lezama”. Tras recorrer las estrechas dependencias donde estudiaban unos 110 cadetes, incluida la cantina y el club militar, el presidente “dijo que era urgente, preciso y necesario el hacer un gran edificio propio para que sea una Academia amplia, confortable y moderna”, si bien reconoció y felicitó “los servicios eficientes y el celo e inteligencia del comandante Lezama y dignos profesores a sus órdenes”.[18]

La capital cubana también ha empezado a convertirse en una ciudad moderna y confortable. Mejoran los servicios públicos (cuesta imaginar, por ejemplo, que desde 1910 La Habana ya tenía servicio telefónico automático), se crea una moneda nacional, se invierte en Sanidad y Educación. A veces el joven matrimonio Lezama va con sus hijos a la casa de los Lima, en Prado 9, a ver desde el portal el desfile de los carnavales. Menos animados, desde que en 1912 una reyerta entre dos comparsas (El Gavilán y El Alacrán, correspondientes a dos “potencias” del culto abakuá) provoca la suspensión de las congas callejeras durante varios años. Ahora son rituales blanqueados, carnestolendas con automóviles ornamentados, carrozas, bandas militares y la presentación del Rey y la Reina. Como el oficial ha empezado a desarrollar una incipiente calvicie que lo preocupa, los antruejos amigos del padre que participan en el tradicional desfile le gritan “¡Lezama, quítate la gorra!”. Su esposa, sonriente, lo justifica ante los niños: “El reglamento del Ejército permite al militar permanecer con la gorra puesta”.

*  *  *

Desterrada temporalmente de las principales calles habaneras, la conga carnavalesca terminó, sin embargo, por conquistar la política cubana. Esta singular versión del “retorno de lo reprimido” podría titularse como uno de los primeros sones de María Teresa Vera y Rafael Zequeira: “El triunfo de la chancleta”.

Derrotados en 1912, los liberales no perdían la esperanza de volver al poder. Al principio, pensaban que se enfrentarían al general Emilio Núñez, pero luego los conservadores impulsaron la candidatura de Menocal para un segundo periodo presidencial. La reelección estaba permitida por la Constitución, y la brillante ejecutoria de Menocal parecía ser lo único que podría contrarrestar la pujanza de los liberales. Sin embargo, muchos cubanos también recelaban de la reelección porque estaban aún recientes las dolorosas consecuencias de la de Estrada Palma. Desoyéndolos, la asamblea conservadora se declaró reeleccionista por exigua mayoría y al día siguiente fue aclamada la candidatura Menocal-Núñez. El presidente prefirió ignorar a quienes le recordaron que en 1912 había dicho enfáticamente: “El principio de la no reelección es el más firme sostén de la paz”, o que en 1915 había reiterado que no aspiraría a un nuevo mandato.

Los liberales, revueltos y preocupados, tuvieron que posponer sus rencillas internas y en marzo de 1916 eligieron a sus propios candidatos: el doctor Zayas, para la presidencia, y el coronel Carlos Mendieta para vicepresidente. El partido montó una amplia campaña cuya “arma secreta” fue nada menos que una conga: “La Chambelona”. Su origen era una tonadilla española, conocida al menos desde finales del XIX, a la que se le sumaron elementos rítmicos africanos. Algunos cronistas afirman que desde 1908 por la zona central de la isla ya se cantaba una canción que mencionaba a una bella mulata de rumbo que llamaban “La Chamberona” o “La Tamberona”, cuya popularidad sirvió de inspiración a los políticos locales.

Si bien hay distintas versiones sobre la autoría, todo indica que fue un liberal entusiasta, el músico Rigoberto Leyva Matarana (1886-1979), oriundo del poblado de Camajuaní, quien tomó en 1916 la melodía anónima, le puso sabor de rumba callejera y le incorporó unos versos burlones contra el presidente conservador:

¡Aé, aé, aé La Chambelona!
Menocal para Chaparra,
Marianita pa’ la zona.
¡Aé, aé, aé La Chambelona![19]

La Zona era la llamada “zona de tolerancia” establecida para las prostitutas en la capital, y “Marianita” era la esposa de Menocal, doña Mariana Seva. Otras variaciones no menos mordaces de la conga añadían esta estrofa:

La mujer de Menocal
dicen que está barrigona
y le achacan la barriga
a Enrique José Varona.
Yo no tengo la culpita
Ni tampoco la culpona. 

Gómez solía visitar Camajuaní, donde vivía su yerno, el coronel y senador José María Espinosa. Durante una de esas visitas, Leyva y otros músicos interpretaron “La Chambelona” en su presencia y el expresidente se entusiasmó. La conga se convirtió de inmediato en himno de guerra liberal y banda sonora de todos los actos de campaña. Poco después, llegó a La Habana. Una tropa de liberales, procedente del centro de la isla, se bajó del tren en la Estación Central cantándola y bailándola de camino a la residencia de Zayas. La Policía intentó detener aquel piquete que gritaba por la calle sus insultos al presidente y a la primera dama, pero fue en vano. En un país proclive a la rumba y al choteo, “La Chambelona” conoció un éxito inmediato. Como diríamos hoy, se “viralizó”.

