Rodrigo Rey Rosa
Rodrigo Rey Rosa

“Debo a Octavio Paz el regalo más extraordinario que alguien puede hacer: la India”, escribe Severo Sarduy. Nadie ignora, por supuesto, la dilatada fascinación de Sarduy con el país asiático y todo lo relacionado con este: quizás sea, por así decirlo, el más hindú de los escritores latinoamericanos y, ciertamente, el único budista.[1] Paz mismo, tras devorar bibliotecas enteras y haber vivido seis años en el remoto subcontinente, sólo consiguió pergeñar un libro que, más allá de su innegable fulgor estilístico, resulta decepcionante: no hay en Vislumbres de la India nada que no podamos encontrar en decenas de volúmenes sobre el tema y, para colmo, experimentamos con cierta frecuencia la incómoda sensación de escrutar el texto de un viajero muy culto en busca de aventuras exóticas. Ni siquiera es necesario compararlo con Calasso:[2] los libros de Naipaul, que, pese a su ascendencia, ignoraba con plenitud tanto el hindi como el sánscrito, poseen una autenticidad, una devastadora lucidez que en vano buscaríamos en el texto del gran poeta. Alguien podría objetar que, a diferencia de Naipaul, Paz no estaba interesado en el presente de la India sino, más bien, en una muy personal idea de lo que esta era o debería ser. Sin embargo, incluso si admitimos semejante argumento, hay algo que no funciona en su ensayo.[3]

Muy diferente resulta el caso de Sarduy: este era también un mero aficionado desde el punto de vista académico, pero su portentosa imaginación creadora le permitió intuir la India con una profundidad desconcertante: algunos de sus ensayos (“La fabricación de los manuscritos sagrados”; “Encuentro con las divinidades coléricas y portadoras del saber”; “Paz en Oriente”),[4] por fortuna ajenos a cualquier superficial entusiasmo, hacen resonar, con jubilosa nitidez, el timbre distintivo de lo que él mismo llamó “el pensamiento asiático”. Por lo demás, es preciso reconocer que, por algún motivo, la India, a diferencia de Japón o China, no ha suscitado demasiado interés en los artistas verbales hispanoamericanos: en el mejor de los casos se limitan a ignorarla con desenvoltura; en el peor a venerar una idea mítica de sabiduría y pureza espiritual que debe mucho más a dudosos manuales de divulgación que a la compleja, sinuosa realidad de ese país inaprensible. Hay, sin embargo, una notable excepción: me refiero a la novela corta El tren a Travancore (Cartas Indias) del escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.

Rey Rosa es, acaso, el más extraterritorial de los escritores centroamericanos: sus relatos, sin desdeñar la representación de la realidad guatemalteca,[5] a menudo se desarrollan en lugares bastante alejados (no sólo geográficamente) de Latinoamérica: Tánger, París o Madrás (por sólo citar los ejemplos más conspicuos). La singularidad del texto que ahora comento reside ante todo, según creo, en su incesante, corrosiva, casi vitriólica utilización de la ironía: casi todos los autores que escriben sobre la India y su cultura[6] –Naipaul sería la excepción más notoria– lo hacen, por así decirlo, como si tuviesen la mano puesta sobre el corazón: una sensibilidad ostensiblemente new age, una solemnidad casi risible,[7] inficiona fatalmente su prosa, como si el mero hecho de abordar el tema los convirtiese, de forma más o menos mágica, en tipos tan venerables como los dudosos gurúes y “sabios” de toda laya que proliferan en sus libros. ¡Rey Rosa evade esta celada… ¡Y de qué manera!: desde las primeras líneas el narrador establece el tono supremamente sarcástico que persistirá a través de todo el relato y, sin duda alguna, este también podría haberse titulado Tribulaciones de un guatemalteco en la India. Así, en la primera carta a su novia,[8] deja muy claro que no se encuentra precisamente en un lugar paradisíaco: “Chennai es tan alegre y cálida como Esquintla o Puerto Culebra, pero amplificados en una pesadilla Malthusiana. Esta superabundancia de gente me ha hecho imaginar que la degradación de la vida en general es proporcional al número de almas que pululan. Los olores son únicos, propios de la India. En una misma zona flotan, se entremezclan, desaparecen y reaparecen el orín, el sándalo, la bosta, el agua putrefacta de las alcantarillas, los azahares, el café, el cardamomo y el excremento humano”.

