Inmigrantes cubanos durante el éxodo del Mariel, 1980

Tent City (Miñuca Villaverde, dir., 1980)

“¿Qué me importa a mí que no me quieras? / ¿Qué me importa a mí que me desprecies? / Te voy a demostrar que soy un hombre / y que de mí no se burla la que quiere”, canta una voz a capella, es la voz de uno de los refugiados en Tent City, la de Juan Ariaga. Miñuca se dirige a filmar lo que sucede en las carpas, va a archivar algunas vivencias de los marielitos, no con el conformismo que supone un trabajo por encargo, no con la pretensión de hacer una película, va curiosa a reencontrarse con su nación, aquella que dejó atrás hace más de quince años y de la que no ha tenido noticias.

A modo de home made movie, Miñuca toma su Bolex de cuerda 16 mm. y se desboca. Su mirada es como la de una fiera que acecha o –para ponernos más a tono con su ternura– como la de quien bordea con la cuchara un plato humeante para no quemarse. Se acerca, mira, narra, panea, los ve en sus labores cotidianas desde las rejas que rodean la comunidad, se saborea, toma distancia, focaliza a uno u otro sujeto, gira hacia arriba, ve el puente que techa/protege la ciudad. Aquello desde afuera pudiese parecer un campo de concentración, pero Miñuca entra, entra más de lo esperado, se introduce en los ojos de esa gente, y entonces todo el recinto se convierte en purgatorio. ¿No fue acaso un purgatorio infinito la espera de aquellos para salir de la isla? ¿Qué significan tres meses comparados con toda una vida?

La Interestatal 95 es la vía más larga y transitada de las que atraviesan de norte a sur la costa este de los Estados Unidos de América. Entre Cuba y los Estados Unidos no existe una autopista, sólo una angosta carretera de mar tan recorrida como aquella. Es el Estrecho de la Florida. De sur a norte, en su corriente incierta, se inscribió la ruta de los marielitos (masa “lumpen” que aborda lo desconocido, que se adentra). Hay un punto donde ambas carreteras se cruzan. Ese vértice improbable se llamó Ciudad de las Carpas, un pequeño campamento de emigrados donde termina la Pequeña Habana, debajo de los pilares de la I-95.

En ese llega y pon se instaló un microcosmos, un curso acelerado sobre la nueva moral. Bajo la lupa del lente, “el hombre nuevo”, ya no los remanentes de la vieja sociedad. No son estos los batistianos, militares y torturadores. No se trata del clero, la clase media o la alta burguesía. Ha cambiado el matiz de la emigración. Son hijos pródigos que se marchan y no regresan, dejan la casa por la carpa, los edificios en ruinas por las tiendas. ¿De qué infierno se escapan para sentirse tan a gusto entre carpas militares? ¿De qué se huye si no es de uno mismo, de la persona que se fue en otro lugar y bajo otra circunstancia? Entre las cercas, aquí, se sienten libres. Pueden jugar a reinventarse. En la isla-cárcel no había deseos ni sueños. Sólo vigilia y ficciones como fugas. Sonambulismo y simulación.

Miñuca no discrimina. A través del visor adaptado de la cámara –la misma de todas sus películas– observa a los descartados, porque ¿acaso no eran esos los excedentes de la Revolución, aquellos a los que no querían, a los que no necesitaban? Las secuencias se regodean en la gestualidad y en las miradas de los homosexuales y travestis, en los artículos personales, adornitos y altares religiosos, en las tendederas (cercas) de ropa recién lavada y en la basura. Los cubanos trajeron consigo sus costumbres y lo reprimido, aquí lo explayan, lo desempacan –que significa sacarlo a la intemperie, experimentar con eso, pensarlo, virarlo de cabeza–, se pavonean seguros sobre su religión, sexualidad, cuerpo, pensamiento. Ahora experimentan la libertad, las ansias de cumplir un sueño, hacer un camino de la manera que sea pero hacerlo. Ahora les toca paliar una de sus mayores preocupaciones en la isla, la incertidumbre de sus futuros.

Rostro en PRIMER PLANO de otro refugiado. Joven, blanco, de pelo teñido de rubio. Viste short y camiseta. Posa para la cámara. En off la misma voz sigue con la canción: “Porque tú me despreciaste / no creas que estoy llorando; / otras mejores que tú / a mí me están esperando”. Parece esta la banda sonora de ese éxodo. El desprecio y la irreverencia. Este hombre lleva años viviendo en un sistema que lo margina, lo criminaliza. Ha sufrido la discriminación por afrontar su propio ser, su propia individualidad. Ha aprendido –desde los intentos fallidos de su acoplamiento– a no llorar, a aceptar su naturaleza (cualquiera que esta sea, no aquella del binarismo revolucionario / contrarrevolucionario), a ser un rebelde. Él sabe, si no es que se lo han contado ya, que existen cosas mejores (opciones / escapes) que la propuesta desalmada del sistema totalitario (integración / compromiso / identificación), ideal impuesto por encima de sus inclinaciones, por encima de sus instintos. Sabe ahora, en abril de 1980, que se le ha abierto una brecha para escapar a esa libertad, que es mejor y que lo espera.

