Flannery O’Connor (FOTO Joe McTyre)
Flannery O’Connor (FOTO Joe McTyre)

La única de su estirpe

Nadie más raro que Flannery OʼConnor en toda la literatura norteamericana: moralizante y salvaje; didáctica y estetizante; católica de estricta observancia y fundamentalista protestante (o al menos con una enorme simpatía por esa denominación); escritora religiosa y artista suprema de la forma: sus libros son la encarnación de una paradoja: no deberían funcionar y, sin embargo, continúan ejerciendo una enorme influencia sobre innúmeros lectores: aquí hay un enigma, y no de los menores.

El horror de la fe

“Ciertamente el Sur no gira en torno a Cristo, pero sí que está obsesionado con Él. A los sureños, que no están convencidos de su existencia, les produce pánico pensar que, después de todo, podrían haber sido creados por un Dios Omnipotente a su imagen y semejanza […] con todo lo que eso implica”.[1] Sin duda, pero no debemos dejar que ese vago plural (“los sureños”) nos engañe, siquiera por un instante: tampoco ella (que sí está absolutamente convencida de su existencia, o al menos eso dice) puede pensar en el Dios oculto e inescrutable sino con “temor y temblor”: su correspondencia, tan piadosa en la superficie, está atravesada por súbitos “rayos de tiniebla”, bruscas epifanías que –apartándose de todo lo enseñado por la ortodoxia católica– insinúan la terrible posibilidad de que el lupus –enfermedad que devastó su vida e insufló una intensidad visionaria a la escritura– sea precisamente una prueba o broma macabra de quien, al ser interrogado por Job sobre el sentido del sufrimiento, se limitó a replicar burlonamente desde el torbellino: “¿Dónde estabas tú cuándo yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia. ¿Sacarás tú al Leviatán con el anzuelo? Te hablará él en lisonjas? ¿Hará pacto contigo para que lo tomes como siervo perpetuo?”: palabras que no responden nada, pero esa es precisamente la cuestión: en sus cartas, a medida que el lupus roía sus miembros como la carcoma, Flannery intentó, con su nada desdeñable inteligencia, elaborar una teodicea para uso propio y amar al Dios Omnipotente: tuvo éxito, hasta cierto punto, en el primer objetivo, pero jamás pudo alcanzar el segundo: por más que lo intentara sólo podía temer a la caprichosa Divinidad que podía aplastarla cual un insecto si así lo deseaba: muy pocos han comprendido como ella el sentido profundo del siniestro versículo “Porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos, 12:29). No es ninguna sorpresa entonces que prefiriera volcarse sobre el Hijo, como pronto veremos.

Dos mujeres en el Gólgota

Emily Dickinson, en sus textos más delirantes, osó referirse a sí misma como “Emperatriz del Calvario” y “Novia de Jesucristo”. Algunas almas bellas de la crítica literaria han creído ver en esas expresiones –eminentemente ambiguas– la confirmación de una ortodoxia (bastante dudosa) que la agorafóbica artífice de Amherst habría profesado pese a los numerosos poemas que desmienten semejante despropósito: inútil empresa buscar en el torrente de esa escritura algunos fragmentos piadosos cuando podrían citarse, por cada uno, dos docenas que lo contradicen. Resulta entonces una mera cuestión de sentido común conferir otro significado a esas expresiones. Me parece probable, sin necesidad de llegar a los excesos del bueno de Harold Bloom, que ve gnósticos o tendencias gnósticas por todas partes,[2] que, efectivamente, Dickinson se identifique con Cristo sin que eso implique por un instante la fe en el Padre –ese tenebroso personaje– o en la Resurrección (la idea más desquiciada jamás concebida por el intelecto humano). No, lo que la atrae en esa figura tremenda es, nada más y nada menos, que su pasión, en el sentido religioso del término, es decir, su inaudito sufrimiento, con el que ella podía identificarse. No de otra forma sucede con Flannery O’Connor, pese a todas sus protestas de someterse completamente a los dogmas católicos (ese viejo truco utilizado por tantos pensadores originales): lo que ante todo la fascina, lo que le permite conservar cierto estoicismo y producir una obra cuya originalidad no puede ser exagerada, es la certeza de que Él está siempre junto a ella, incluso en el lupus, participando de su sufrimiento: “Lo que las personas no entienden es cuán difícil resulta ser religioso. Creen que la fe es una especie de gran manta eléctrica diseñada para protegerlos, cuando, por supuesto, en realidad es la Cruz. Es mucho más difícil creer que ser ateo”.

