David Huerta (FOTO Héctor García)

Entre las frases más odiosas de una época que, si hemos de ser francos, colinda peligrosamente con la nuestra, subrayo una que me interesa en un cincuenta por ciento: “Las mujeres y los poetas –dijo Vargas Vila en 1911– no tienen amigos ni enemigos; no admiten sino admiradores o rivales”. Lo más natural es despacharla con pocas palabras: “¡Vaya estupidez!”, por decir algo. Al menos la primera mitad, es decir: la parte que se refiere a las mujeres, desde luego es eso: una bravuconada elemental y una soberana estupidez. Pero la segunda parte, aunque suene igual de tonta, lo es un poco menos. Los poetas, por bárbaro que suene, no parece tener amigos.

Excepciones, las hay: qué duda cabe. Sobre todo en las epístolas del Siglo de Oro: “Señor Boscán, quien tanto gusto tiene…”, dice Garcilaso (y Boscán es, por supuesto, su cómplice, confidente y camarada); “Estos, Fabio, ay dolor…”, como da inicio la Epístola moral (y el tal Fabio es un amigo del poeta); “Gaspar, ni imaginéis que con dos cartas…”, comienza Lope (y el tal Gaspar es Barrionuevo, amigo suyo). Diálogos entre amigos hay en los poemas de Dante, Cervantes y Quevedo: no hace falta recordarlo. Pero yo estoy refiriéndome a otra cosa. Digo que los poetas, cuando son más intrínsecamente poetas, más inequívocamente poetas y también, aunque suene contradictorio, más culturalmente poetas, están solos y dialogan, si acaso, consigo mismos.

Alguien, con toda razón, preguntará: ¿los poetas están solos o nada más quieren que lo parezca? De buena gana reconozco lo segundo: los poetas quieren que parezca que hablan solos. Para el caso es lo mismo. La historia de la poesía moderna es un largo desfile de individuos que simulan hablar solos. Que realmente lo estén, llegado el caso, es irrelevante.

Así voy acercándome a donde quiero llegar. Hace poco tuve la iniciativa de rastrear poemas de amistad en la obra de David Huerta. Confirmé que tener amigos es una vulgaridad impropia de poetas: en las casi mil cien páginas de La mancha en el espejo di con apenas tres poemas con ese tema. ¿Por qué busqué poemas de amistad en la poesía de Huerta y no, digamos, en la de Cernuda o en la de Rosario Castellanos? Por una razón muy obvia: Huerta es, además de mi amigo, una de las personas más amigables que me haya tocado conocer; de manera que, por el solo talante del poeta, no me parecía imposible hallar en sus libros ejemplos de algo que sencillamente dudo que pueda existir en los versos del misántropo Cernuda o de la tímida Castellanos.

De las muchas experiencias que la lectura puede, impredeciblemente, depararle a cada lector, la de verse aludido en algún libro es una de las más peculiares. Basta un puñado de palabras para que la complicidad, el orgullo, la simpatía y hasta la euforia se manifiesten con ternura, con entusiasmo, incluso con escándalo. A mí acaba de sucederme (y por eso lo digo) leyendo un relato publicado hace muy poco tiempo; un relato cuyo narrador, de pronto, dice: “llegué a hacerme amigo del hijo de otro amigo mío, el pequeño Matías, un niño enérgico y sagaz”. Y a mí me dan ganas de contarle al mundo que Matías es el mayor de mis hijos y que, si bien ya es un adolescente, sigue siendo ese mismo muchacho.

El relato al que me refiero es El viento en el andén, de Huerta, editado en 2022 por Monte Carmelo y Calygramma. Novela breve, monólogo catártico, largo poema en prosa, El viento en el andén es un testimonio de amistad, ya que insistentemente se refiere, desde las primeras páginas, a un amigo cuyo hijo ha muerto y que se apresta, en las horas o días posteriores a esa desgracia familiar, a recibir en su domicilio al narrador del relato, quien se propone a su vez darle sus condolencias. De camino a la casa de su amigo, el narrador hace un trayecto en metro y, al descender en la estación Panteones, en el norte de la Ciudad de México, siente que una fuerte corriente de aire lo empuja por la espalda y luego escala por sus piernas y le presiona el pecho.

Ese viento conduce al narrador por una especie de catábasis a la inversa, porque si bien sube las escaleras rumbo a la salida de la estación, también desciende hacia los camposantos por los que dicha estación tiene su nombre. Ahí, afuera de la estación del metro –y a la entrada, por lo tanto, de uno de los panteones–, mientras el narrador espera la llegada de su amigo, es avasallado por una poderosa marea de sensaciones, voces, visiones y recuerdos, todos ellos ricos en posibilidades asociativas e intuiciones acaso proféticas. La racha de viento del andén es, por ello mismo, apenas un anticipo del inframundo que se abre al dirigirse a la intemperie, aviso de la muerte –la que ha sufrido el amigo del narrador en la persona de su hijo, pero también la que se manifiesta como voz y promesa de la tierra en la conciencia del protagonista– que la vida misma, un día, nos transmite.