El Partido Conservador, en cuyas campañas previas también habían sonado canciones populares, decidió que, si no podía vencer a su enemigo, lo mejor era usar sus mismas armas. En la capital y otras provincias se cantaron versiones menocalistas de “La Chambelona”. Contra los chambeloneros, los conservadores también tocaban una rumbita del teatro bufo (creada por Jorge Ánckermann) que terminaba con este estribillo:

Tumba la caña, anda ligero,
mira que viene el Mayoral
sonando el cuero.

Menocal era conocido como el Mayoral de Chaparra, y esta estrofa era una advertencia de su mano dura contra los adversarios.

El 1 de noviembre de 1916 se celebraron elecciones generales. Al día siguiente, muchos de los partes electorales que emitían los colegios y llegaban a la Secretaría de Gobernación daban por segura y con amplio margen la victoria de Zayas. Incluso el secretario de Gobernación de Menocal, el coronel Hevia, afirmó: “Los liberales no han ganado más provincias, porque no las hay”. Las malas nuevas irritaron al gobierno: en los numerosos incidentes reportados, los muertos y lesionados eran sobre todo conservadores. Violando la disciplina, muchos militares incluso se situaron abiertamente en el bando liberal: no dejaron entrar a los conservadores a varios colegios o expulsaron a sus miembros. En consecuencia, las cifras de los liberales terminaron bastante hinchadas.

Pero Menocal no estaba dispuesto a aceptar la derrota y esa misma noche, cuando trasladaban las urnas de los colegios a la Junta Central para certificar los resultados, sus partidarios cambiaron las boletas, intimidaron a funcionarios electorales y desaparecieron los partes originales que daban el triunfo a Zayas. Se dice también que muchos pliegos de votación fueron falsificados en Correos.

Lezama Rodda con uniforme de Teniente de Artillería, circa 1909. (Archivo JLL, Biblioteca Nacional "José Martí").
Lezama Rodda con uniforme de Teniente de Artillería, circa 1909. (Archivo JLL, Biblioteca Nacional «José Martí»).

Cuando se notificó oficialmente la victoria y reelección de Menocal el escándalo fue enorme. Los liberales impugnaron de inmediato los resultados y el Tribunal Supremo, al comprobar el fraude en la mayoría de los colegios de Las Villas y Oriente (territorios “miguelistas”), anuló los resultados de los comicios y ordenó celebrar nuevas elecciones para esas provincias en la segunda quincena de febrero.

En ese ambiente polarizado recomenzó la campaña electoral. Como era costumbre, los liberales llevaban a sus músicos para animar los mítines al compás de “La Chambelona”. Después de los discursos, los cantantes improvisaban versos para ensalzar a sus candidatos y atacar a los contrarios; por supuesto, si había algún grupo rival oyéndolos se producían broncas brutales. El 14 de noviembre, Menocal prohibió tocar “La Chambelona” en toda Cuba, pero en los predios “miguelistas” no había autoridad que se atreviera a cumplir su orden.[20]

La lucha por el poder hizo que Gómez, que durante su Gobierno se había esforzado por evitar una intervención norteamericana, ahora tratase de propiciarla. En octubre de 1916 él y Zayas sugirieron al ministro de EE. UU., William Elliott Gonzales, la conveniencia de intervenir para evitar el fraude menocalista. En respuesta, los americanos anunciaron que solo darían su apoyo a gobiernos constitucionales. En otra nota posterior y más explícita condenaron la llamada “revolución liberal”, confirmaron su respaldo a Menocal y declararon responsables a los sublevados de cualquier daño que sufrieran las propiedades americanas en la isla. (No era una advertencia gratuita: varios de los rebeldes luego apostaron por paralizar la zafra, quemar las plantaciones, crear un caos nacional y forzar una intervención que les hubiese dado un nuevo protagonismo).

La campaña siguió con mucha tensión. En enero de 1917 llegó a oídos de Gómez que los menocalistas estaban armando a sus partidarios y comprando votos para las elecciones complementarias. Indignado, comenzó a planear la rebelión y poco después, el 11 de febrero de 1917, tres días antes de la fecha prevista para la repetición de los comicios, decidió alzarse en armas contra el gobierno. El candidato Zayas no quiso participar en el levantamiento y se refugió en su finca de Palatino.

El estado mayor de José Miguel había concebido un plan para secuestrar a Menocal cuando se dirigiese a su finca y tomar los campamentos militares de Columbia y La Cabaña, mientras que fuerzas del Ejército leales a Gómez ocuparían los cuarteles provinciales de Santa Clara, Camagüey y Oriente. Pero el secuestro no funcionó (el presidente recibió un aviso a tiempo y no salió de La Habana), y la sedición de Columbia se frustró cuando un soldado avisó de que pasaba algo raro y varios oficiales redujeron a la obediencia a los batallones de infantería allí acantonados. Algo parecido sucedió en La Cabaña y en la estación de Policía de La Habana. En Pinar del Río también se abortaron los planes de los insurrectos. Para el 11 de febrero la revuelta solo había prendido en Santa Clara, Camagüey y Oriente, donde los rebeldes consiguieron controlar las capitales de provincia. No era poca cosa, teniendo en cuenta el nivel de improvisación: la cuarta parte del Ejército se había pronunciado a favor del alzamiento. Todo había sido demasiado fácil y la alegría de los liberales reinaba en el oriente del país. “La Chambelona” se cantaba y bailoteaba en los campamentos y las calles; algunos gacetilleros vieron al mismísimo Gómez “arrollando” en el parque central de Majagua, el pueblo donde concentraba sus fuerzas para avanzar hacia La Habana.