Bueno, como diría Ascasubi, “aquí empieza su aflicción”. Ahora bien, nadie podrá negar que el tipo posee en grado sumo la virtud de la perseverancia: tras una desalentadora experiencia con la comida local (“Ayer almorcé en un peligroso restaurante […] mi apetito de comida india ha disminuido considerablemente”) decide, pese a todo, quedarse en la ciudad y pronto consigue alojarse en la así llamada Sociedad Teosófica de Adyar, fundada por la peripatética y delirante Madame Blavatsky hacia finales del siglo XIX: tras este acontecimiento, el potencial cómico del relato (por lo demás, ya considerable) adquiere proporciones desmesuradas: la India en sí misma era suficiente para abrumar al ingenioso narrador, pero cuando los excesos inmanentes al país se combinan con esa grotesca doctrina (acaso sólo superada en estupidez por la cienciología) entonces sólo la más radical y sistemática ironía le permite resistir una situación semejante. Pero nada resulta sencillo, ni siquiera rentar una habitación: “Para solicitar alojamiento allí sin convertirme en teósofo he tenido que redactar una carta con alguna mentira: estoy aquí para escribir la biografía de una teósofa y poeta guatemalteca olvidada, de nombre María Cruz, que vivió en Adyar dos años a principios del siglo XX, la época dorada de la sociedad”.

Como puede apreciarse, el narrador tampoco escapa a la impostura generalizada que antes detectaba en todas partes e, inevitablemente, pronto dirige su devastador sarcasmo contra sí mismo, con desopilantes resultados. Pero regresemos a su inmersión profunda en el mundo teosófico: poco después de instalarse en el recinto, comienza a desmontar, con escarnecedora lucidez, la absurda, pero precisamente por eso poderosa mitología de la secta,[9] como en esta enumeración de los así llamados aportes teosóficos al progreso, donde Rey Rosa alcanza un portentoso crescendo cómico: “los teósofos fueron, digamos, los fundadores de la supermercadotecnia espiritual […] aquí se han inventado el plano astral, la fotografía astromental de pensamientos y emociones, las técnicas modernas de la clarividencia y la levitación […] aquí descubrieron la misión mesiánica de Krishnamurti (quien después la desmintió, pero no importa) […] en Adyar todavía se respira cierto aire de delirio o grandeza espiritual”.

Bueno, con “benévolos” escépticos como este, la teosofía apenas necesita adversarios. Pero, en rigor de verdad, el narrador es rigurosamente imparcial cuando dispensa su escarnio: su parodia de la estafa teosófica pronto se expande hasta alcanzar casi todos los aspectos, venerables o no, de la sociedad hindú. Aquí el procedimiento fundamental radica en contrastar la supuesta pureza espiritual e insondable sabiduría oriental con la ostensible sordidez de Madrás. Así, cuando en uno de sus paseos encuentra “un antiguo mural labrado en una superficie vertical de roca viva que representa el famoso preludio del Baghavad Gita”, el protagonista no puede apreciar su esplendor estético debido a la inquietante escena que se desarrolla simultáneamente a solo metros de allí: “a todo lo largo de la playa […] había una hilera de hombres en cuclillas de cara al mar […] estaban defecando sobre la arena,[10] mientras un ejército de cuervos revoloteaba por encima de sus cabezas al olor del desayuno”.

Y ese es apenas un ejemplo entre muchos:[11] el tipo comienza a sospechar que, pese a la incuestionable grandeza[12] de esta ancestral civilización, la India del año 2000 quizás no sea el lugar más apropiado para “encontrar la sabiduría”:[13] rodeado por los malignos efluvios del omnipresente excremento, “intocables” famélicos, miríadas de mendigos, animales hambrientos,[14] teósofos obsesionados con el éxito (su reino, como el de cualquier otra secta, pertenece a este mundo) y gurúes que predican la renuncia mientras despliegan una insaciable avidez por el dinero de los adeptos, el narrador cree encontrar la clave de la sociedad hindú contemporánea no en los Vedas, el Baghavad Gita o cualquier otro texto sagrado (que por lo demás ya casi nadie lee) sino en… ¡el grotesco cine de Bollywood!: “el film era una mezcla absurda de película de guerra, telenovela mexicana y comedia musical […] en cada largometraje indio, ya sea una comedia, una tragedia o una película de acción, te pasan por lo menos quince numeritos musicales, lo que resulta tedioso a cualquier neófito. Pero como el público exclama, ríe, canta y hasta llora con los protagonistas, y además no es raro ver ratas enormes recogiendo la basura de los pegajosos suelos […]en el cinematógrafo nunca falta distracción”.

