Mi cumpleaños lisboeta
Mi cumpleaños lisboeta

Amarillo limón. Amarillo mostaza. Amarillo platanito maduro frito.

Un manto de hojas. Una tela tipo patchwork. Como la sábana que tendía la mujer debajo del edificio Andino, donde vivía en La Habana. Era una sábana hecha con otras sábanas. Con las partes que se salvaban del roce, de los ácaros, de las quemaduras de los cigarros, de las manchas de sangre menstruales y sexuales, del tiempo. Del tiempo, sobre todo, de un país donde las sábanas se reciclan por obligación. Del tiempo, sobre todo, de un país donde las sábanas pasan de madre a hijo como joyeles. Del tiempo, sobre todo, de un país donde las sábanas blancas, casi transparentes, tendidas, parecen un ejército de volatineros rendidos. Ese país se rinde y no lo sabe.

Un manto de hojas desde el aire. Otoño. Me impresionó ver Madrid desde el aire. Soy tan impresionable. Desde el aire Madrid parece un manto de hojas ocres y amarillas. Esos son los límites. El ocre y el amarillo. Entre esas franjas liminales: la soledad.

No esperé ver, desde el aire, tan poco verde. Aunque pudo ser un espejismo. Desde el aire todo se condensa. Madrid, los colores de Madrid. Ocre y amarillo, como una tarta de cumpleaños troceada, sin merengue. Aterrizo sobre un pastel que solo está en mi imaginación. Es como aterrizar sobre la nada. Es como pensar en Miss Bobbit. Es como llegar a un pueblo, ayer por la tarde, a las seis. Como Miss Bobbit en el cuento de Truman Capote. Pero ayer por la tarde el autobús de las seis atropelló a Miss Bobbit. Yo tampoco sé muy bien qué decir al respecto. A fin de cuentas, ella solo tenía diez años. ¿Podríamos hablar con los adultos de la casa?, dice Miss Bobbit. A fin de cuentas, ella solo tenía diez años, pero nunca la olvidaremos. Perdonen ustedes. Perdonen a los niños, a los niños en sus cumpleaños.

El aeropuerto de Barajas es tan grande, es tan metálico, es tan sincero. Yo creo en la sinceridad de los edificios. Yo sé cuando los edificios mienten. El aeropuerto de Barajas no miente. Es. Mientras esperábamos el vuelo hacia Lisboa leí que fue pensado como un edificio máquina y que es el más grande de Europa. Es una máquina de expulsar cuerpos. Regurgitar. Como entre Madrid y Lisboa hay una hora de diferencia, despegamos a las cinco y aterrizamos a las cinco. Una barbaridad. En el boleto de easyJet ponían como publicidad que a diez minutos de Lisboa se encuentra el mejor, the best, acuario del mundo.

Estoy sentado en la cafetería del Residencial Jardim. Frente a mí dos hombres y una mujer hablan en francés. Lo sé de pasada porque no les presto demasiada atención. Acaban de llegar. Cada uno trae una maleta negra, de mano. Lo primero que hacen es pedir café. Ella pide una botella de agua Luso. Realmente no los quiero mirar con detenimiento. No me interesan.

Ella es la más alta de los tres. No lleva tacones. Usa sandalias de cuero. Sobre el pezón izquierdo asoma la cabeza un cocodrilito Lacoste. Un cocodrilito chiquitico así.

En comparación con lo que está más allá de los cristales estos tres son nada. Ellos, los hombres, también pidieron sendas barras de chocolate Snickers. Se las comen mientras hablan como si estuvieran molestos. Escupen partículas de chocolate sobre el rostro de ella, que los mira con lástima.

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Le exigen algo a la mujer, en silencio. Solo toma sorbos de agua. Más bien se moja los labios. A veces, por debajo de la mesa, se arranca los pellejitos de las manos. Uno de ellos tiene dos manchas negras en el cuello y los espejuelos de sol le sirven de cintillo sobre un pelo rubio que pudiera ser la envidia de cualquier niña, de las niñas y de sus madres, de sus madres y de sus padres y de todo el mundo. El otro está pelado al cero y me da la espalda. Una espalada de dos metros cubierta con un pulóver negro que dice en letras rojas: Sagres.

La cerveza Sagres es mi favorita aquí. Solo pido esa. Hay dos versiones, mini y media. Solo pido media. Ayer me molesté muchísimo cuando pedimos bacalao con nata en el último piso de un centro comercial en Barrio Alto. Costaba seis noventa euros y traía incluida una bebida. Estaba para cerveza y pedí Sagres. Me molesté muchísimo porque me trajeron un vaso plástico, aurífero, lleno, espumeante. En vaso podía ser Sagres o cualquier otra cosa. Me lo tomé con desdén. Después, pensando, me di cuenta de que lo que amaba era la cerveza, sí, pero en su botella. Es como amar al general, sí, pero en su laberinto.

Ahora salen a fumar y ella se queda mirando algo en el teléfono. Me mira y se da cuenta de que la miro. Estamos frente a frente. A dos mesas de distancia. Una distancia infranqueable.

Detrás de los fumadores hay un grafiti que dice: “José Carvalho. Assassinado a 28 out. 1989. 30 anos e continuamos a lutar contra o fascismo e o racismo”.

Saco de mi bolso dos manzanas, una pera, un platanito, mermelada de fresa y de melocotón, miel y toallitas desinfectantes. Todo eso me lo llevé del desayuno, que estaba incluido en el pago de la habitación. Una habitación como otra cualquiera. Pero con un beneficio. Un privilegio. Una habitación con baño privado. El Residencial Jardim tiene noventa y tres habitaciones, de ellas solo treinta ofrecen el encanto de salir desnudos del baño directo a la cama. Las otras sesenta y tres comparten baños colectivos. Nada del otro mundo. Bien igual. En el último piso hay una suite desde donde se ve todo el barrio de Amadora. Si miras hacia abajo Amadora es un gran parque con dátiles, robles, avellanos y abedules. Se ven algunos pinos marítimos. Pero son tan pocos que hay que fijarse muy bien. No hacen competencia. Los dátiles fueron colocados como trofeo de ultramar. Trofeos de caza que perduran en la ciudad. Perduran dentro de un anticuario zombi. Entre lo vivo y lo muerto: un dátil centenario.

Aquí los días son tan largos.

Todo es tan simple.

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EDGAR ARIEL
Edgar Ariel Leyva González (Holguín, Cuba, 1994). Periodista, investigador y crítico de arte. Máster en Estudios Teóricos de la Danza (2020) en la Universidad de las Artes de Cuba (ISA) y Licenciado en Periodismo (2018) en la Universidad de Holguín. Es egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Actualmente investiga sobre la configuración de la estética poscrítica en Cuba. Forma parte del Staff de Rialta.

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