Sin embargo, el exceso de confianza en la victoria le impidió a Gómez aquilatar sus posibilidades reales. La considerable fuerza militar, equipada con modernas armas (ametralladoras Browning, fusiles Springfield, etc.), que Menocal tenía en la capital se desplazó rápidamente a las zonas en conflicto. Estados Unidos, que necesitaba más que nunca el azúcar cubano, tampoco quería nuevas revueltas en la isla, así que brindó su ayuda militar al presidente a pesar del insistente lobby de los liberales cubanos en Washington.

Los dos focos principales de la insurrección estaban localizados en el Oriente de la isla, bajo el mando del comandante Rigoberto Fernández, y en Camagüey, cuyo jefe militar, el coronel Enrique Quiñones, se unió a la sublevación. Allí los amotinados tomaron presos al gobernador de la provincia, Bernabé Sánchez Batista (tío, por cierto, de la escritora Anaïs Nin) y al alcalde de la ciudad de Camagüey, Francisco Sariol. Otro de los principales líderes liberales, el exgobernador, senador y comandante Gustavo Caballero, también era camagüeyano. Menocal primero envió allí al coronel Eliseo Figueroa, con numerosa tropa para que sofocara el alzamiento, pero tan pronto este llegó a su destino se sumó a los rebeldes.

Previsor, ya Menocal se había ocupado de reorganizar el Ejército y colocarlo bajo el mando de la recién creada Secretaría de Guerra y Marina. Para sofocar el levantamiento, además de las tropas regulares, usó una milicia nacional con miles de voluntarios guiados por oficiales de confianza, seleccionados entre antiguos miembros conservadores del Ejército Libertador, pero también con jóvenes leales, como el padre de Lezama, que se vio de pronto enviado a Camagüey, entre una numerosa tropa al mando del coronel Eduardo Pujol y Comas.

El 17 de febrero, el escuadrón de caballería al mando del comandante Lezama Rodda, al que los soldados le habían puesto el nombre de “escuadrón Verdún”, tuvo su primer enfrentamiento con fuerzas de Figueroa. También batió a Rogerio Zayas Bazán en Juan Criollo y Arroyo Blanco. El 21 estaban en Majagua, el 22 en Ciego de Ávila. Por la noche de ese día tuvieron combates en Céspedes y Florida.

El 27 de febrero, el coronel Pujol ordenó a un grupo de 200 infantes, comandados por Lezama Rodda, y 80 jinetes a las órdenes del comandante González Herrada, que rescataran a los funcionarios conservadores presos por Caballero. Fueron ellos, guiados por un norteamericano de apellido Hall, los encargados de asaltar por sorpresa y en pleno día la finca La Matilde, donde estaban retenidos Sánchez Batista y Sariol, poniendo en fuga a los alzados.[21] La tropa rescató también a otros prisioneros, junto con un abundante botín y un cañón de la Guerra de Independencia. Por su desempeño en esas primeras acciones de la guerra, el comandante Lezama será ascendido a Teniente Coronel con apenas 31 años.

Semanas después, el 18 de marzo, la misma tropa volvió a combatir contra Caballero, en Arroyo Hondo. Ese día murió el exsenador liberal Nicolás Guillén Urra, padre del célebre poeta cubano. De su muerte hay varias versiones: la prensa primero aseguró que había muerto en combate, pero luego los soldados culparon a un teniente, un tal Gandarilla, que habría encontrado al político, desarmado y enfermo, en una casa antes de asesinarlo.[22]

En abril, el ya teniente coronel Lezama Rodda sigue en campaña, esta vez como parte de las tropas que tratan de rodear a los dos cabecillas más importante de la revolución en el centro de la isla: Figueroa y Caballero. Una columna de caballería a su mando, con 500 hombres, sale de Piedrecitas para situarse sobre el río Jigüey y consigue cerrarle el paso al enemigo. Figueroa, tras reunirse con Caballero en San Rafael de Guzmán, busca evitar el cerco y ganar el río Caonao. “Para impedir el avance del teniente coronel Lezama –cuenta el coronel Pujol– puso tres emboscadas en San Jacinto, con las cuales se batió el capitán Corbo el mismo día 16, haciéndole diez muertos, perdiendo nosotros tres caballos. Enterado el teniente coronel Lezama de estas escaramuzas, partió en seguida con los Escuadrones de los capitanes Sariol y Cadenas, en apoyo de Corbo”.[23] Sigue el relato de una persecución trepidante, que termina con el combate de La Vega de Nigua y la derrota final de Figueroa.

A finales de abril, fatigado y acorralado en Nuevitas, Caballero se rinde a las tropas menocalistas con la promesa de que se le perdonaría la vida. Lo conducen, herido y prisionero, a Camagüey, pero en el trayecto ferroviario un sargento lo mata de un tiro. Se dice que no hacía más que cumplir con un telegrama cursado desde Palacio y enviado directamente al coronel Pujol: “Traiga cadáver de Caballero a Camagüey”. Contra los militares alzados, el “mayoral de Chaparra” prefería mano dura, cuero y escarmiento.