Por supuesto, puede parecer excesivo atribuir una epifanía como esa a un artefacto visual tan mediocre pero lo importante aquí no es la dignidad estética del objeto sino el efecto que provoca en la conciencia del narrador:[15] en una inesperada variación sobre la excéntrica idea de Oscar Wilde (“la vida imita al Arte”),[16] el protagonista desarrolla una compleja meditación sobre lo que podríamos llamar el Bovarysmo Hindú: las ridículas producciones de Bollywood (¿será acaso el peor cine del mundo?), que ignoran los aspectos más desalentadores de la sociedad hindú y crean un mundo absolutamente artificial que no ha existido ni existirá jamás,[17] han inficionado la conciencia del público a tal punto que muchas personas se conducen como si interpretaran un papel en una película clase Z: aunque montañas de excremento los rodean la gente se comporta como si eso fuese lo más natural del mundo[18] y continúan insistiendo sobre su supremacía espiritual (sea lo que sea que eso signifique): “El otro día cometí la locura de dejarme conducir por un pandit a un estanque sagrado en el centro de la ciudad […] debí de estar en una vena mística, porque obedecí al pie de la letra al divino pandit […] me instó a beber tres veces seguidas de aquella agua verde y asquerosa, donde miles de personas acuden diariamente para hacer sus abluciones. Algunos te explican que esta agua se mantiene pura a pesar de todo por milagro”.

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Bueno, si la espiritualidad consiste en eso, entonces, parafraseando a Gottfried Benn, el ateísmo absoluto debe ser una sensación de éxtasis. Habiendo dicho eso, se impone una acotación: como es obvio, todo lo que hemos leído participa por igual de la exageración y el artificio: la India que el narrador evoca en sus cartas no es, en cierto sentido, menos conjetural que la de Bollywood: su relato, absolutamente sesgado, es meramente un flujo de palabras entrelazadas con ingenio que nada tiene que ver con la oposición verdadero-falso[19] y no puede –ni quiere– abarcar la casi inabarcable complejidad de la sociedad hindú. En rigor de verdad, el texto no refleja nada exterior a sí mismo:[20] es un espléndido artefacto verbal que se inscribe con autoridad en la gran tradición de la novela cómica, y el narrador (álter ego más o menos disimulado del propio Rey Rosa) se ufana de su linaje estético: “me gustaría escribir algún día un libro serio. Pero ya lo intenté cuando era joven y fracasé. De joven me empeñaba en parecer serio y a menudo fingía estar triste. Supongo que confundía la tristeza con la seriedad. Ahora me divierto inventando tramas, y dicen que las tramas no pueden engendrar arte serio. En fin, estoy convencido que toda forma de escritura es vana”. Pero esa última es sólo una frase convencional que demuestra su familiaridad con el Eclesiastés y no una auténtica declaración de principios: precisamente el hombre que ha escrito estas páginas desopilantes posee, qué duda cabe, una fe considerable en los sinuosos mecanismos de la ficción y el esplendor estético de las mejores sátiras.


Notas:

[1] En la incierta medida en que un occidental puede serlo.

[2] Aunque, en rigor de verdad, ¿quién podría resistir una comparación semejante?: Ka y El Ardor son, acaso, los mejores volúmenes sobre mitología, literatura y filosofía hindúes jamás escritos fuera del circuito académico, y cuando afirmo eso ni siquiera tengo en cuenta que Calasso dominaba el sánscrito aunque, como podrán imaginar, nunca viene mal ser capaz de descifrar los textos originales.

[3] Sobre todo si lo comparamos con un volumen tan admirable como Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la Fe, probablemente lo mejor que escribió.

