Fotograma de 'The Sheltering Sky', Bernardo Bertolucci dir. 1990

El desierto es limpio y en él conviven todos los colores posibles. Una extraña e intransigente pureza vive allí. Eso dijo Paul Bowles, más o menos así. Novelista, músico, poeta, traductor. Viajero. Norteamericano afincado en Tánger. Hombre sin apegos sentimentales excepto los imprescindibles. Muerto en el hospital italiano de esa ciudad en 1999.

Alguna vez hemos tenido el privilegio de recibir la lluvia de un determinado enjambre de hechos que nos moldean crucialmente, y, sin embargo, eso ni siquiera implica que hayamos podido atesorar la experiencia que ellos contienen. Vivir hechos perentorios y decisivos del amor, por ejemplo, no nos transforma en seres experimentados en el amor. Los hechos no son la verdad. La experiencia en tanto verdad es el conjunto de los hechos registrados por la imaginación y la memoria. La experiencia no es, en definitiva, material. En todo caso es un conocimiento desesperanzado y distante. Uno lee las historias de Paul Bowles y llega a esas conclusiones.

Hay una atrayente cuestión en las relaciones del cineasta Bernardo Bertolucci con la literatura. Un asunto complicado y sereno, como una amistad carnal, emotiva y voluptuosa que nunca llega a saturarse del todo porque ninguna de las partes –en este caso, la imagen absorbiendo las palabras, y las palabras intentando emular con la imagen– asume su propia naturaleza.

En The Sheltering Sky (1990), que nace en la novela homónima de Paul Bowles publicada en 1949, Bertolucci elabora una trama que es, en lo esencial, la misma del texto de Bowles. Pero hay que añadir en favor de ambos, ¿o en contra?, que los dos se enfrentan a una empática imposibilidad en lo concerniente al relato. Saben cuál es la diferencia entre los hechos y la experiencia, y ninguno quiere quedarse en el nivel de los hechos. Cuarenta años separan a la novela de la película, y cuando Bertolucci reconfigura la trama es como si las criaturas de Bowles (y Bowles mismo) absorbieran, en una suerte de prolepsis, las formas que Bertolucci pormenoriza, fija e impone.

Bertolucci y Bowles anhelan apresar/expresar la experiencia. Y, sin embargo, los dos necesitan relatar los hechos que definen la naturaleza de un terceto interlúdico, en suspenso, electrizado y lleno de deseos equívocos. Cabe pensar en un threesome distante, cerebral, pero que a ratos se materializa. Son, como declara Kit –ella y Port constituyen un joven matrimonio en crisis–, viajeros. Y un viajero no es un turista. Los acompaña Tunner, agraciado amigo común, rico, gozador –un turista, sin duda–, que está fascinado por la pareja y por cada uno de ellos por separado. Y por el inestable, movedizo, frágil conjunto que los tres forman. Acaban de llegar a Tánger, ciudad internacional, y se hospedan en el Grand Hotel.

La aventura exorciza y el desierto, tan próximo, también. Cuando ya Port ha tenido un lance de sexo con una hetaira exuberante y ladrona, él y Kit deciden que el viaje en tren a Bussif lo harán Kit y Tunner, mientras Port aceptaría la invitación de Eric y su madre –él, un descarado alcohólico que siempre pide dinero, y ella, una mujer autoritaria y fría–, que viajan en un Mercedes blanco muy espacioso. Los tres se reúnen más tarde, y de algún modo sabemos que Port vislumbra la infidelidad de Kit, a quien Tunner ha embriagado con champán en el tren. Hay algo definitivamente roto allí, en los sentimientos (algo roto y, aun así, sin la capacidad de arruinar en serio al amor), y el drama crece y se expande dentro de la pareja. “Él no sabe que sabe”, dice Kit cuando Tunner le pregunta si ella cree que Port tiene sospechas. He aquí una duda que vulgariza la aventura carnal. O que transforma esa infidelidad en algo prosaico, ramplón, de baja estofa.

Vi The Sheltering Sky a fines de 1991 en compañía de un amigo. Él ya la había visto. Ya era de madrugada, su madre dormía y bebíamos café irradiados por un suave y crepuscular erotismo. “Siento que es usted con quien debo volver a verla”, dijo refiriéndose a la posibilidad de regresar a la historia de Bowles contada por Bertolucci. Pero regresar en mi compañía y como quien se enfrenta a algo nuevo, o con ojos nuevos. Por otra parte, a todas estas aún no estoy seguro de si la novela se adentra en un triángulo amoroso, o en un trío sexualizado (o en ambos: un triángulo, un trío) a causa de la catálisis de lo instintivo cuando cae bajo el influjo de un ambiente lejano, exótico.

Mi amigo y yo estábamos pasando, con suficiente levedad, por una situación parecida. Entre su novia y él había tensiones. Él quería ponerle fin a una relación que ya no era de su interés, pero ella se negaba a considerar esa posibilidad. Yo intervenía allí por medio de un dócil, meditativo (casi romántico) asedio que a él le parecía excitante. Ella aceptaba el asedio y lo disfrutaba porque este devenía un halago de su espíritu, un halago en cuyo centro (no hay que equivocarse) se encontraba la semilla de la lascivia, y porque iba constituyéndose en un proceso de seducción cuya médula no era otra cosa que el sexo posible. Uno es siempre real y ficticio, y ver esa película era casi como espejarnos en ella.