Entierro de la Chambelona en La política cómica (La Habana, 1917)
Entierro de la Chambelona en La política cómica (La Habana, 1917)

La campaña camagüeyana propició una nutrida correspondencia entre Lezama Rodda y su esposa, que lo esperaba angustiada en La Habana. Se conservan diez cartas suyas[24] de esos meses a Rosa Lima Rosado. La primera, del 28 de febrero y la última del 12 de abril de 1917, donde el militar menciona las operaciones militares en Camagüey, le pide ropas y fotos, y se dis­culpaba por no escribirle más. En otra, del 9 de abril, se preocupa por la salud y calificaciones escolares de los niños (“Nunca me dices nada de las notas de Rosita y Bolín en el colegio, escríbemelas para saber sus adelantos”),[25] y al día siguiente se refiere a su suerte como oficial y pide a su esposa que no lo atormente con su tristeza. También la pone al tanto del combate en La Matilde (“Quizá sepas que ayer tuve un gran combate en la finca La Matilde, como a 13 leguas de aquí, rescaté al alcalde de Camagüey, Pancho Sariol, le hice al enemigo más de treinta muertos, ocupé un gran botín de guerra y regresé á ésta, donde me hicieron un delirante recibimiento”), y le dice que está alojado en casa de su cuñada Alicia Lima Rosado, que por esos días celebraba su 24 cumpleaños con su esposo, el doctor Alberto Santos, y su pequeño hijo. De regalo, el militar le ha llevado a su cuñada un faisán. El 17 de abril trata nuevamente de despejar las preocupaciones de su esposa, y le explica que ya tiene suficiente carga con lo que le ha tocado en el campo de batalla: “yo resulto ser la llave de paso para todo el mundo, tanto civiles como militares, todo el mundo acude a mí, y todos me asedian, me piden, me suplican, me ruegan y me vuelven la cabeza loca”. Envía, también, una breve nota para su hijo: “Querido Pepito: Vamos á esperar para lo de la ropa á que yo vaya á esa. Sigue estudiando mucho y portándote bien para que seas un hombre de provecho. Acompaña todo lo que puedas á Rosita y obedécela como si fuera tu madre”.[26]

De aquella campaña de su padre contra los liberales le quedaron a Lezama Lima algunas anécdotas. Una de ellas se la contará, años más tarde, a Lorenzo García Vega. Tras darse a la fuga, los alzados habían dejado en el campamento un arroz con pollo que la supersticiosa tropa creyó envenenado, pero que el padre de Lezama no dudó en probar. Al día siguiente, una singular declaración suya salió publicada en la prensa: “Los liberales son grandes cocineros”.

Este suceso también aparecerá, convenientemente barroquizado, en Paradiso:

Se dirigió el Coronel al caldero central y lo destapó. Los legionarios retrocedieron, como en los tiempos bíblicos, ante el sofrito que retumbaba en la espesura del caldo arrocero, como un monstruo que agoniza al llegar la marea baja. Levantó un ala, que por la blandura del perfumado vapor asimilado, se extendía por las opulencias de la pechuga, y comenzó a desgarrarla. Hacía bien visible el alón, para que la tropa abandonara el miedo al veneno, como si fuera un racimo báquico. La alegría fuerte, que marcaba las líneas de la cara con decisión dominante, hizo que el resto de la soldadesca comenzara a acercarse a los calderos, sirviéndose raciones hechas para lestrigones. Bajo la tonancia gastronómica la tropa se alzó en aleluyas corales, con entonaciones como de carga inmóvil, y en medio el Coronel cantando hurras, voces de mando, con la soberanía de un gigantoma muslo de pollo, que trazaba una rúbrica para columpiar sus canciones, terminando en el punto cerrado de la boca, brillosa por la grasa y las escamas de la cebolla.[27]

El toque de humor vernáculo disimula los rigores de aquella operación militar. Se combatía contra una revolución y las víctimas no fueron pocas. Solo la habilidad táctica de oficiales como Consuegra, Pujol y el propio Lezama Rodda impidió que los sublevados juntaran sus fuerzas en el centro de la isla y pudieran seguir hacia La Habana. Tampoco fue sencillo pacificar Oriente, aunque el coronel Miguel Varona siguió una hábil política de facilitar la salida del país a todos los jefes liberales que optaron por esa solución y permitir a los rendidos conservar sus armas y volver en paz a sus hogares. Ante una prueba de fuego, nunca mejor dicho, el Ejército Nacional había probado su valía y su fidelidad al gobierno y a la Constitución. Al final de su informe de guerra, Pujol elogiaba sin reparos “a todos los jefes y oficiales y soldados que han tomado parte en estas operaciones, no obstante la inclemencia del tiempo que hizo sufrir a la tropa aguaceros sin cesar día y noche a pesar de las fatigas de una persecución sin tregua y en ocasiones de la falta de alimentos”.

En la prensa conservadora se hizo abundante leña del árbol liberal caído. Abundaron palabras como cumbancha, bachata y rebambaramba. El choteo criollo no era patrimonio de un solo partido y eso se nota al hojear las páginas de un número de La política cómica de 1917, repleto de sátiras menocalistas contra “el timbeque sedicioso”. En una de ellas, titulada “Carnaval ponchado”, el chistoso lamenta que por culpa del alzamiento liberal se haya tenido que suspender el carnaval de febrero. Otro gacetillero proclama en verso que “Muy pronto vendrá la calma / a esta mansión tropical / porque Mario Menocal / no es Tomás Estrada Palma”. Y varias páginas después, una simpática parodia de esquela mortuoria anuncia: “E.P. D. / La Sra. Chambelona Liberal / ha fallecido/ o mejor dicho, ha fracasado/ después de recibir los santos desengaños del sufragio electoral y la bendición apostólica del reverendo míster Wilson”.

