Las crónicas de los viajes de Néstor Díaz de Villegas a Cuba después de treinta y siete años de exilio en Estados Unidos, comienzan con una referencia a su detención en el campo de concentración de Ariza de 1974 a 1979, y a su salida forzada hacia Miami junto a los tres mil presos políticos que Fidel Castro entregó a Jimmy Carter.
Enhebradas en el relato a primera vista picaresco de la reconstrucción de una casa familiar en la Habana, estas crónicas del regreso nos instan a participar de la experiencia surreal de una identidad partida en dos que transita, como en una isla de senderos que se bifurcan, por una trama de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Así, somos lanzados a la experiencia paradojal de encuentros que son a su vez desencuentros, de movimientos definidos por el estatismo, de una represión percibida como libertad, de una redención que se confunde con la caída.
Aquí también, como en el cuento de Borges, se multiplican las metáforas de la bifurcación: “soy el cosmonauta que partió y veo a mis primos como sobrevivientes”. “Nada queda del lugar donde me desnudé, nada que ver en el espejo donde me miré”. El tiempo se mide en muertos, en enfermedades, en amputaciones. El origen y destino de la paradoja es la corrupción: el gusano, como la serpiente Uróboros que se muerde la cola, se alimenta de su propia podredumbre y de su propia podredumbre renace.
De hecho, estas crónicas pueden leerse bajo la clave de la relación dialéctica entre la creación y la destrucción, entre la utopía y la distopía: capitalinos y guajiros, la “ciudad boronilla” y la “ciudad mágica”, Cuba y la Yuma. De donde son los gusanos encauza así en esa inexorable tradición del discurso latinoamericano que recurre a la dicotomía como eje para plantear la cuestión de la identidad. Por atrás de las anécdotas de color local y las observaciones antropológicas, hay un intento de dar sentido a la contradicción histórica de la revolución y a la incongruencia ontológica de esa isla que se atomiza, que se repite, que se paraliza: “pienso que debe existir un código que me proporcione la clave de la dictadura del proletariado […] Descifrar esa cochambre es mi tarea, pero ¿por donde empezar?”
Que estas crónicas empiecen haciendo referencia a los cinco años transcurridos en el campo de Ariza no es coincidencia. Ese lugar, el único al que como lectores no tenemos acceso, hace estallar todos los significados. Ese es el punto ciego, el “abismo ontológico en el centro del exilio”, la rajadura en el espejo donde se fragmenta la vida: “A veces maldigo al dios que me hizo nacer en esta época, que me hizo un ser trunco, híbrido, esquizoide. No hubo reconciliación posible entre mis dos yo”. Ariza es el agujero negro original y estas crónicas pueden leerse como registros de la imposibilidad de reconstruir en reversa la historia de ese Big Bang: “Hay una bifurcación de la que no puedo dar cuenta”. Ese es el grito prepóstero y profético del gusano traspasado varias veces por la historia.
Otra forma de avanzar hacia el pasado, de regresar al futuro para desentrañar “el problema cubano” aparece en una escena antológica en que Díaz de Villegas charla con Omar Pérez López, el poeta e hijo del Che Guevara. Allí, frente al Malecón, los dos poetas se preguntan ¿cuál es la solución? Omar Pérez admite que no sabe, aunque piensa la condición de sobrevivencia en Cuba como una estrategia anticipada al venidero colapso ecológico. Díaz de Villegas tampoco sabe pero la respuesta no se hace esperar: “la solución es la revolución”.
Esta agudeza despiadada identifica el meollo de la cuestión: la solución es el problema. Para el filósofo Leo Strauss, las soluciones sólo existen para aquellos que tienen la suficiente ingenuidad para creerlas. Como en el título de la novela de Severo Sarduy con la que Díaz de Villegas dialoga, la afirmación sólo puede ser presentada en forma de pregunta. Y sin embargo, uno termina de leer estas crónicas con la sensación de que una esperanza es posible, de que en la visceralidad y la autenticidad del desgarro ya se configura un atisbo de utopía.
Como era de esperar, estas crónicas, montadas sobre el leitmotiv de la reconstrucción, terminan soñando con la “fantasía taína” de una Cuba no solo precastrista, no solo precolombina, sino incluso preadánica. Esa “solución para Cuba”, la de “llevar el castrismo a sus últimas incongruencias” permitiría que la naturaleza, como las raíces de la barbarie, crezca, se abra paso y revierta todo proyecto de modernidad: “en lugar de reparar paseos y remozar palacios, debían abrirse senderos en los yerbazales, terminar de destruir las calles y las alamedas…”.
Así, Díaz de Villegas inaugura en De donde son los gusanos un género literario que trasciende, tanto las certidumbres del realismo mágico como la nueva moda de la literatura de trinchera y se lanza a un costumbrismo patafísico atravesado por la indeterminación y la paradoja. En ese escepticismo militante, en ese pesimismo utópico se muestra, vivito y coleando, el verdadero espíritu de la contrarrevolución.
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