Jardínes de Luxemburgo, André Kertez, 1928
Jardínes de Luxemburgo, André Kertez, 1928

Nuestros juegos vagamente culpables…

para Ella

Tenía un cubo alto de metal para echar lo juguetes. Un hospital para curar a las muñecas con gasas y tablillas alrededor del cuello cuando perdían las cabezas, aquellas muñecas italianas que se desnucaban, tan frágiles. Eran las que más me gustaban y eran caras. Mami llenaba la casa de juguetes por Reyes: la cuna con su mosquitero y pañales bordados para un bebé de goma que orinaba de verdad; la cocinita con todos sus cacharros: sartenes, cazuelas doradas por el fondo –como si de ese fuego por un uso que las hubiera maltratado, se tratara–; platos, cubiertos, vasos plásticos, y aquellas pilas de agua que se abrían sobre el pequeño fregadero de metal.

Una máquina de coser que cosía igual que la suya: Singer; la planchita con su tabla forrada de cretona, todo igual que en la realidad, pero en una dimensión diminuta, recortada: imitativa. Aquel juego de formica en el cuarto de desahogo de la casa de Ánimas donde pasaba la mayor parte del día: la cómoda con sus gavetas que hasta se abrían y un espejo peligroso cuando se tambaleaba sobre los demás que, a cada rato, venían a espiarme; los cojines de colores y formas diversas encima del cubrecama de chenille: una vida paralela. No sé si por eso –o porque nadie que hubiera jugado como yo a las casitas, imitando una vida futura, hubiera podido ser la mujer de Baudelaire–, hui siempre de las labores domésticas: ni planchar ni cocinar ni lavar ni barrer.

Los papelitos cuadrados de colores brillantes que olían a goma de pegar: las libretas, las tijeras, los bolígrafos, las tizas, los lápices, las pizarras, los abrecartas, las cuquitas, las acuarelas, fueron mis preferidos. Así que, desde que era una niña elegí, y no me arrepiento. Por eso, todavía juego bajo los ritmos del corta y pega de las palabras como adivinanzas que cada día abren otro juego ante mí: monopolio, bingo, parchís, damas blancas, cartas, ajedrez. Tuve muchos juegos de mesa, varios bingos con sus barrilitos de madera donde, al voltearlos, un imán pegaba la ficha ganadora contra la tapa metálica; yaquis, palillos chinos y culpabilidad por la palabra que faltaba a un crucigrama.

“Me apoderé inmediatamente del más bonito, del más caro, del más llamativo, del más fresco, del más extraño de los juguetes”, dice Baudelaire en “La moral del juguete”, acerca de la visita que hiciera de niño con su madre a la casa de la señora Panckoucke. Y apoderarnos de ese juguete cuesta una desmedida culpabilidad para toda la vida; la culpa por disfrutarlo y, a la vez, aborrecerlo: ese privilegio por obtener una diferencia insalvable con los demás; un egoísmo que no podemos soportar cuando alrededor de su posesión se produce un misterio.

“Me acuerdo de haber experimentado una turbación parecida cuando, de niño, […] encontré un pedazo de plástico desgastado, de un color azul luminoso, que había caído en la cascada y había quedado atrapado entre las ramas de un arbusto. Nunca había visto algo así y lo guardé en secreto durante semanas”, dice Herzog en su diario Conquista de lo inútil, describiéndonos a través de la pérdida de algo común, su fatal extrañeza.

Pero, algo peor sucede con la pérdida de la palabra que convoca al objeto perdido, no era algo de valor, sino algo distinto, único. Y, al no poder siquiera nombrarlo, comprendemos qué miserables somos al no tener ninguna de las dos cosas como garantía de su existencia: “no fue hasta unas semanas más tarde cuando ya lo había poseído hasta el hartazgo, que se lo mostré a alguien más –prosigue Herzog–, […] descubrimos que se derretía si le acercábamos una cerilla […]; echaba un humo prieto y no olía bien, pero era algo que nunca habíamos visto, proveniente del mundo lejano, de más allá […] De dónde venía entonces. No lo sabía, pero le puse nombre, ya no recuerdo cuál […], desde entonces muchas veces me he roto la cabeza intentando acordarme de ese nombre, esa palabra. Daría mucho por saberlo, pero ya no lo sé, y tampoco tengo ya el suave pedazo de plástico envejecido, y que ninguna de las dos cosas esté a mi alcance me hace hoy más pobre de lo que era de pequeño”.

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Para no ser más pobre de lo que ya era, quería una varita mágica que me proporcionara encontrar cosas perdidas –como luego me pidió Elis a los cinco años–, cuando ya no había nada en La Habana de Período Especial, y la tuve que fabricar con un palito envuelto de papel cartucho y una estrella que había quedado del árbol de alguna navidad pasada, forrada con una tela dorada sobrante del vestido de alguna clienta de mi madre. Aquella varita que tanto quisimos las dos para cambiar las cosas imposibles, era un invento. ¿Y las cosas que encontraríamos con ella, serían también sustituciones?