José María Lezama Rodda en 1917 (Harris & Ewig)
José María Lezama Rodda en 1917 (Harris & Ewig)

Notas:

* Se presenta aquí, en exclusiva para Rialta, uno de los capítulos (el segundo) del libro en el que llevo demasiados años trabajando: José Lezama Lima: una biografía (título provisional). Otro capítulo, titulado “Hotel Vedado”, fue incluido en mi libro Inventario de saldos. El cuarto, “Narciso en Upsalón (1929-1933)”, fue publicado en tres entregas en la revista El Estornudo, en febrero-marzo de 2020. Como se verá, se trata de un esfuerzo por mantener el análisis de la vida y la obra de Lezama a un nivel estrictamente biográfico, al margen del gigantesco corpus de exégesis literaria que ha generado su obra, y que se ha multiplicado en los últimos años. Para el biógrafo de Lezama, son especialmente útiles los testimonios de las personas que lo conocieron, muchos recogidos por Carlos Espinosa en su indispensable Cercanía…, y el deslumbrante trabajo de rescate de su archivo realizado por Iván González Cruz, con quien cualquier lector e investigador de Lezama estará siempre en deuda. Agradezco también algunas contribuciones documentales para este capítulo y/o sugerencias que hicieron, de manera privada, Ciro Bianchi Ross, Abilio Estévez, Rosa Ileana Boudet, Pedro Marqués de Armas, José Ignacio Rodríguez y José Prats Sariol. Las referencias usadas para este fragmento de un work in progress (que se dividirá en tres entregas semanales bajo diversos títulos) se abrevian aquí, por razones de espacio.

[1] Joaquín G. Santana: “La novela de una vida”, Índice, Madrid, nº 278-279, nov. 1970, p. 44.

[2] Este testimonio, titulado “José María Lezama” y firmado por el Coronel Auditor José M. Guerrero, se publicó originalmente en la sección “Nuestros muertos” de la revista El Látigo, Anuario Militar, Escuela de Aplicación, Campamento de Columbia, en 1925. Allí lo encontró Gastón Baquero, y se lo envió a la revista escandalar, dirigida por Octavio Armand, que lo republicó (como un facsimilar) en el n. 1, vol. 3, 1980, pp. 80-81

[3] Estos y muchos otros interesantes detalles aparecen en el libro de José M. Hernández: Política y militarismo en la independencia de Cuba 1868-1933 (Editorial Colibrí, Madrid, 2000), un volumen indispensable para cualquier historia del ejército en Cuba. Otro libro fundamental, del cual hemos extraído varios datos sobre este periodo, es la Historia de Cuba en sus relaciones con los Estados Unidos y España, de Herminio Portell Vilá (Jesús Montero, La Habana, 1938-1941, 4 vols).

[4] La foto ilustra un artículo de Carlos M. Valenciaga Díaz: “Del latido de la ausencia. La huella paterna de José Lezama Rodda en el Fondo Personal José Lezama Lima de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí”, en Revista de la BNJM, año 111, n.o 2, 2020, pp. 37-74. Valenciaga Díaz, antiguo secretario personal de Fidel Castro y miembro del Consejo de Estado y de Ministros, fue destituido en el 2006 junto con otros funcionarios cubanos calificados de “adictos a las mieles del poder”. Luego se convirtió en especialista del Área de Manuscritos en la Biblioteca Nacional.

[5] Sobre esta ironía ambivalente, véase el comentario de Lorenzo García Vega en el capítulo “Los padres de Orígenes” de Los años de Orígenes.

[6] Paradiso, capítulo V, p. 98, de la edic. crítica, CSIC (Colección Archivos, n° 3), 1988.

[7] Por una confusión de Eloísa Lezama Lima, la boda de los padres de Lezama ha sido mal fechada en todos y cada uno de los ensayos y estudios académicos sobre el escritor cubano: fue en 1908, no en 1907.

[8] El Fígaro, La Habana, 24 de febrero de 1908, p. 93.

[9] Ciro Bianchi Ross, “Asedio a Lezama Lima”, Así hablaba Lezama Lima. Entrevistas, Colección Sur Editores, La Habana, 2010, pp. 73-74.

[10] De este proyecto sobre el mapa geodésico de esa provincia cubana, que en Paradiso aparece como Triangulación de Matanzas, se conservan hoy 123 hojas, mapas y planos en el Fondo Lezama de la Biblioteca Nacional de Cuba.

[11] Los detalles del banquete y la lista de asistentes pueden encontrarse en Guerra de razas. Negros contra blancos en Cuba, de Rafael Conte Mayolino y José M. Capmany (Linkgua, Barcelona, 2018). Para este triste episodio de la historia cubana es indispensable el libro de Rafael Fermoselle: Política y color en Cuba. La guerrita de 1912 (Colibrí, Madrid, 1998).

[12] Horacio Ferrer, Con el rifle al hombro, Imprenta “El Siglo XX”, La Habana, 1950, p. 215. En el libro de Ferrer, por cierto, hay una detallada descripción de las acciones de Lezama Rodda durante la Revolución Liberal de 1917. Los exégetas de Menocal destacaban, sobre todo, su capacidad para remontar el desastre liberal. “Cuando subió al Poder –dice uno– encontró exhaustas las arcas del Tesoro nacional; la fabulosa Compañía del Dragado de los Puertos de Cuba, la desorganización del Ejército, el abandono de la enseñanza pública, el obrero en completo desamparo, sin moneda de cuño cubano, sin ley de Retiro; sin ley de Divorcio; en fin, sin muchas más, que ya anotaremos más adelante, y con una deuda exterior, de cerca de 70 millones de dólares” (Basilio Valle, El General Mario G. Menocal y su gobierno. Habana, Cuba [s. n.] 1921).

