Naipaul
Naipaul en 2001 en Salisbury, Inglaterra (FOTO Chris Ison, AP)

“Fue El enigma de la llegada (1985), de V. S. Naipaul, una obra intensa e incansable, en que la inteligencia une el mundo de los humanos y el de la naturaleza, el que más influyó en mi propia obra, en mi propio oído. Todavía adoro su lenguaje, su música interior”, escribe Teju Cole. No resulta sorprendente, ni mucho menos, la admiración del perspicaz escritor nigeriano por esa novela: en efecto, se trata de un libro absolutamente singular e investido, por así decirlo, de una sublime extrañeza que apenas puede compararse con ningún otro texto en la literatura británica del siglo XX (sin excluir, ciertamente, el resto de los volúmenes pergeñados por Naipaul).[1]

Dos rasgos prevalecen, acaso, en este admirable relato: su corrosiva, lancinante melancolía[2] y el estilo suntuoso, mórbido, moroso y decadente, una suerte de “barroco fúnebre” (para utilizar la magnífica fórmula de Roland Barthes)[3] que en nada se asemeja a esa inflexible concisión desplegada en la casi totalidad de sus libros, allí donde solemos encontrar a un escritor que desconfía del lenguaje grandilocuente: “casi todo adjetivo es inexacto, superfluo, por no hablar de los adverbios […] la verdad es caótica. No es bonita. Odio la afectación, la falsa brillantez, las oraciones de oro:[4] todos esos vacuos impostores de segunda: Nabokov, Bellow, Henry James”.[5] Deslumbrante iconoclasia de un hombre que profesa la más severa de las doctrinas estéticas, un auténtico asceta de la forma que no condesciende fácilmente a la admiración o los elogios (es verdaderamente exigua la lista de artistas verbales que aprueba sin reservas).[6]

Sería un error suponer, sin embargo, que sólo puede escribir en ese registro[7] (e innumerables críticos y profesores incautos han incurrido en esa deplorable insensatez): en Naipaul cualquier decisión sobre cuestiones estéticas es siempre un gesto sutil y minuciosamente ponderado. En pocas palabras: si ha elegido ese estilo es precisamente porque podría haber utilizado cualquier otro,[8] como demuestra el portentoso volumen a cuyo análisis ahora retorno.

Consideremos, en primer lugar, la espinosa cuestión del género: el relato de Naipaul se inscribe en ese refinado y ostensiblemente arduo protocolo narrativo que algunos han definido como “novela del yo”: es decir, una mezcla de ficción y autobiografía, una narración que sondea los abismos de la personalidad, el tiempo y la memoria (en una tesitura a menudo proustiana), intercalando numerosos fragmentos puramente ficticios (un magnífico ejemplo del artista verbal que, al decir de Barthes, “no miente para ocultarse sino para ser más real que lo verdadero”). Pero, como ya he observado, resulta muy difícil escribir una obra de primer orden cuando se ha elegido trabajar con esa estructura: En busca del tiempo perdido, Verano en Baden-Baden (Leonid Tsipkin) y –cómo dudarlo– todas las ficciones de Sebald son, acaso, los triunfos más notables en este curioso subgénero.[9] De hecho, no me sorprendería si un lector más o menos competente (pero ajeno a la fecha en que Naipaul publicó esta novela) pensase que el gran narrador alemán es su principal influencia: semejante suposición, sin embargo, resultaría desacertada: el texto que aquí nos concierne (una auténtica rareza no sólo en la obra del británico, sino también en la literatura europea del siglo XX), no parece tener ningún antecedente (al menos en lengua inglesa) o sufrir en lo más mínimo de la consabida “angustia de las influencias”.[10]

Por lo demás, que Naipaul jamás leyera a Sebald[11] no significa que no podamos percibir –al menos en este libro–[12] ciertas afinidades electivas en la articulación del relato: en efecto, El enigma de la llegada comparte muchos rasgos con la prosa de Sebald (o, para ser más precisos, con Los anillos de Saturno): en ambos volúmenes un narrador innominado[13] y culto recorre la campiña inglesa constatando su esplendor pero también los síntomas de su decadencia; en ambos el sol negro de la melancolía se cierne, ominoso, sobre estos intelectuales especializados en la contemplación de las ruinas. Finalmente, ambos comparten un inconfundible tono elegíaco, una atmósfera, por así decirlo, de final de partida que corresponde, en el plano estilístico, al ritmo lento, sinuoso e inexorable de la prosa: como si aludiera incesantemente a la inminencia de una catástrofe que, sin embargo, no se produce.