Enfermos en Cristo

Considerando la asombrosa declaración que acabo de citar, a nadie debería sorprender que sus textos sean lo absolutamente otro de la narrativa norteamericana, tanto en su época como en cualquier otra: intensamente metafísicos, refractarios a la sicología, inverosímiles[3] y habitados por una extensa galería de hombres, mujeres y animales al límite más extremo: white trash, rednecks, crackers,[4] en definitiva freaks de la más diversa índole,[5] pero en el fondo de los fondos solo variaciones en torno a esa pesadilla que es Jesucristo: FFJ (Freaks for Jesus) podría ser el epígrafe de toda su obra, y ella lo aceptaría orgullosamente.

Una tardía discípula de Dostoievski

Sin embargo, a pesar de su desafiante originalidad, está claro que la creatio ex nihilo solo existe en la mente de algunos teólogos: como observa Cormac McCarthy, que de estas cosas algo sabe, “la triste verdad es que los libros se construyen a partir de otros libros […] la vitalidad de la novela descansa en las que se escribieron anteriormente”: muy cierto, y en el caso de O’Connor, su gran predecesor no es Faulkner (por más que algunos repitan su nombre como un mantra), sino el gran maestro de San Petersburgo. Obviamente, no es una cuestión de procedimientos narrativos (ahí las influencias van por otra parte), sino de algo mucho más profundo: ambos comparten la idea de un arte eminentemente simbólico como medio ideal para expresar su intensa religiosidad. ¿Pero cómo? (se preguntarán algunos), ¿escritura didáctico-moralizante a estas alturas?: bueno –habría que responderles– sí hay un propósito más o menos didascálico en O’Connor,[6] pero sólo de la misma manera que existe en Milton (Paradise Lost) o Coleridge (Rime of the Ancient Mariner): como un delicado subproducto o resto de la imaginación creadora:[7] son artistas verbales demasiado grandes para subordinar su obra a cualquier doctrina.

Ahora bien, lo que Dostoievski hace por O’Connor, según creo, es proveerla con una teoría de la mímesis que rechaza el realismo a lo Balzac o Zola (con su inevitable reduccionismo y exigencias de verosimilitud) para abrazar lo extraño, lo grotesco, lo inverosímil como el verdadero núcleo de lo existente. Se trata del famoso concepto de realismo fantástico, elaborado por Dostoievski: “Tengo una concepción de la Realidad y el Realismo absolutamente distinta del resto de nuestros novelistas y críticos: mi idealismo es más real que su realismo, ¡Dios!, tan sólo narrar los últimos diez años de nuestro devenir espiritual desafía cualquier verosimilitud […] y sin embargo esto sí es realismo, sólo que más profundo, mientras ellos nadan en la superficie […] su realismo no puede iluminar la centésima parte de lo que sucede, mientras que nuestro idealismo ha profetizado lo que sucederá”.