[13] “En una ocasión me encontraba en el Prado con mi hermana y sentimos unos disparos y vimos gente que corría. Decían que habían matado al jefe de la Policía. Después supe que, en efecto, se trataba de Armando de la Riva.” (Ciro Bianchi, “Asedio a Lezama Lima”, ob. cit., p. 74).

[14].“Una visita a la Academia Militar”, Diario de la Marina, La Habana, 13 de octubre de 1913, p. 1. Tras destacar la disciplina, organización e higiene de la Academia, el periodista se lamenta: “Lástima que no se instruyan de igual modo de los cadetes aquellos que no están destinados a matar a sus semejantes sino a luchar por el engrandecimiento de las artes, las letras y las ciencias!”.

[15] “Según iba transcurriendo el tiempo iban notándose mayores defectos en dicho mapa, ya que a los errores inherentes a él se unían los cambios originados en carreteras, puentes, etc. Además, su lexicografía era bastante defectuosa, como resultado de que se hubieran escrito estos nombres por personas que no conocían el idioma castellano ni los giros peculiares del lenguaje en nuestro país. Nuestro Ejército poseía una colección de ferro-prusiatos del citado mapa y el Cuerpo de la Guardia Rural tenía otra, habiendo algunos oficiales que poseían ejemplares más o menos completos; pero todas estas colecciones no eran suficientes para atender la demanda que siempre existía, y de aquí que resultara perjuicio en el servicio” (Alfonso González del Real, “El mapa militar de Cuba”, Cuba en Europa, Barcelona, 1918, p. 6).

[16] “Que teniendo en cuenta el patriotismo, valor, lealtad y actitudes que concurren en J.M.L.R ven­go en nombrarle Comandante de Estado Mayor del Ejército Permanente con antigüedad el 29 de septiembre de 1910. Por lo tanto desempeñará fielmente los deberes de su empleo y ejecutará con exactitud todo lo que se relacione con el mismo; debiendo observar y cumplir cuantas órde­nes e instrucciones reciba del Jefe del Estado, del Jefe del Ejército y u otros superiores jerárqui­cos, de acuerdo con las Ordenanzas, Reglamento y Leyes del país y así mismo ordeno y mando a todos los individuos que se hallaren a sus órdenes de cualquier grado que fuesen que obedez­can las que diere como tal Comandante de Estado Mayor. Dado en el Palacio de la Presidencia, Habana, en este día 14 de junio del año de mil novecientos catorce. Secretario de Gobernación Aurelio Hevia y el Presidente de la República Mario García Menocal” (Carpeta 94. Fondo Perso­nal José Lezama Lima. Área de Manuscritos. Colección Cubana. BNCJM).

[17] Según los recuerdos posteriores del escritor, el frío húmedo de Kansas agravó su dolencia asmática, y por las noches sufría incesantes disneas que obligaron a la familia a regresar a La Habana. En otros lugares, también detalla que en aquel lugar no bastaban calentadores ni mantas y el té se helaba en las tazas justo después de servirse.

[18] “El Presidente en la Academia Militar”, Diario de la Marina, La Habana, 23 de febrero de 1915, p. 5.

[19] Cuenta el poeta mexicano José Juan Tablada que detrás del “aé, aé” de “La Chambelona” su compatriota Miguel Lerdo de Tejada creyó escuchar un eco del “evohé” de las bacantes dionisíacas. “Su espíritu democrático y conciliador tuvo siempre la propensión de hacer fraternizar los temas clásicos con los más populares… Recuerdo su entusiasmo al oír por primera vez «La Chambelona», himno de no remota revolución cubana, de esas amables revoluciones que antes que nada decretan la amnistía general. Miguel era todo oídos: ¡Ahé, ahé, ahé La Chambelona! Resonaban güiros y bongoes, el bombardín pícaro y las botellas, las campanas y las vejigas de la rumba delirante, y al morir el último compás, Miguel, que había escuchado como en éxtasis, prorrumpió: ¡Pero si esto es grandioso! ¡Pero si esto es divino! ¡Pero si esto es griego!” Citado en: Orlando González Esteva: “La Chambelona”: caramelos y congas”, 29/10/2012.

[20] Estos y otros detalles aparecen en Ciro Bianchi Ross: Contar Cuba: una historia diferente, Editorial Capitán San Luis, La Habana, 2013, y Joel James Figarola: Cuba, 1900-1928: la República dividida contra sí misma, Instituto Cubano del Libro, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1976.

[21] “El 26 por la mañana salieron los últimos alzados, llevándose consigo al gobernador Sánchez, alcalde Sariol y otros que tenían prisioneros desde el día 11 […]. A mediodía entró Pujol, reconoció como gobernador interino al consejero más antiguo, Adolfo Silva, y como alcalde al Presidente del Ayuntamiento Ricardo Varona Roura […] La misma noche envió una columna de unos 200 hombres al mando de los comandantes Lezama y González Herrada, los cuales guiados por el americano Frank Hall, en la mañana del 27 sorprendieron el campamento de Caballero en la finca La Matilde, de Pedro Marín, a unos 80 km al Este de Camagüey. Los alzados fueron dispersados, muerto el titulado comandante Ángel Vega y rescatado el alcalde Sariol” (León Primelles: Crónica cubana (1915-1918), Editorial Lex, La Habana, 1955).