[4] La lista no es, ni mucho menos, exhaustiva.

[5] En libros como Lo que soñó Sebastián, El material humano y Los sordos.

[6] Y aquí apenas hay diferencia entre la así llamada non fiction (relatos de viajeros, etcétera) y las novelas o cuentos sobre la cuestión.

[7] El adverbio resulta, quizás, superfluo, pero seamos caritativos.

[8] Se trata, quién lo diría, de una novela epistolar: el procedimiento le permite al narrador-protagonista relatar sus grotescas peripecias de manera selectiva: las cartas dosifican cuidadosamente la información en dependencia del destinatario y en ocasiones ofrece versiones algo sesgadas de los acontecimientos u omite del todo cualquier alusión a estos para no alarmar innecesariamente a sus corresponsales.

[9] Y lo mejor es que lleva a cabo este “ejercicio de demolición” con aparente indiferencia y aun simpatía por los individuos que la profesan: “Los teósofos son inofensivos. Si las absurdas creencias que propugna la doctrina ocultista no impiden a los adeptos conducirse con decencia y les sirven de consuelo, ¿qué de malo puede tener la teosofía?”. El problema estriba en que dedica el resto del libro a cebarse en la notoria ridiculez de la “inofensiva” doctrina: con simpatizantes como este la teosofía no necesita enemigos.

[10] Esto me parece una alusión directa u homenaje al famoso y controvertido pasaje (An Area of Darkness) en que Naipaul enumera con apenas disimulada fruición las peculiaridades de la escatología hindú (y como es natural aquí el término carece de cualquier connotación teológica).

[11] Verbigracia, su cáustica descripción del director de la Sociedad Teosófica: “El maestro de la sabiduría es un australiano regordete y de ojos saltones […] si se pusiera un par de pechos falsos y un poco de maquillaje, sería la viva imagen de madame Blavatsky […] medio en broma, el otro día me dijo que yo podía ser la reencarnación de María Cruz”.

[12] Ante todo textual. Como observa astutamente Roberto Calasso: “Para comprender la India Védica resulta inútil recurrir a los acontecimientos, que no han dejado huella. Sólo quedan los textos, el Veda, el saber. Compuesto de himnos sagrados, invocaciones, conjuros, en versos; de fórmulas y precisiones rituales, en prosa” (El Ardor).

[13] De hecho, muchas cosan sugieren todo lo contrario.

[14] Pandillas de perros intoxicados con jarabe para la tos; bandas de macacos que invaden los más suntuosos suburbios; “los rapaces y ubicuos cuervos de la India” y muchos más: una auténtica pesadilla zoológica intolerable para cualquier extranjero.

[15] “Queremos escuchar la música de las ideas y desdeñamos los instrumentos”, escribió un francés.

[16] Una noción radical que cuestiona más de dos mil años de pensamiento sobre la mímesis en Occidente (al menos desde la Poética de Aristóteles en adelante). Naturalmente, lo que Bollywood manufactura no es Arte, ni mucho menos, pero sí un producto artificial, urdido por la imaginación humana: si consideramos el asunto desde esa perspectiva resulta evidente la agudeza del epigrama. Por otra parte, el irlandés también sostuvo, llevando su argumento al límite más extremo, que “el Japón fue inventado por sus artistas […] el Japón es un invento de Hokusai”: mutatis mutandis podríamos decir que la India contemporánea, en la geografía simbólica de esta novela, es un invento de Bollywood.

[17] “Hacen pensar en un producto de los estudios Walt Disney”.

[18] “En la India mirar hacia el otro lado ante lo evidente era lo más fácil y lo más necesario” (Naipaul).

[19] Que no atañe a la Literatura sino al periodismo.

[20] Esto no significa, sin embargo, que sea una mónada perfecta: como es obvio sí establece un intenso diálogo intertextual tanto con los clásicos de la tradición satírica (verbigracia: El sanador místico, de Naipaul), como con varios textos notables de la narrativa inglesa (pienso aquí, ante todo, en A Passage to India, la célebre, y muy seria, novela de E. M. Forster, algunos de cuyos pasajes Rey Rosa parece reescribir en clave cómica). Pero todo esto sucede, para utilizar la terminología cara a los formalistas rusos, en el interior de la “serie literaria”.

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