Es esta concepción visionaria, de intensidad apenas soportable para casi todos nosotros –humildes ateos inaccesibles al fervor religioso– la que informa cada página –qué digo, cada sílaba– de las prodigiosas narraciones de O’Connor y solo desde esta perspectiva resulta posible comprender tantas cosas que, para una mirada superficial,[8] parecen absurdas, gratuitamente grotescas y –lo único que constituiría una objeción seria en términos estéticos– “de mal gusto”.[9]

Cristo, la roca del fundamento

Sin embargo, si aceptamos leerla en sus propios términos (lo que, obviamente, no significa compartir ninguna de sus creencias sino situarnos en la perspectiva del autor para dilucidar cómo funcionan estos artefactos verbales), casi todo lo raro resulta inmediatamente inteligible: el predicador supuestamente ateo Hazel Motes (Sangre sabia) que funda la así llamada Iglesia sin Cristo (membresía: Hazel Motes) y dice ser nihilista, pero termina el libro huyendo hacia aquel cuya existencia negaba, ciñéndose el cilicio y cegándose para acercarse a él en su sufrimiento (grotesca inversión de la epifanía paulina en el camino de Damasco); el joven lisiado (ladrón, mentiroso y estafador) que rechaza la caridad de un filántropo, se niega a ser curado (The Lame Shall Enter First) y se burla de la ciencia, proclamando orgullosamente su fe y la vanidad de todo esfuerzo humano:

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—Nadie ha dado pruebas fidedignas de que exista el infierno”, dijo Sheppard.

—La Biblia ha dado las pruebas –replicó Johnson en tono lúgubre–, y si uno muere y va allí arde eternamente… El que diga que no existe el infierno –añadió Johnson– está contradiciendo a Jesús. Los muertos son juzgados y los malos son condenados. Lloran y rechinan los dientes mientras se abrasan y la oscuridad es eterna.

Y más adelante:

—¡Te digo que dejes la Biblia! –gritó Sheppard–…Tú no crees en ese libro. ¡Y tú sabes que no crees en él! ¡Sí creo! Usted no sabe lo que creo y lo que no creo.

Sheppard negó con la cabeza.

—No lo crees. Eres demasiado inteligente.

—No soy demasiado inteligente –masculló el muchacho–. Usted no sabe nada de mí. Y, aunque yo no lo creyera, seguiría siendo verdad…

—¡No lo crees! –repitió Sheppard. En su rostro había una expresión de mofa–.

—¡Lo creo! –insistió Johnson, sin aliento–. ¡Y le demostraré que lo creo!

Abrió el libro que tenía en las rodillas, arrancó una página y se la metió en la boca. Tenía los ojos fijos en Sheppard. Sus mandíbulas se movían a toda prisa y el papel crujía a medida que lo masticaba.

—¡Me lo he comido! ¡Me lo he comido como Ezequiel, y ha sido miel en mi boca!

Apenas es posible encontrar un pasaje más extraño que este en la literatura norteamericana, o en cualquier otra. Pero todo alcanza una coherencia absoluta si contemplamos estas narraciones, por así decirlo, sub aespecie aeternitatis. O’Connor misma lo confirma sin ambages en un extraordinario fragmento de su correspondencia:

Una de las cosas más desagradables acerca de la escritura cuando eres un cristiano es que para ti la realidad suprema es la Encarnación y ninguno de tus lectores cree en la Encarnación. Mis lectores piensan que Dios ha muerto e invocan las leyes de la física y de la carne […] pero yo pienso que eso solo significa que las conocen como las perciben ellos y no como Dios las ve: pero cuando veamos como Él ve entonces sabremos quién es Él.[10]

Santa, heresiarca, esteta

Lo anterior bastaría para conferirle un lugar prominente en la literatura anglosajona. Sin embargo, eso no es todo: cuando al principio del texto aludía a su esencial extrañeza no me limitaba a describir un efecto de superficie: aunque los seres deformes, malvados e intensamente religiosos que pueblan sus relatos son una invención[11] absolutamente original, es preciso abordar un curioso fenómeno que atraviesa toda su obra: la tensión entre un talante ostensiblemente piadoso[12] y textos salvajes, amorales, esencialmente ambiguos, que se encuentran en las antípodas de lo edificante.

