En Kendo Monogatari (2012), Fabián Suárez, su director, vuelve sobre una temática recurrente en el cine cubano posterior a 1959. La emigración ha motivado, en los más variados ámbitos de la creación artística insular, una multiplicidad de variaciones estéticas y acercamientos discursivos. Al atender ese perfil, tan determinante en la sensibilidad y el imaginario nacional, configurado tras el triunfo revolucionario, el cine cubano ha sabido emplazar las coyunturas y los factores disimiles que han motivados las sucesivas olas migratorias vividas por el país, y sus saldos afectivos y materiales. Siendo esta una temática tantas veces visitada por nuestra producción audiovisual, ¿cómo resuelve Suárez que Kendo Monogatari no resulte más de lo mismo, otro reciclaje de un asunto tratado hasta el cansancio?
La emigración es una problemática que continúa, en este minuto, pautando decisivamente el desenvolvimiento social y la vida espiritual de Cuba. El éxodo, la emigración, el viaje, la salida del país –permanente o temporal–, han devenido metáforas culturales explicativas de las tensiones subjetivas afrontadas por los cubanos durante décadas. Suárez consigue un cortometraje pleno de perspicacias porque el acento conceptual no recae sobre la emigración misma, sino sobre la dimensión existencial de los personajes, la cual determina el pulso de la narración y la concepción de la puesta en escena. Kendo Monogatari tiene sus mayores méritos en la escritura del guion y en el diseño de los protagonistas. La historia no pretende testimoniar las adversidades cívicas o políticas que pudieran conducir a la emigración. La anécdota narrada se compromete menos con una perspectiva contextual y más con una emocional; mira hacia el campo de los afectos, ese laberinto de incertidumbres y pasiones, miedos y expectativas, que muchas veces determina el curso de la existencia.
Con una admirable sutileza, Suárez registra la decisión de Mandy –un homosexual obeso, henchido de sentimientos como litros de grasa hay en su cuerpo–, de partir hacia Miami en una lancha. Su necesidad de abandonar la Isla, y de afrontar los riesgos que una travesía ilegal implica, no emanan de la asfixia material que pudiera vivir en Cuba. Mandy se va para poder permanecer al lado de su amante, “un negro que no tiene donde caerse muerto”, porque prefiere, como comenta en algún momento del metraje, que se lo coman los tiburones que quedarse acá sin él. Es sorprendente la autenticidad y la voluntad de estilo –Suárez extrae de la identidad conductual de sus personajes un repertorio de marcas expresivas–, con que la realización comparte el mundo de aspiraciones, las ilusiones y el estado vital de unos seres humanos movidos solo por sus fuertes emociones.La trayectoria argumental de Mandy organiza temáticamente la trama de Kendo…, pero dramáticamente es Lesbia –amiga del primero y desde quien se enfoca la narración– el personaje responsable de cerrar el curso conceptual del filme. Lesbia es dueña de una modesta peluquería. Más que su oficio, la peluquería es la vida entera de esta mujer. En ese espacio, que es también el espacio de su casa, ella ha edificado su mundo, ahí se encuentran las pequeñas cosas que estructuran el acontecer de su vida… En las pesarosas conversaciones que tienen lugar en la peluquería –banales solo en apariencia–, en las anodinas acciones de los personajes, en el rutinario trascurrir cotidiano del salón, el cortometraje representa la medida de la felicidad de estos individuos hundidos en una monotonía aplastante.
Una pintura en gran formato de Rocío García, en la que vemos a una geisha decapitarse con una catana, preside el salón de Lesbia. La violencia física, la automutilación representada por la artista, es la expresión de una violencia mucho más profunda que hiere el alma del personaje del filme. La pintura es un signo del comportamiento existencial de Lesbia y un índice del ovillo dramático escenificado en Kendo Monogatari. A espaldas de Mandy, Lesbia decide vender su negocio para costear el viaje de su amigo y colega. La pérdida de sus pocas posesiones no es un sacrificio, es el corolario de una pérdida mayor. Ella sabe que permanecer en Cuba es estar en ningún sitio. Los planos que muestran su apartamento sin muebles, con apenas una cama para dormir, después que Mandy se ha marchado, hablan del vacío en que vive esta mujer cuando todos se han ido. Ese vacío es su vida suspendida en la nada, una vida en retiro… El plano final de la película muestra a Lesbia practicando kendo. Ella solía ver programas de artes marciales con Mandy. Lesbia decide no rendirse. Es una guerrera, elije el combate… Ella permanece en la lucha, es la única salida para imponerse a la opresión de su realidad.
Hay tres elementos que llaman particularmente la atención en Kendo Monogatari: la capacidad reveladora de los diálogos, las actuaciones y la dirección de arte. Los parlamentos de los personajes revisten verdaderas cualidades antropológicas; además de ser la medida de sus identidades (genéricas y cívicas), son un muestrario, elocuentes confesiones, del horizonte de esperanzas, angustias y sueños que envuelven a estos cuerpos. Sobre todo, las interpretaciones de Verónica Díaz (Lesbia) y Juan Miguel Más (Mandy) resultan determinantes por el peso dramático que revisten en la configuración discursiva del relato. La intencionalidad de las miradas y las intervenciones de los actores dotan a sus personajes de una admirable consistencia emocional y carga afectiva. La dirección de arte es un rubro esencial en la resolución estética del filme: la ambientación, el decorado, el diseño general de espacio, caracterizan perfectamente a los personajes y potencian la atmósfera y el código expositivo de la película.
Kendo Monogatari es un filme escrito y narrado con precisión. Su virtud más contundente, sin embargo, se encuentra en el espesor emocional de los personajes. Suárez ancla al espectador a las vidas de unos seres tenaces, que se resisten a perecer ante las calamidades con que la realidad los enfrenta. Mandy y Lesbia parecen dispuestos a continuar en combate.