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Paul Bowles FOTO Ulf Andersen | Rialta
Paul Bowles (FOTO Ulf Andersen)

De la novela yo conocía entonces solo dos capítulos. Alcancé a leerla completa en 1996, luego de comprar la edición de Alfaguara en los días finales de mi estancia en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

Allí coincidí con el narrador guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. Si no confundo los sucesos, él acababa de publicar en México Con cinco barajas, una antología personal. Fue él con quien estuve conversando, durante una noche de fiesta y frente a algunos mojitos (“fiesta cubana”: tal era el pomposo rótulo mediante el cual se esparcía la noticia de aquella celebración), sobre la prosa de Paul Bowles y su insólita sequedad, que no menosprecia ni relega, empero, ni lo lírico ni lo distanciadamente sentimental. Le dije que los relatos de Bowles me habían atrapado desde el principio (leídos en una edición donde se incluían algunas piezas traducidas precisamente por Rey Rosa), y me reveló así como así que él era el albacea de Bowles, quien moriría tres años después.

En la fiesta había una norteamericana que siempre estaba riéndose y que cantaba en algún coro de Boston. Ayudaba a un proveedor medio judío que compró muchos libros cubanos. Lo suyo era comprar y venderles los libros a bibliotecas universitarias de los EE. UU. La norteamericana bailaba feliz y era una especie de gata flaca con cerquillo. Rey Rosa la observaba.

Yo había publicado ya una historia oceánica, norteafricana, pero también desértica y aferrada a la idea del trío. Prefiero hablar de una terza rima en lo que toca a tres sujetos, dos hombres y una mujer, en estado de ignición sexual. En el reacomodo de las conjeturas emocionales y el intercambio sexual, lo trágico de mi relato tenía un origen más bien presuntivo. Y como la historia, aparecida en mi libro Salmos paganos y titulada “Mar de invierno”, dialogaba con algunas formas del estilo de Paul Bowles, decidí darle a Rey Rosa un ejemplar autografiado en inglés para el autor de The Sheltering Sky. Unos meses más tarde, en La Habana, recibí una postal con una vista aérea de Manhattan. Rey Rosa me saludaba con la noticia de que acababa de regresar de Tánger y ya había puesto Salmos paganos en manos de Bowles.

En mi relato, un matrimonio maduro ¿de intelectuales? viaja de vacaciones, en invierno, a una zona del norte de África y se hospedan en un raro hotel vacío junto al mar. Conocen a un hermoso muchacho que vende pescado. Los intercambios van sucediéndose y tanto el hombre como la mujer tienen sexo con el muchacho por separado. Un impetuoso forcejeo sexual se desarrolla hasta llegar a una suerte de frenesí (casi onírico, casi alucinatorio) de sentimientos. El muchacho es asesinado por el matrimonio.

Cierta vez leí en público “Mar de invierno” y me dijeron que, además de ser decadente, en su fondo había mucha obscenidad disfrazada por la metáfora de la incontinencia y la inmoderación cuando se alían con la ternura. Debo decir que jamás he conocido mejor alianza que esa. No sé qué habrá pensado Bowles del texto, si es que lo leyó. Tengo entendido que podía leer en español bastante bien.

De cierto modo, en la película de Bertolucci, ese es el Bowles que aparece en el café-restaurante del hotel donde se hospedan Port, Kit y Tunner. El Bowles de la voice-over. El que lee fragmentos de la novela acerca de las reacciones de Kit ante los comentarios de Tunner o las actitudes, casi siempre distantes, de su marido. Y, por supuesto, es el Bowles que define las encrucijadas éticas y existenciales de los personajes, en su papel de observador que lo ve todo y lo escucha todo y lo predice todo.

Él es quien profetiza con la mirada. Y así, antes de que Port enferme de fiebre tifoidea y Kit no sepa aún que lo amó más de lo que pudo o quiso admitir, y antes de que Port pierda la conciencia, en mitad del delirio, y comprenda que ama a Kit de modo irrestricto, Bertolucci concibe y crea una atmósfera de talante presagioso (colores vivos, pero sin saturación: esa quizás sea una definición visual del estilo de Bowles) que es la que nos acompaña hasta el desenlace del filme, cuando Port muere y es enterrado y Kit se va con la caravana de un jefe tuareg a vivir un extraño fragmento de vida que se constituye, de cierta manera, en la prueba del laberinto del dolor y la emoción, porque ella será allí, en la habitación del tuareg, una especie de esclava sexualizada, descubierta por él en condiciones que extreman el deseo de sumisión (o de autocastigo en una sumisión gozable) y el desconcierto hasta las fronteras de la locura.

“Todos estos años viví para ti sin saberlo, y ahora lo sé”, le dice Port a Kit. Poco después muere.

Tras la muerte de Port, Kit se despide en silencio y se marcha. Tunner llega al día siguiente y entierra a Port. Ya para entonces habrán empezado los episodios de la entrega de Kit al jefe tuareg, cuando este la invita a unírsele y ella monta en el camello detrás de él y aferrada a su espalda. Ahora Kit es su mujer. ¿Por qué no?, ¿qué queda para ella?, ¿qué tipo de vida hubiera tenido la obligación de escoger, ajena ya a toda obligación? Solo abandonará ese provisorio destino cuando sea “rescatada” por una funcionaria de la embajada norteamericana y devuelta al punto de origen, el Grand Hotel. Tunner la aguarda y sale a la calle a buscarla, pero Kit se adentra en un bar. Y allí Paul Bowles, persona, escritor y personaje, la observa y le pregunta si está perdida. Ella, sonriente, contesta que sí. Y él, frente a la cámara, dice: “Al no saber cuándo moriremos, pensamos que la vida es inagotable… pero todo ocurre sólo un número limitado de veces, y son en realidad muy pocas”.

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