¿Cómo acercarse a la masa desconocida para ir desgranando sus diferencias? ¿Cómo ajustar la mirada? La cámara de Miñuca separa, pero no segrega. No filma un conjunto, individualiza. Se enfrenta a cada sujeto sin otro instrumental que las manías del curioso. Es una voyeur que participa, se demora en los detalles y revela. Energía que devuelve a las personas que la acogen. Les da espacio y voz. Los nombra. El cine disuelve la masa, la dinamita, se venga del totalitarismo y su pulsión uniforme. Cada persona es un mundo, un vórtice, ajeno y conectado a la corriente. Los filma de frente, mirando a cámara, como hacía Landrián, sin miedo. El estilo desprolijo y caótico no busca embellecer, lo evita, se suma a la estética periférica de un universo que bulle en pos de una definición.

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Los límites se convierten en estilo. A la imposibilidad del sonido sincrónico, se acude a la voz en off, a la foto fija. Se crea una tensión extraña entre intimidad y distanciamiento. La Miñuca narradora se muestra parcial, precisa, objetiva. La Miñuca que filma se infiltra, los roza, se arma de un sitio al interior de las tiendas. Hay empatía sin victimismo, antropología con sentimiento. Una mirada exenta de la burla y el desprecio, que no simplifica, como aquella de tanto Noticiero ICAIC. Una mirada sin sensacionalismo, que no hace scout de Tony(s) Montana(s) entre el sudor y los gestos.

Narradora: Las carpas fueron desmanteladas con la misma rapidez con que fueron construidas. Los obreros de la ciudad están recogiendo las carpas, ya enrolladas en el suelo. De nuevo se oye cantar a Juan Ariaga, en off, en PRIMER PLANO. Me estoy enamorando de ti; / mis ojos no lo pueden negar; / el otoño me ha hecho soñar; / poquito a poco, te estoy queriendo…

And they were relocated in Hollywood… reza un intertítulo irónico hacia el final. No fue en Hollywood, Los Ángeles sino Hollywood, Florida. A intentar una vida normal, quizás sin los sobresaltos de Scarface. Una vida digna, plena, de esas vidas simples que no llaman “de película”. Una existencia civil legada por el nuevo territorio, pero una sobrevida simbólica ganada bajo la I-95, en la Ciudad de las Carpas, a través de una mujer y su cámara que, a la vez que capta, también restituye, devuelve.

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Los que se quedaron (Benito Zambrano, dir., 1993) / Sueños al pairo (José Luis Aparicio & Fernando Fraguela, dir., 2020)

Algo estuvo mal en su formación, en su educación, ¿qué pasó con ese?, ¿qué influencia tuvo?, se cuestiona contrariada Carmen Barreras, única testimoniante en Los que se quedaron, sobre la arbitrariedad del hijo (el mayor de tres, de los cuales dos son militantes del Partido Comunista) que decidió irse por el Mariel, trata de encontrar una lógica o un culpable, algo que la exima, a ella sobre ella misma, de la torcedura de su primogénito. El 25 de abril de 1980, Carmen dejó de tocar el piano de su casa, su hijo dejaba la isla para siempre. Años después quemaría ese piano sin mantenimiento, le daría candela en el patio, pensaría, mientras mira arder los tablones de la Yamaha, cuán dura y rígida fue, por qué no fue todo lo dulce que debió haber sido.

En el Santuario San Antonio de Padua del tranquilo barrio de Miramar recaló en 1980 el músico cubano Mike Porcel. A través de unas sinuosas escaleras que aún parecen repetir la espiral del caracol, subía por la delgada torre que llevaba a las campanas y, en un paso intermedio, al balcón del coro habitado por el órgano. Eso nos cuenta Juan Torres, el cuidador, feligrés de esta iglesia desde su adolescencia, la misma época en que Mike apareció. Este órgano, el segundo más grande de Latinoamérica en los cincuenta, hacía ya veinte años que no funcionaba. No existían las piezas ni el dinero para resolverlo. Mike, por cien pesos al mes, debía conformarse con tocar un pequeño y desvencijado armonio. Su madre y familia lo acompañaban a hilar domingos en esta iglesia de 5ta. y 60. La esencia de esta historia se cuenta en Sueños al pairo, uno de los tantos fractales del gran relato Mariel, herida abierta.