[22] La historia de cómo tropas al mando del padre del poeta Lezama Lima mataron al padre del poeta Nicolás Guillén ha sido contada, con bastante detalle, por el periodista y escritor cubano Ciro Bianchi Ross. Guillén Urra había sido tipógrafo, periodista y líder sindical en Camagüey. Tras combatir en el Ejército Libertador, entró en la política y llegó a senador. Era director del diario Las dos repúblicas cuando nació su hijo, el 10 de julio de 1902. Fue senador (1909-1913) por el Partido Liberal. Amigo de Martín Morúa Delgado, apoyó su famosa enmienda, que despojó de derechos políticos al PIC y propició la Guerrita del 12. Bianchi dice que sufrió, como otros congresistas negros y mulatos, el dolor y el horror por la masacre. “No obstante, entendía que salvaguardar el principio de la unidad nacional resultaba positivo”. Aunque esta posición ante una matanza de negros no parece muy ejemplar, su hijo será, por azar o por culpa, uno de los primeros cultivadores de la llamada “poesía negrista” en la isla y figura icónica del afrocubanismo.

En 1974, tras el caso Padilla y sus implicaciones, Guillén, que ya se había convertido en presidente vitalicio de la UNEAC, contó su versión de aquel viejo asunto:

Mi padre, según los informes que nosotros tenemos, fue asaltado por el ejército de Menocal, al mando (en la provincia de Camagüey) del coronel Pujol y del teniente coronel Lezama. Mi padre, enfermo, se hallaba en una finca llamada San Ramón del Múcaro, al sur de la provincia, donde fue vilmente asesinado por un teniente de apellido Gandarilla (Nancy Morejón –ed–: Recopilación de textos sobre Nicolás Guillén, Serie Valoración múltiple, Casa de las Américas, 1974, p. 75).

Bianchi Ross, de nuevo (“Ciro, un cazador cazado”. Entrevista realizada por Susadny González Rodríguez, La Gaceta de Cuba, n. 1, pp. 16-20, 2007), abunda sobre aquella revelación:

Luego de entregarme sus respuestas mecanografiadas, con decenas de correcciones e interpolaciones hechas por su propia mano, siguió dándole vueltas al texto y me llamó por teléfono un par de veces para que retocara un pasaje o hiciera un añadido. Gracias a su gestión, la entrevista apareció primero en Crisis, la revista que Eduardo Galeano dirigía en Buenos Aires, y luego en la recopilación de textos sobre Nicolás Guillén que hizo Nancy Morejón. En una de esas precisiones que introdujo después, y que no estaban en el texto original, Nicolás reveló que su padre, sorprendido enfermo, había sido asesinado por un grupo de soldados de la tropa del teniente coronel Lezama Rodda. Esa revelación afectó mucho a Lezama. Nunca se había hablado de eso y Nicolás no lo había dicho antes. Lezama reconocía que su padre, muy querido y respetado en el Ejército, fue un militar de mano dura, pero vio aquello como un golpe bajo que recibía, en un momento en que no podía defenderse ni reivindicar la memoria de su progenitor por el ostracismo en que estaba.

Guillén le confesó a Bianchi que había revelado el asunto porque aquella era “una entrevista para la historia”. Pero su animosidad por Lezama y Orígenes ya se había manifestado antes, al menos desde los años cuarenta, cuando el futuro Poeta Nacional declara su fe en la función social de la poesía. “En la entrevista –sigue contando Bianchi– le pedí que, a la vuelta de los años, comentara una frase aparecida en el número inicial de La Gaceta del Caribe y que iba dirigida directamente al pulmón de Lezama Lima: “Nadie necesita de plateadas espuelas para hacer andar a Pegaso”. En su primer manuscrito respondió que “eso estaba ya muy lejos”. En una versión posterior, y también “para la historia” escribió: “Nunca colaboré en Espuela de Plata, pues mantuve un criterio francamente opuesto al de sus redactores. Yo pertenecía al grupo de los escritores revolucionarios y nuestro papel estaba junto a las masas trabajadoras…”. Cuando Lezama leyó eso, me dijo: «Respuesta inexacta. Es verdad que jamás colaboró en Espuela de Plata, pero lo que debió haber dicho es que nunca nadie lo invitó a que lo hiciera»”. Aquella revelación sobre el coronel Lezama Rodda no fue la única pulla de Guillén a Lezama durante el llamado “quinquenio gris” de la cultura cubana. Basta leer esta otra cita de la entrevista en Crisis: “Creemos que hay que expresar lo nuestro, y que no podemos inventar tipos ni conflictos que no pertenecen a nuestra idiosincrasia, a nuestro carácter, a nuestro genio. No hay un Proust cubano, ni un Joyce cubano, ni un Gide cubano. En cambio, está presente por todas partes ese personaje nuestro tan múltiple y grandioso que es la Revolución”.