Y, aunque jugaba a las cafeterías como cualquier niño –poniendo el escaparate de juguete como mostrador entre los extremos de una puerta que daba al pasillo interminable de la casa–, nunca me cansaba de jugar a otros juegos que involucraran mi imaginación de ser ya lo que no era ni sería. Incluso, cuando jugaba a los indios, a los vaqueros, a los soldaditos –con un fuerte de cartón con mi hermano en la casa de Pepito, en Lagunas–: era la reina, la princesa, o la actriz, que detentaba una diferencia del resto.

Por eso me gustaba disfrazarme, alternativamente, de princesa o de vaquera: blusa a cuadros, pantalón y sombrero de alas, o túnicas de tul y diademas de flores en la cabeza. Formas antagónicas hasta en los juegos y animales contrapuestos: gatos y pájaros. Nunca incluía las armas en mis juegos, eso no. Pero sí las flechas, la de Zenón en un tiro que siempre fallaba. ¿Por qué sería una perdedora de antemano, si me gustaban tanto apostar?

Así como Roland Barthes –en su texto “Juguete” de Otras mitologías— enfrentó el material con el que estaban construidos los juguetes de madera, más que a las groseras jerarquías económicas, a las jerarquías de la sensibilidad, buscando: “el sonido sordo y limpio de la madera” frente “al higiénico y frío juguete plástico”, criticando el juego de imitación que “quisiera hacer niños usuarios, no niños creativos”, yo priorizaba mis roles con las historias de los cuentos de hadas y las texturas que me provocaran desvaríos.

Aquellos números que les dejaban durante los sueños a mi tía y a mi papá –ellos, que casi siempre ganaban pequeñas loterías cotidianas– jugándolos fijos, o corridos, al día siguiente, disputándoselos –desde chiquita me enseñaron que existían esos dos términos que implicaban fijeza, permanencia, o algo efímero, sin necesidad de que me lo explicaran.

Sin descontar las rifas que siempre me sacaba en los cumpleaños: la piñata con los pollitos medio muertos, pálidos; los caramelos rompequijadas para que acabaran de caerse los dientes de leche y viniera el ratoncito Miguel a dejar bajo la almohada el dinerito para la merienda. Una canción triste que se fue haciendo realidad en la medida en que todos caíamos en la trampa de una horripilante olla común cuando crecimos, y las voces afónicas de mi madre y de Ana –la prima suya de asustados ojos azules que me cuidaba mientras ella cosía– nos dejaron tantas melodías como profecías.

Ahora tengo un gran repertorio de canciones infantiles, aunque no entono nada. Tal vez, entonar no sea lo más importante contra la imposibilidad de ser tan rica como por entonces fui. Cuando canto el cielo se nubla y, si alguien me escucha, siente ganas de llorar de inmediato. Mi tristeza arrasa a pesar de mi deseo de estar alegre, porque he vivido del recuerdo de los sentimientos donde la alegría y la tristeza se mezclan al cruzar una línea muy frágil para diferenciarlas.

Cuando veo la sonrisa de Ella a la que le canto esas canciones, quisiera que fuera siempre así a través de un tiempo que se tambalea en el espejo. ¿Cómo hacer posible que lo sea? Aquí están sus juguetes esperando: el piano blanco, los títeres de Caperucita que me pongo entre los dedos: el leñador naranja, la abuelita con su cofia azul, y el gris lobo feroz; Mimi, la gallina de terciopelo amarilla; Boni fufo.

La sala se ha llenado otra vez de juguetes, de llanto, de risas. Hay una cesta en la esquina del sofá para salvarlos de cualquier naufragio. Lo que más me impresionó de mi visita a la casa de Dostoievski en Leningrado fueron aquellos caballos de madera que tenía en el estudio donde escribía mientras cuidaba a sus hijos: vivir la representación constante en un país imaginado, muy cerca de aquel país llamado Vida, de Rilke, es una forma de juego a la que la literatura me llevó y se lo agradezco.

Pongo la radio –estamos en Berlín de 1930– y escucho una lectura de Walter Benjamin en alemán. Busco, inmediatamente, las audiciones donde el filósofo habló de cuándo un juguete comienza a serlo: ese traspaso que lo libera de ser cualquier objeto para convertirlo en otro, espiritual y vinculado a nuestros deseos. El momento que fabrica con la imaginación cada niño lo que la realidad no le ha dado. No necesitábamos mucho más que esa patada: una muñeca, una pelota y un barrilete, como dice Benjamín.

Tal vez, por eso, aquel césped de mentirita debajo de un castillo de cartón con títeres sobre un balcón de papel crepé en miniatura, donde mis padres me dejaban en la esquina de Virtudes y Campanario, al volverlo a ver tantos años después me decepcionó como me decepciona a estas alturas casi todo. Hubiera preferido quedarme con la ilusión de aquellas flores sin saber que eran plásticas; con sus palomas de fieltro blanco movidas por cordeles desde unos dedos invisibles, y una pésima grabación con sonidos rallados de bosque y cervatillos al fondo, donde las princesas de cera y los príncipes –que no eran de carne y hueso para engatusarme–, desafiaban los gritos de aquella calle y su miseria.

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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