Naipaul
Cubierta de la edición en español de ‘El enigma de la llegada’, de V. S. Naipaul

Pero, en rigor de verdad, el texto de Naipaul es mucho más complejo.[14] Así, aunque la primera parte es en sí misma una espléndida novela corta, un auténtico curso intensivo sobre la Inglaterra rural y todo lo relacionado con esta[15] (para muchos eso sería suficiente…, pero no para Naipaul), en la segunda el narrador articula un vigoroso análisis sobre los orígenes del libro que ahora leemos y, a través de este audaz procedimiento metaficcional, accede –con la destreza que sólo poseen algunos virtuosos de la forma– a un contrapunto incesante que entrelaza el pasado y el presente, la narración y un comentario sobre su propia estructura[16] en una urdimbre de notable riqueza. Ahora bien, lo que despierta en el narrador el deseo de escribir este libro –aquello que, por así decirlo, activa el trabajo de la memoria– es un misterioso cuadro del gran pintor Giorgio de Chirico[17] llamado, cómo no, El enigma de la llegada. En esa obra se representa, según Naipaul “una escena clásica, mediterránea, de la antigua Roma […] en primer plano hay una calle, desierta salvo por dos figuras, ambas embozadas: una quizá la que ha llegado y la otra nativa de la ciudad portuaria. Es una escena de desolación y misterio: habla del misterio de la llegada. O al menos de eso me hablaba a mí, igual que a Apollinaire”.[18]

Desolación y misterio: estas son aquí, sin duda, las palabras esenciales para comprender este artefacto narrativo: ya señalé que desde el principio mismo del relato percibimos la abrumadora tristeza que embarga al protagonista en sus excursiones por la campiña inglesa (cuyo esplendor y exuberancia[19] contrastan de forma casi cruel con el taedium vitae del atribulado paseante): en la segunda parte se despliega una meditación sobre los orígenes tanto de su inexorable[20] vocación de escritor como acerca de la ansiedad y, en definitiva, la pertinaz depresión que, aparentemente sin motivo alguno, siempre lo había atenazado.[21]

Así, mientras se dedicaba sobre todo a esa ardua búsqueda del material narrativo que –afortunadamente para sus lectores– desembocó en la epifanía[22] que le permitió escribir libros tan notables como El sanador místico y Un recodo en el río,[23] no podía evitar interrogarse de manera obsesiva sobre ese exilio metafísico que, ineluctablemente, lo atormentaba: en Trinidad había creído que todo cambiaría al llegar a Londres pero, una vez allí, comprendió que sólo se trataba de otra ilusión entre tantas: Inglaterra, Trinidad: ¿Cuál es la diferencia para un hombre que, en rigor de verdad, no pertenece a ninguna parte, para quien experimenta la caducidad de todo y de todos con una intensidad apenas soportable? ¿Hay acaso un paliativo para tanta desdicha? Sí, pues, pese a todo, el aparente nihilismo del narrador no carece de límites y al menos una postrera ilusión[24] perdura: la idea de redención por la escritura, de que internándose en el laberinto infinito del lenguaje el artista verbal conseguirá, acaso, conferir un sentido a la existencia. ¿Otro espejismo? Probablemente, pero, al menos en el caso de este libro, uno articulado con suprema elegancia. ¿Y acaso podemos exigir algo más de la literatura?: “Un verso bello, incluso si carece de sentido, es siempre superior a uno inteligible pero menos hermoso: fuera de la forma no hay salvación” (Flaubert).

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Notas:

[1] Aunque muy a menudo estos también rozan la grandeza: pienso sobre todo en A House for Mr Biswas, A Turn in the River y la colección de ensayos The Writer and the World.

[2] Algo bastante asombroso: Naipaul, espléndidamente sardónico, no es propenso a la introspección o la nostalgia.

[3] Por supuesto, El enigma de la llegada se encuentra en las antípodas del libro comentado por Barthes, pero eso no tiene la menor importancia: lo que cuenta es el potencial heurístico del concepto.

[4] Aquí se refiere, naturalmente, a lo que Borges denominaba el estilo galano: “Sábato pretende ser sublime pero sólo es ilegible. En su obsesión con la grandeza resulta ridículo. Con naturalidad echa mano a palabras como estupendo, tremendo, que revelan la desesperación de quien ha perdido toda esperanza de expresarse precisamente”.

[5] Y eso lo acerca también a las vitriólicas observaciones de Cioran (ese supremo maestro de la repulsión) en sus Cahiers: “Todo gira en torno a ciertos autores, siempre los mismos: Blanchot, Bataille, balbuceadores de cosa profundas (¿), espíritus confusos y verbosos, sin brillo ni ironía”.

[6] Shakespeare, la Biblia, Joyce (curiosamente), Proust, Conrad, algunos clásicos latinos, la Bhagavad-gītā: eso es todo, básicamente.

[7] Es decir, a la manera (escueta, precisa, reticente, más significativa por lo que omite) de Gibbon, Hume o –para buscar un referente más cercano– Jules Renard.

[8] En cierto sentido, la publicación de El enigma de la llegada supuso una réplica demoledora para los académicos que durante décadas habían vituperado la supuesta “pobreza” de su léxico: aquí la ambición de Naipaul parece ser nada menos que todo el vocabulario contenido en el Oxford English Dictionary e incluso no desdeña infligirle al lector algunas disquisiciones filológicas sobre el origen de ciertas palabras utilizadas por Shakespeare en King Lear “cuyo significado seguía siendo oscuro para los críticos”.