Carmen Barreras salió a la defensa por esa misma 5ta. Avenida como un soldado de la Patria. Admira su decisión de haber ido a vapulear a los refugiados en la embajada del Perú, admira, mucho más –como valor agregado–, su frialdad al enterarse de que su hijo era uno de los que allí se amontonaban y no derrumbarse / no lamentarse. Se vanagloria de su estoicismo al no arrepentirse de ser parte de aquella marcha del pueblo combatiente, servir de ejemplo a toda una masa de incautos, ser un espécimen valioso al decidir por encima del amor a su hijo, el amor a su Revolución. El amor, hijo, a la Patria. Carmen pudo sorprenderse (no conocer la naturaleza de un hijo gusano) pero no flaquear, eso no lo haría un buen revolucionario. Ella es otro tipo de madre, una que da el ejemplo, distinta a aquellas como la de Mike Porcel, que no ven los fallos de crianza como grietas en el trabajo ideológico. Trece años más tarde, no se arrepiente, su pensamiento (ideal) no ha variado.

Círculo Social Obrero Gerardo Abreu Fontán, del ocio de los trabajadores a su reconcentración. Esperan (¿será que toda esta historia es el relato de una espera?). Los ómnibus salen de a poco hacia el puerto del Mariel. Imaginar cómo sería oír tu nombre en los altavoces. Porcel, no Mike sino Miguel. Avanzar hacia el cuarto cerrado, un cuarto sin clima. Flotar en la densidad que anuncia que algo se detiene. Escuchar a los hombres grises. Observar cómo sellan tu destino los tristes espías del lenguaje. Salir al sitio de antes convertido ahora en algo más que un limbo, paraje que se quiere definitivo, ya no más transitorio. Mike Porcel, trovador laureado, rockero progresivo, despojado de sus méritos, de la ficción del avance. La próxima parada es el repudio. Luego, la iglesia.

Carmen ofrece a su hijo en sacrificio al proyecto revolucionario, pero lo que ofrece es un traidor, un Caín. Eso, en cualquier medida, no es alivio para ninguna madre, mas para este Dios hambriento cualquier alma errante resulta una purga, un afianzamiento. ¿Y él no me agredió a mí como madre? ¿De qué valió mi ejemplo? ¿No fue más duro lo que él me hizo a mí? Se cuestiona la madre, sale de su estado de control frente al que entrevista y se le enfrenta, ¿por qué tú tienes ese concepto de mí?, se derrumba una puesta en escena de estudio con fondo negro, salen los gestos de una mujer incómoda, se escuchan los alaridos de una mujer triste que no está conforme con las recriminaciones del cuestionario en off. Hasta ese momento fue un mentiroso –dice algo que realmente lo pudiera criminalizar (a sabiendas de su condición humana y no de su moral social), pero por primera vez su voz tiembla, titubea, sabe de lo injusto de esa verdad, y enseguida salta en su propia defensa–, lo más difícil es demostrarle a un hijo que yo defendía mis ideas.

Lo más fácil, según Carmen, es perdonar. Y ella es de las que escogen el “camino difícil”. ¿Es difícil abolir la voluntad y someterse a aquella de la masa que desfila? Mike Porcel quiso integrarse a la otra muchedumbre numerosa, la que también desfilaba aunque olas mediante, mas pasó a ser uno más de “los que se quedaron”, un arraigado forzoso. Su piano en llamas fue un órgano mudo. Mientras que el hijo de Carmen emigró enseguida, Mike esperó nueve años para poder marcharse. Su madre estuvo a su lado, en ostracismo y repudio, luego en exilio, hasta la muerte.

El entrevistador trata de convencer a Carmen de que haga algo por recuperar a su hijo, que rompa el hielo mediante una carta, una llamada. La madre es terca o tiene demasiada confianza en las raíces (las patrióticas, revolucionarias, familiares, para ella todo es lo mismo), en la incapacidad de los seres para vivir lejos (si acaso no como un injerto) de la tierra donde se nace. Se dice a sí misma, en un acto de autoconvencimiento: ellos están añorando su Patria, ellos tienen más contradicciones que uno, esa semilla la tienen dentro. Quizás Carmen tenga razón o quizás Carmen no había pensado en las semillas que la propia tierra escupe, que brotan en la nada, que viven sólo a sol y agua.

La censura del ICAIC a Sueños al pairo demuestra que el éxodo del Mariel es aún, cuarenta años después, historia incómoda. El epicentro de esta nueva prohibición, el discurso de Fidel que tipifica el rechazo, aparece también en Los que se quedaron, documental que el español Benito Zambrano dedicó a Carmen Barreras, aprendiz de Saturno. Por afán sanador de reescritura, hay que seguir retornando a los que no quisimos, a los que no necesitamos, a la mirada que identifica y deconstruye las diversas tipologías del desprecio.

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