Era un ataque apenas disimulado a alguien que estaba marcado y censurado por las autoridades. Si bien antes de la Revolución Lezama había criticado la estética afrocubana y el mestizaje en Guillén, luego del 59 tuvieron una relación cordial, lo cual incluyó elogios para su obra, publicaciones de la UNEAC, comidas y versos de ocasión en los ejemplares de sus libros, que le enviaba puntualmente. Aún así, hay unos versos de un famoso poema de Guillén, “La muralla”, en La paloma de vuelo popular (1958), que parecen aludir a su rencor contra el teniente coronel Lezama: “—¡Tun, tun!/ —¿Quién es?/ —Una rosa y un clavel…/ —¡Abre la muralla!/— ¡Tun, tun!/ — ¿Quién es?/ — El sable del coronel… /— ¡Cierra la muralla!”.

[23] Citado Horacio en Ferrer: ob. cit., p. 242.

[24] Ms. 94-1, nº 1185 al 1194.

[25] Ms. 94-1, nº 1191.

[26] Ms 94-1 nº 1190 desde Camagüey, el 8 de abril de 1917.

[27] Paradiso, Capítulo VI, pp. 137-138. “Se trata de la desproporción –dice García Vega, ansioso de reproche– entre la calidad del sucedido –el viejo relajo cubano de las elecciones fraudulentas–, y la delirante manera con que Lezama transformó la anécdota… Nosotros sabemos lo que eran los soldados-legionarios cubanos”. Años después, Víctor Batista le reprochará, a su vez, que cargue la “mentira poética” de Lezama con demasiadas implicaciones morales. “La anécdota original sería la versión de un espectador imparcial, o la del coronel Lezama; la versión de Paradiso es, por supuesto, la del autor, pero podría ser también –excluyendo la ironía– la de la tropa. La profunda relación de Lezama con su pueblo no le viene solo de una pobreza compartida, sino también de una compartida riqueza imaginativa, o al menos fantasiosa. No es que Lorenzo pretenda convertir a Lezama en un escritor realista, sino algo más absurdo: pretende convertir al pueblo en realista. El pueblo cubano no ha sido, anímicamente, ni pobre ni destartalado. Es precisamente en los excesos donde Lezama se acerca más a su pueblo” (“El maestro y su contradiscípulo. Sobre Los años de Orígenes de Lorenzo García Vega”, Otro lunes, nº 3, dic. 2007). La rotunda visión de Los años de Orígenes es a veces un poco injusta. Lleva incluso a la pifia, como en una entrevista con Enrico Mario Santí donde Lorenzo asegura que el ascenso a teniente coronel del padre de Lezama fue hecho post mortem para que la viuda pudiera cobrar la pensión. “Tomaba tan en serio ese grado para la jubilación, que él mismo se creyó que su padre siempre había sido coronel”, dice. ¿Por qué esa certeza suya de que Lezama Rodda solo había llegado a comandante (mayor, justo el grado anterior a Teniente Coronel) dentro de la jerarquía militar cubana, si hay documentos que prueban su rango? No era una exageración ni un invento del escritor Lezama que su padre fue uno de los tenientes coroneles más jóvenes de Cuba, apreciado en la Academia y respetado en EE. UU. Sospecho que LGV siempre estuvo más interesado en su propia teoría antiorigenista que en los hechos reales.

ERNESTO HERNÁNDEZ BUSTO
ERNESTO HERNÁNDEZ BUSTO
Ernesto Hernández Busto (La Habana, 1968). Poeta, ensayista y traductor. Ha publicado numerosas traducciones, sobre todo de poesía, en editoriales de España y Latinoamérica. Su libro más reciente es Mito y revuelta (Turner, 2022). Vive en Barcelona desde 1999. Actualmente trabaja en una biografía de José Lezama Lima.

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Comentarios

2 comentarios

  1. Estimado José Prats: mí nombre es Gloria Riva Morales y soy sobrina-nieta del General Armando Riva Hernández, general de la guerra de independencia, que no lo fue su asesino vil el General Asbert, oriental con infulas y mucho dinero, recién llegado a La Habana.
    El jefe de policia paseaba con su hijo pequeño y un amiguito, de civil, sin escolta, y cumpliendo con su deber, pues la República había prohibido el juego, llamo la atención de un custodio negro del club de juego que tenía el partido de Asbert, por tener una pistola a la vista. Asbert y varios otros salieron a discutir y según recuerdo de la historia familiar el General trato de proteger a los niños cuando Asbert le disparó. Estuvo tres días agonizando el el hospital de emergencias ( todavía la penicilina no se empleaba)y su entierro fue uno de los más grandes solo comparable con el posterior entierro de Chibas. Asbert sobrevivió largos años e incluso intento ocupar cargos después del triunfo de la Revolución. Años después, la memoria del General Armando quedó empañada pues había sido muy amigo del General Machado, al que Armando incluso enseño a usar los cubiertos correctamente. No pudo el ver a su amigo convertirse en dictador. Murió joven, muchos años antes. Armando era, además, una figura presidenciable, y a su muerte, los americanos amenazaron con invadir. Armando fue el único de los generales que al frente de una brigada volante pudo presenciar la entrega de mando de los españoles a los americanos. Acompañaba a Calixto García cuanfo.murio. Fue el primer embajador de Cuba en México. Por otra parte, he disfrutado su escrito ñ, de gran interés para mí, ya que acabo de traducir al inglés 5 cuentos de José Lezama Lima, a solicitud de la editorial Jose Martí de La Habana y que todavía lamentablemente no logran publicar.

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