Que tengan amigos los novelistas, como los tienen sus personajes –Cándido tiene a Pangloss, Bouvard tiene a Pécuchet, Mason tiene a Dixon y Sancho, desde luego, tiene a Don Quijote–, parece comprensible. Que los tengan los ensayistas, aunque menos verosímil, parece aún razonable: Montaigne, además de tener a La Boétie, convirtió su amistad en un tema importantísimo de sus ensayos, y algo parecido hizo Charles Lamb con Le Grice. Los poetas, en cambio, se quedan horas mirando un vaso de agua, recordando el aroma de cierta cabellera o distrayéndose con los reflejos que se forman sobre un charco. Se diría que no quieren tener nuevos amigos ni ven el interés de conservar los poquitos que quizá, por algún disparate de la vida, ya tienen. Mírense, si no, estos versos de Huerta:

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Camino por la calle de Ámsterdam
y no sé si estoy en un sueño
o si se trata de la prosa indistinta de los días
—y llego tarde a ver a mis amigos.
Pero ¿cuáles amigos? Yo no tengo amigos.

¿Queda claro? Los descreídos pueden ir a buscar el poema en La música de lo que pasa, libro de 1997. Hacia los versos finales, Huerta insiste:

Yo no tengo amigos. ¿Tengo amigos?
¿He tenido o tendré amigos alguna vez?

Ya lo sé: un poema es un poema, no un pasaje de la vida real. Ya lo sé: la voz que oímos en un poema no es la de su autor, entendido como persona común y corriente. Pero el poeta, cuando escribe yo, secretamente desea que lo identifiquemos con ese pronombre. Y cuando le da voz a un personaje, lo que desea es que reconozcamos al personaje sospechando que al autor le gustaría ser confundido con él. Si no, qué caso tendría.

Quedamos, pues, en que David Huerta, en sus poemas, no tiene amigos o dice no tenerlos. ¿Y todos los que creen serlo, entonces? Aquí es donde los amigos eludidos en el ejemplo anterior entran en acción precisamente. Canciones de la vida común, el poemario que Huerta publicó en 2008, incluye un conmovedor poema titulado “Jaime Reyes”. Reyes, el poeta Jaime Reyes, había muerto menos de diez años atrás:

El agua lo limpió, sin embargo. Y la amargura
se le quedó en los labios y en el bigote
—ese bigote suyo que lastimó la cara de sus mujeres
y que hacía murmurar a sus amigos. Sus amigos.
Digo sus amigos, una vez más: sus amigos heridos,
pero no heridos por él. Él mostraba heridas
y esas heridas eran sus amigos. A ver si se me entiende.

Reyes, aunque poeta, sí tiene amigos, quizá porque no es él quien pinta el retrato sino quien, sin saberlo, posa para el retratista. Los amigos del poeta están heridos (heridos por la muerte de su amigo) y son ellos mismos las heridas del poeta. Tenemos, en suma, que cuando el poeta no es poeta –y, por así decirlo, cuando el poeta no es: cuando está muerto– ya no puede ocultar que tiene amigos ni fingir que nunca los haya tenido. En realidad, no solamente los tiene, sino que los tiene como se tiene una herida: en el cuerpo, abriéndole la carne y exponiendo, al precio de su propia vida, lo que se oculta debajo de la piel. A ver si se me entiende.

Retrocedo unos años y encuentro en Hacia la superficie, libro de Huerta publicado en 2002, el poema titulado “Lustro”. Ese lustro no designa otra cosa que los años transcurridos entre 1989, cuando el poeta dejó de beber, y 1994, cuando escribió el poema. De ahí tomo estos versos:

Un vaso nada más bordeaba el instante
anterior al paso que yo no daba
como si no fueran mis dedos los que lo sostenían
sino el cristal el que se hubiera apoderado de mí,
de mis entrañas laceradas, de mis ojos irritados.
Mi amigo se acercó y le di ese vaso. Cinco años
han pasado.

Es el amigo quien aparta del poeta el cáliz terrible. El vaso no es cualquier vaso. Ni siquiera es un vaso de alcohol, que ya sería mucho decir. Es un vaso que separa el pasado del futuro (un límite, una frontera) y contiene las entrañas y los ojos heridos de quien duda entre resistírsele o apurarlo. Eureka: el poeta sí tiene amigos y están, en sus poemas, resumidos en un solo amigo, que lo rescata.

Ya se ve que Vargas Vila estaba equivocado a propósito de las mujeres y a propósito de los poetas, que sí tienen amigos. O que los tienen una sola vez, pero en el momento más importante.

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LUIS VICENTE DE AGUINAGA
Luis Vicente de Aguinaga (Guadalajara, 1971). Poeta y ensayista. Licenciado en Letras por la Universidad de Guadalajara y doctor en Estudios Románicos por la Universidad de Montpellier. Profesor en el Departamento de Letras de la Universidad de Guadalajara. Fue codirector de Nudo (1989-1991) y de La Migala (1995); subdirector editorial de la Secretaría de Cultura de Jalisco (1993-1995); director de la colección “Bajo Tantos Párpados”, editada por la Universidad de Guadalajara y Arlequín (2003-2005), y miembro del consejo editorial de la revista Luvina. Ha obtenido los premios nacionales de poesía Efraín Huerta 2003, por Por una vez contra el otoño, el Aguascalientes 2004, por Reducido a polvo, el de ensayo Joven José Vasconcelos 2005, por La migración interior: abecedario de Juan Goytisolo. Fue condecorado con la Medalla Wikaráame al Mérito Literario en las Lenguas de América 2019.

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