Borges escribió sobre Chesterton que “no hubiera tolerado la imputación de ser un tejedor de pesadillas […] pero invenciblemente suele incurrir en atisbos atroces […] algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego, y central”: no de otra manera es la escritura de O’Connor, allí donde convergen –frenética, inextricable e inexplicablemente– la ortodoxia católica y el desenfreno carismático; la maestría formal más excelsa y los sermones apocalípticos; el deseo abrasador de convertir a sus lectores y la secreta certeza de que no hay nada más allá de las palabras: nada menos dogmático e inaceptable para la ortodoxia católica que sus grandes ficciones; nada más inútil que intentar beatificarla: si hay alguna santidad en ella, es sólo a la manera de Simone Weil, esa maníaca genial que en sus últimos días rechazó, pese a todo, ser bautizada y declaró: “Si los Evangelios no hicieran tanto énfasis en los milagros, me resultaría mucho más fácil aceptar el Cristianismo: la Cruz me basta por sí misma”. Esa frase terrible que, afortunadamente, jamás comprenderemos del todo, prefigura todas las contradicciones de O’Connor: no conozco una mejor definición de su poética.


Notas:

[1] La propia OʼConnor, en su famoso ensayo “Algunos aspectos del grotesco en la narrativa sureña”.

[2] Donde nadie más las ha percibido. Pero claro: el que busca encuentra.

[3] Al menos desde la perspectiva del realismo mainstream.

[4] Estos términos desafían, quizá, cualquier traducción, pero doy aquí sus posibles equivalentes en nuestra lengua: basura blanca, palurdos, paletos (o, si prefieren una definición más extensa, podemos citar, para los últimos dos términos, la que ofrece el venerable Oxford English Dictionary: “Una expresión peyorativa utilizada en Estados Unidos para referirse a los blancos pobres del Sur, especialmente a los de Georgia, Alabama y Kentucky”.

[5] Vendedores nihilistas de la Biblia (en el relato “La buena gente del campo”); predicadores adolescentes –alcohólicos, violentos y compasivos– que conocen de memoria las Escrituras y se niegan a leer cualquier otro libro (“Los profetas”); lisiados semianalfabetos que rechazan la ciencia y, lejos de avergonzarse de su “defecto”, lo exhiben orgullosamente como “marca irrefutable de su elección” (aunque no esté demasiado claro en qué consiste eso, pero a ellos no les importa): ¿acaso su rareza no los separa de los otros y proclama que Él se preocupa especialmente por ellos?: los ejemplos podrían continuar, pero creo que ya está clara la dimensión alegórica e incluso anagógica (aunque esto sólo pueda ser una posibilidad inteligible para los que, a priori, tienen fe) de sus textos.

[6] Y en Dostoievski, naturalmente.

[7] En cuanto a lo moralizante, la cuestión es más compleja: O’Connor es tan salvaje y despiadada con sus personajes como Faulkner o McCarthy: Los profetas es una de las poquísimas narraciones norteamericanas que pueden compararse a Blood Meridian o Santuario. Es tan difícil detectar una moraleja edificante en esos libros como encontrar agua en el desierto de Mojave.

[8] Esto es, que no ha percibido desde dónde deben leerse estos relatos, su singularísima genealogía.

[9] Y es posible que así sea, pero ¿a quién le importa?: también lo hay en Dostoievski, Céline y Roberto Arlt: artistas verbales de primer orden.

[10] 1 Corintios, 13:12

[11] Aunque también es cierto que el Deep South ya era bastante extraño en sí mismo: si consideramos que en el “cinturón bíblico” existen sectas tan extremas como los Jesus Only (donde el Hijo ha absorbido a las otras dos personas de la Trinidad: San Agustín habría tenido convulsiones); los manejadores de serpientes de los Apalaches o el Culto al éxtasis eterno del rapto de Jesucristo, comprenderemos que no tuvo necesidad de exagerar demasiado.

[12] Que la autora reclama enconadamente para sí misma: “soy ante todo católica y solo después escritora”, etc., etc.

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