[9] Pero, junto a todo ese esplendor, ¡cuántos volúmenes mediocres!

[10] Naturalmente, a nadie sorprenderá que pretendan atribuir este libro a la influencia del prosista alemán: Sebald se ha convertido en un referente ineludible y muchos críticos perezosos (es decir, no demasiado propensos a la lectura) que probablemente sólo han hojeado distraídamente el volumen de Naipaul y tampoco conocen demasiado al narrador alemán, se contentan con graznar: ¡este libro está influenciado por Sebald! Desafortunadamente para ellos el texto de Naipaul apareció cinco años antes de que se publicara el primer relato de Sebald. Aunque, ¿quién sabe?: tal vez estos personajes han desarrollado una nueva teoría del Tiempo.

[11] Ni antes ni después: nunca mostró demasiada curiosidad por sus contemporáneos.

[12] Pues, ciertamente, el resto de la obra de Naipaul no podría estar más lejos del prosista germano.

[13] Aunque todo permite suponer que no se diferencia demasiado del autor.

[14] Eso no significa, ciertamente, que lo prefiera al de Sebald: por el contrario, la lectura de Los anillos de Saturno fue una de las experiencias estéticas más intensas que me ha sido dado experimentar (y a menudo pienso que ese libro es la piedra de toque para determinar si alguien es capaz de sentir “la fulguración y el encanto de un objeto de arte” (Baudelaire).

[16] Derrida y sus deplorables epígonos nada tienen que hacer aquí.

[17] Creador de un universo intensamente onírico, inquietante y enigmático: una suerte de surrealismo metafísico.

[18] Anteriormente el narrador ha precisado que “no fue el propio pintor quien había puesto título a aquellas obras sino el poeta Apollinaire”.

[19] Según Harold Bloom, el gran esteta Walter Pater –probablemente aquejado del famoso “síndrome de Stendhal” (algunos biógrafos sostienen que el escritor francés se habría desmayado en Florencia mientras contemplaba un lienzo de Boticelli)– solía decir que “Dios no debió haber hecho tan hermosa la naturaleza en Inglaterra”… porque, al parecer, le impedía concentrarse en sus estudios de filología clásica.

[20] E improbable, si consideramos que en Trinidad y Tobago hacia 1950 (año de su partida a Inglaterra) apenas existían bibliotecas y sólo podían adquirirse algunos libros en el mercado principal de Puerto España, donde la King James Bible, Shakespeare, Dickens y Jane Austen se mezclaban con pollos, verduras y los más diversos utensilios.

[21] En una carta de 1890 a su hermano William (el famoso autor de Las variedades de la experiencia religiosa), Henry James escribió: “Tengo la imaginación del desastre y veo la existencia como algo esencialmente siniestro”: palabras que –a pesar de su encono contra James– el narrador de esta novela suscribiría sin vacilar.

[22] “De repente, un día, tras cinco años, cuando estaba desesperado por recibir tal iluminación, se me concedió una visión de cuál podría ser mi material como escritor”: curioso lenguaje para un ateo de estricta observancia, aunque quizás no tan sorprendente si consideramos que la Literatura es su religión: en el libro que Paul Theroux publicó sobre él hay un pasaje magnífico que ilustra perfectamente esa idea: durante un viaje a Kenia, mientras su esposa y Theroux visitaban los alrededores del hotel, Naipaul jamás abandonaba su habitación y escribía frenéticamente durante horas (“la naturaleza no es para mí”). Cuando un empleado curioso preguntó a qué se dedicaba todo el día, Patricia Naipaul le replicó que “su trabajo es como rezar, necesita silencio absoluto”. El escritor quedó muy complacido con la frase: “Sí, es cierto. Me alegra que lo hayas expresado así”.

[23] Tras largos años de oscuridad, desaliento y fracasos que hubieran aplastado a un hombre que no compartiese su convicción de estar predestinado a la escritura: resulta sorprendente la terquedad de Naipaul y la manera en que, pese a todos los obstáculos (y les ahorro los detalles pero bastará con decir que Inglaterra no era en esa época un lugar demasiado agradable para los provincianos con inquietudes literarias: hacia 1950 Evelyn Waugh se burlaba de todos los escritores no nacidos en Inglaterra y decía que el mejor escritor norteamericano era… Erle Stanley Gardner, el creador de Perry Mason) perseveró hasta convertirse en, probablemente, el mejor escritor inglés de la segunda mitad del siglo XX.

[24] En efecto, Naipaul sabe que se trata precisamente de eso, pero, como suele suceder, no está dispuesto a abandonar ese precario asidero. Y con eso demuestra, naturalmente, que es, ante todo, un escritor: alguien fascinado por el lenguaje: “Si todo lo que tenemos como mundo y como Dios son las palabras, debemos tratarlas con cuidado y con rigor: debemos adorarlas” ( David Foster Wallace).

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1 comentario

  1. Los libros de Sebald son posteriores al Enigma de la llegada, así que la influencia debería ser al revés: de Naipaul a Sebald (de esto habla precisamente Sontag)

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